Durante decenas de miles de años, trillones de humanos habían demostrado una capacidad de presciencia latente. En mitos y leyendas aparecían una y otra vez las mismas predicciones: el fin de los tiempos, batallas titánicas que provocaban cambios épicos en la historia y la sociedad. La Yihad Butleriana había sido una de estas batallas. Ella también estuvo allí, luchando contra terribles antagonistas que amenazaban con aniquilar a la humanidad.
Y ahora aquel antiguo Enemigo había vuelto, un enemigo todopoderoso que ella había jurado destruir cuando no era más que una mujer llamada Norma Cenva.
El Oráculo continuó la búsqueda por el universo.
El futuro no está para que lo miremos como observadores pasivos, sino para que lo creemos.
Discursos conservados de Muad’Dib, editados por el ghola de Paul Atreides
Con ayuda de Chani, Paul se coló fácilmente en los almacenes de especia de la no-nave. Debido a su conexión personal y al incipiente romance que había entre ellos, él y la joven fremen con frecuencia iban solos. Las supervisoras ya no veían nada extraño en su comportamiento. Paul sabía que la nave tenía cámaras que los vigilaban, que habría algunas Bene Gesserit asignadas específicamente a controlar lo que hacían. Pero quizá, solo quizá, él y Chani lograrían salirse con la suya si actuaban con rapidez.
Sin embargo, Paul no falseaba sus sentimientos hacia Chani para desviar la atención. Aunque ninguno de los dos había recuperado aún los recuerdos de sus vidas anteriores, apreciaba de verdad a aquella joven, y sabía que su afecto acabaría convirtiéndose en algo más profundo. Aunque no se atrevía a confiar en nadie, ni siquiera en Duncan Idaho, sabía que podía fiarse de ella.
Tras sopesar el asunto durante semanas, sobre todo después de que el
Ítaca
estuviera a punto de caer en manos de los adiestradores, Paul llegó a la conclusión de que tenía que consumir la especia. A él y los otros gholas los habían creado con un propósito específico, y el peligro seguía acechando. Si quería ayudar a la gente de la nave, tenía que saber lo que había realmente en su interior.
Tenía que volver a ser el verdadero Paul Atreides.
La cámara donde se guardaba la melange no tenía ningún mecanismo especial de seguridad. Los tanques axlotl producían más que de sobra, así que ya no se trataba de algo tan escaso como para exigir medidas drásticas de protección. La tenían en armarios metálicos protegidos únicamente por unos mecanismos de cierre.
Cuando entraron, Chani, siempre precavida, como una verdadera fremen, miró atrás para asegurarse de que nadie había reparado en su presencia. Su mirada era intensa y preocupada, pero no albergaba dudas respecto a Paul.
Los cierres lo detuvieron solo unos segundos. Cuando abrió la puerta metálica de la taquilla, un intenso aroma impregnado del atractivo de los recuerdos potenciales le asaltó. Como preparación para sus futuras responsabilidades, todos los niños-ghola recibían dosis controladas de melange. Estaban familiarizados con su sabor, pero nunca consumían tanta como para experimentar sus efectos.
Paul era consciente de que podía ser peligrosa. Y poderosa.
Al tocar la especia, perfectamente amontonada, Paul supo que era químicamente idéntica, independientemente del proceso de creación. Aun así, buscó entre las obleas y escogió varias. No sabía por qué, pero en su corazón sintió que era lo correcto.
—¿Por qué estas, Usul? ¿Las otras están envenenadas?
Y entonces comprendió.
—La mayor parte de la especia procede de los tanques axlotl. Pero esta no… —Le mostró las obleas que había elegido, aunque todas parecían iguales—. Esta la hicieron los gusanos. Sheeana la recogió de la arena de la cámara de carga. Es lo más parecido a la especia de Rakis que hay. —Cogió varias obleas comprimidas, mucho más de lo que había consumido nunca.
Chani abrió los ojos exageradamente.
—¡Usul, es demasiada!
—Es lo que necesito. —Le tocó las mejillas—. Chani, la especia es la clave. Soy Paul Atreides. La melange me ha abierto a mi potencial otras veces. La melange me convirtió en lo que fui. Si no consigo desatarme, creo que voy a explotar. —Volvió a cerrar el armario de almacenamiento—. De los gholas yo soy el mayor. Esto podría ser la respuesta que todos buscamos.
Chani apretó la mandíbula y los músculos de su rostro delgado de duendecillo se marcaron.
—Como tú digas, Usul. Debemos apresurarnos.
Corrieron por los pasillos de la no-nave, utilizando pasajes privados donde habría pocas cámaras de seguridad, y abrieron una de las miles de cabinas vacías que no se usaban. Entraron juntos. ¿Qué pensarían las observadoras de la Hermandad de aquello?
—Antes de empezar tendría que tumbarme. —Se sentó en la estrecha cama. Chani le llevó agua del dispensador de la pared y él bebió con agradecimiento—. Cuida de mí, Chani.
—Lo haré, Usul.
Paul olfateó las obleas de especia, tratando de adivinar cuánta debía consumir, aunque fingió que ya lo sabía. El olor era enloquecedor, apetitoso, aterrador.
—Ten cuidado, mi amor. —Chani le besó en la mejilla, y luego le besó los labios algo vacilante. Retrocedió.
Paul comió una oblea entera, la tragó antes de perder los nervios, cogió un poco más y comió. Finalmente, sintiéndose como si acabara de saltar del borde de un acantilado, se tumbó y cerró los ojos. Un hormigueo entumecedor empezaba a subirle por las extremidades. Su cuerpo empezó a descomponer la sustancia en su interior, y sintió la energía liberada recorriendo caminos en otro tiempo familiares para su cuerpo Atreides.
Y cayó en un hoyo de Tiempo.
Mientras todo se oscurecía y se sumía en un trance más profundo, perdido, buscando el camino en su interior, veía flashes, rostros conocidos: su padre el duque Leto, Gurney Halleck, y la princesa Irulan, de una belleza glacial. En aquel nivel, sus pensamientos no estaban enfocados. No habría sabido decir si se trataba de destellos reales de memoria o solo eran datos que había encontrado en los archivos y que salían a la superficie. Oía a su madre, Jessica, leyéndole unas palabras; oía la letra de una canción obscena que Gurney siempre cantaba cuando tocaba el baliset; los intentos infructuosos de Irulan por seducirle. Pero aquello no era suficiente, no era lo que buscaba.
Paul se sumergió más adentro. La especia daba nitidez a las imágenes, hasta que los detalles fueron demasiado intensos, demasiado difíciles de discernir. De pronto los fragmentos se unieron y tuvo una visión auténtica, como una instantánea de realidad que estallaba en su interior: él estaba tendido en un suelo frío. Le habían clavado un cuchillo y sangraba. Notaba la sangre caliente derramándose por el suelo. Su sangre. A cada latido de su corazón herido, su cuerpo perdía más sangre.
Era una herida mortal; lo supo con la misma certeza con que lo sabe un animal que se esconde para morir. La cabeza le daba vueltas. Trató de mirar más allá para ver dónde estaba, quién estaba con él.
Se consumiría y moriría allí…
¿Quién le había matado? ¿Qué lugar era aquel?
Al principio pensó que él era el antiguo Predicador Ciego, cuando murió entre la multitud ante el templo de Alia en el caluroso Arrakeen…, pero no, aquel lugar no era Dune. No había ninguna multitud, ni veía el sol del desierto. Por encima podía vislumbrar el contorno de un techo ornamentado, una extraña fuente muy cerca. Estaba en un palacio, una gran estructura abovedada y con columnas. Quizá era el palacio del emperador Muad’Dib, como el modelo que los gholas habían construido en la sala de recreación. No habría sabido decirlo.
Y entonces recordó un suceso que conocía por sus pesquisas en la biblioteca. El conde Fenring le había apuñalado… un intento de asesinato que habría situado a la hija de Feyd-Rautha y dama Fenring en el trono. En aquella ocasión Paul había estado a punto de morir.
¿Estaba viendo un flashback de aquel momento crucial de los primeros años de su reinado, durante la época más sangrienta de su Yihad? ¡Era tan vivido!
Pero ¿por qué, de todos los recuerdos que llevaba encerrados en su interior, iba a aflorar precisamente aquel? ¿Cuál era el significado de aquello?
Había algo que no estaba bien. El recuerdo no parecía cristalizado, permanente. Quizá después de todo la melange no había despertado sus recuerdos. ¿Y si lo que había hecho había sido despertar la famosa presciencia Atreides? Quizá era una visión de algo que aún no había sucedido.
Mientras yacía retorciéndose en el lecho, completamente inmerso en la visión inducida por la especia, Paul sentía el dolor de la herida como si fuera insoportablemente real.
¿Cómo puedo evitar que esto suceda? ¿Estoy viendo el futuro, es una visión de cómo morirá mi ghola?
La escena se emborronó. El Paul moribundo seguía sangrando en el suelo, con las manos cubiertas de rojo. Al levantar la vista, se vio con sorpresa a sí mismo, un rostro joven, idéntico al que veía cada día al mirarse en el espejo. Pero aquella versión de su cara era pura maldad, con ojos burlones y una risa triunfal y fanfarrona.
—¿Ya sabías que te iba a matar? —gritó su otro yo—. Podías haberte clavado la daga con tus propias manos. —Y consumió más especia, con manos ávidas, como un vencedor tomando el botín.
Paul se veía reír a sí mismo, y sentía que la vida se le iba…
— o O o —
Alguien le estaba sacudiendo, tratando de sacarlo de la oscuridad. Los músculos y las articulaciones le dolían terriblemente, pero aquello no era nada comparado con el dolor punzante de la herida de cuchillo.
—Ya vuelve en sí. —La voz de Sheeana, grave, casi severa.
—¡Usul, Usul! ¿Me oyes? —Alguien le había cogido de la mano. Chani.
—No puedo arriesgarme a darle ningún otro estimulante. —Era una de las doctoras suk Bene Gesserit. Paul las conocía a todas, porque se habían mostrado enloquecedoramente eficientes en sus chequeos de los gholas buscando posibles defectos físicos.
Sus ojos pestañearon, pero su mirada estaba velada por una bruma azul especia. Vio a Chani, preocupada. Su joven rostro era tan bello…, y contrastaba tanto con la imagen de perversidad que aún veía de sí mismo.
—Paul Atreides, ¿qué has hecho? —preguntó Sheeana inclinándose sobre él—. ¿Qué esperabas conseguir? Esto ha sido una estupidez.
Él contestó con voz seca, apenas un graznido.
—Me estaba… muriendo. Me apuñalaban. Lo he visto.
Aquello asustó y a la vez entusiasmó a Sheeana.
—¿Has recordado tu primera vida? ¿Cuando eras un ciego y te apuñalaron en Arrakeen?
—No. Era diferente. —Buscó en su mente, y comprendió la verdad. Había tenido una visión, pero no había conseguido despertar sus recuerdos.
Chani le dio agua, y él bebió con ansia. La doctora suk se inclinó sobre él, tratando de ayudar, aunque poco podía hacer.
Mientras aún estaba saliendo de la bruma azul, Paul dijo:
—Creo que ha sido presciencia. Pero sigo sin recordar mi vida real.
Sheeana dedicó a las otras Bene Gesserit una mirada aguda y perpleja.
—Presciencia —repitió él, esta vez con más convicción.
Si su idea era ahuyentar las preocupaciones de Sheeana, no lo consiguió.
La carne se rinde. La eternidad recupera lo que es suyo. Nuestros cuerpos solo han agitado las aguas brevemente, han bailado con una cierta embriaguez ante el amor por la vida y el yo, han manejado algunas ideas extrañas, y luego se han sometido a los instrumentos del Tiempo. ¿Qué podemos decir de esto? He estado. No existo… y sin embargo he estado.
P
AUL
A
TREIDES
,
Memorias de Muad’Dib
Ahora que volvía a ser él mismo, el barón Vladimir Harkonnen se dio cuenta de que en Caladan siempre tenía cosas que hacer, siempre estaba ocupado, aunque no como él habría querido. Desde su despertar, se había esforzado por comprender su nueva situación, y cómo los Atreides habían echado a perder el universo después de su marcha.
En otro tiempo, la Casa Harkonnen había estado entre las más acaudaladas del Landsraad. Ahora aquella gran casa ni siquiera existía, salvo en su recuerdo. El barón tenía mucho trabajo por delante.
Intelectual y emocionalmente tendría que haberle complacido ser el señor del planeta natal de sus enemigos mortales, pero Caladan no podía compararse a su amada Giedi Prime. Se estremeció al pensar en el aspecto que tenía ahora, y deseó poder volver y restituirlo a su antigua gloria. Pero no tenía a su lado a ningún Piter de Vries, a ningún Feyd-Rautha, ni siquiera el tonto pero útil de su sobrino Rabban.
Sin embargo, Khrone se lo había prometido todo… siempre y cuando ayudara a los Danzarines Rostro con su plan.
Ahora que había recuperado sus recuerdos, se le permitían algunos entretenimientos. En las mazmorras del castillo tenía juguetes. Canturreando para sus adentros, Vladimir bajó hacia los niveles inferiores, y se detuvo a escuchar aquellos encantadores susurros y gemidos. Sin embargo, en el momento en que entró en la cámara principal, se hizo el silencio.
Sus juguetes estaban dispuestos a todo alrededor, de acuerdo con sus instrucciones precisas: potros con utillajes para estirar, estrujar, y cortar partes del cuerpo. Máscaras en las paredes con dispositivos electrónicos internos que enloquecían al portador, e incluso podían eliminar el cerebro si el barón así lo decidía. Sillas con conexiones para electrocutar y lengüetas que podían instalarse en lugares curiosos. Infinitamente mejor que nada de lo que Khrone había utilizado con él.
Dos hermosos mozos —algo más jóvenes que él— colgaban de las paredes sujetos con unas cadenas. Sus ojos seguían cada uno de sus movimientos llenos de terror y de una profunda tristeza. Tenían las ropas rotas donde él las había desgarrado para sus juegos.
—Hola, mis bellezas. —Ellos no contestaron con palabras, pero vio que se encogían—. ¿Sabíais que los dos tenéis sangre Atreides corriendo por vuestras venas? Tengo registros genéticos que lo demuestran.
Los dos lo negaron, gimoteando, aunque en realidad no tenían forma de saberlo. Después de tanto tiempo, aquel linaje estaba tan diluido que nadie habría podido saberlo sin unas pruebas genéticas exhaustivas. Bueno, lo que importa es el sentimiento, ¿no es verdad?
—¡No podéis culparnos por los pecados de hace siglos! —gritó uno lastimosamente—. Haremos lo que quieras. Seremos tus siervos leales.