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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Cazadores de Dune (9 page)

BOOK: Cazadores de Dune
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Scytale pegó sus piernas delgadas al pecho y las rodeó con los brazos. No importaba. Aunque ahora se le permitía moverse por una zona mucho más amplia de la nave, su encarcelamiento se había convertido en una sucesión insoportable de días y años, independientemente de la forma en que los dividieran.

Y lo espacioso de sus austeros alojamientos y las zonas de confinamiento no podían hacerle olvidar que seguía estando encarcelado. A Scytale solo se le permitía abandonar aquella cubierta bajo una estricta vigilancia. Después de tanto tiempo ¿qué pensaban que iba a hacer? Si el
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seguía vagando tarde o temprano tendrían que bajar las barreras. Y, aun así, el tleilaxu prefería permanecer al margen del resto del pasaje.

Hacía mucho tiempo que nadie hablaba con él. ¡Sucio tleilaxu! Seguramente tenían miedo de su tara. O quizá es solo que les gustaba aislarle. Nadie le explicaba los planes que tenían, nadie le decía adónde iba aquella inmensa nave.

La bruja Sheeana sabía que les estaba ocultando algo. A ella no podía engañarla… no era bueno. Al inicio del viaje, el maestro tleilaxu había revelado a regañadientes el secreto para crear especia en los tanques axlotl. Los suministros de melange de la nave eran claramente insuficientes para la gente que viajaba a bordo, y él les había dado una solución. Aquella revelación inicial —una de sus mejores cartas para negociar— también le beneficiaba a él, porque temía al síndrome de abstinencia de la especia. Así que regateó enérgicamente con Sheeana y finalmente consiguió el acceso a la base de datos de la biblioteca y confinamiento en una sección mucho más amplia de la no-nave.

Sheeana sabía que aún tenía al menos otro importante secreto, una información de vital importancia. ¡La bruja lo intuía! Pero nunca habían llevado a Scytale a los extremos necesarios para que revelara su secreto. Todavía no.

Por lo que sabía, él era el único de los maestros originales que quedaba. Los tleilaxu perdidos habían traicionado a su gente, se pusieron del lado de las Honoradas Matres, que destruyeron todos los mundos sagrados de los tleilaxu. Al huir de Tleilax, vio a las feroces rameras lanzar su ataque contra la ciudad sagrada de Bandalong.

Solo de pensarlo los ojos se le llenaban de lágrimas.

¿Soy yo el Mahai, el Maestro de Maestros, por defecto?

Scytale había escapado de las Honoradas Matres y pidió asilo entre las Bene Gesserit de Casa Capitular. Ellas le protegieron, sí, pero no estaban dispuestas a negociar si él no les revelaba sus secretos sagrados. ¡Todos! En un primer momento, la Hermandad quiso tanques axlotl para crear sus propios gholas, y él tuvo que darles la información. Un año después de la destrucción de Rakis, crearon un ghola del bashar Miles Teg. Luego la Madre Superiora lo presionó para que descubriera cómo utilizar los tanques para fabricar melange, y él se negó, porque lo consideraba una concesión excesiva.

Por desgracia, Scytale guardó sus conocimientos especiales demasiado celosamente, y trató de conservar su ventaja demasiado tiempo. Y cuando decidió revelar el funcionamiento de los tanques axlotl las Bene Gesserit ya habían encontrado otra solución. Habían llevado al planeta pequeños gusanos de arena, y sin duda la melange acabaría por llegar. ¡Había sido un necio al negociar con ellas! ¡Al confiar en ellas! La baza que tenía se convirtió en algo inútil…, hasta que los pasajeros del
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no necesitaron especia.

De todos los secretos que Scytale llevaba consigo, solo quedaba el más importante, y ni siquiera su apurada situación había sido bastante para que lo revelara. Hasta ahora.

Todo había cambiado. Todo.

Scytale bajó la vista a su plato de comida sin tocar. Comida powindah, comida impura de los extranjeros. Trataban de disfrazarla para que comiera, pero él sospechaba que cocinaban utilizando sustancias impuras. Aun así, no tenía elección. ¿Preferiría el profeta que muriera de hambre antes que tocar comida impura… sobre todo ahora que se había convertido en el último de los grandes maestros?

Él solo llevaba sobre sus hombros el futuro del que fuera un gran pueblo, el intrincado conocimiento del lenguaje de Dios. Su supervivencia era más vital que nunca.

Recorrió el perímetro de sus cámaras privadas, midiendo los pasos de su encierro. El silencio pesaba sobre él como una losa.

Sabía exactamente lo que tenía que hacer. Y en el proceso ofrecería los últimos retazos que le quedaban de dignidad y sus conocimientos secretos; tenía que lograr las máximas ventajas posibles.

¡El tiempo se agotaba!

Le dio un vahído, notó que se le hacía un nudo en el estómago y se llevó la mano al abdomen. Se echó sobre el catre, tratando de ahuyentar el martilleo que sentía en la cabeza y los retortijones de la tripa. Podía sentir la muerte reptando por su interior. La degeneración corporal ya se había iniciado y en aquel mismo momento seguía propagándose por su organismo, los tejidos, las fibras musculares, los nervios.

Los maestros tleilaxu nunca se habían planteado una eventualidad como aquella. Scytale y los otros maestros habían sobrevivido a numerosas vidas en serie. Sus cuerpos morían, pero siempre volvían, y sus recuerdos despertaban en un ghola tras otro. Siempre había una nueva copia desarrollándose en un tanque, lista para cuando hiciera falta.

Como magos de la genética, los grandes tleilaxu creaban su propio camino yendo de un cuerpo físico al siguiente. Sus métodos se habían perpetuado durante tantos milenios que se dejaron llevar por la complacencia. Orgullosos y ciegos, no se plantearon adonde podía arrojarles el destino.

Y ahora los planetas tleilaxu habían sido invadidos, sus laboratorios habían sido saqueados, y los gholas de los maestros destruidos. No había ninguna reencarnación de Scytale esperándole. No tenía a donde ir.

Y se estaba muriendo.

Al crear los sucesivos gholas, los maestros tleilaxu no habían malgastado esfuerzos buscando la perfección. Para ellos eso era un gesto de arrogancia a los ojos de Dios, porque toda criatura humana debía ser imperfecta. Así pues, los gholas de los maestros habían ido acumulando numerosos errores genéticos, que con el tiempo resultaron en una vida más corta para cada cuerpo.

Scytale y sus compañeros maestros habían preferido pensar que la menor duración de las sucesivas encarnaciones no era relevante, porque siempre podían reaparecer en un cuerpo nuevo. ¿Qué importancia tenía una década o dos, mientras la cadena de gholas permaneciera intacta?

Por desgracia, ahora Scytale se enfrentaba a la tara fatal, solo. No había gholas suyos, ni tanques axlotl que pudiera utilizar para crearlos. Pero las brujas podían hacerlo…

No sabía cuánto tiempo le quedaba.

Scytale conocía demasiado bien sus procesos corporales, y le atormentaba aquella degeneración. Siendo optimistas, quizá aún le quedarían quince años. Hasta ahora, Scytale se había aferrado al último secreto que llevaba oculto en su cuerpo, negándose a utilizarlo para negociar. Pero su resistencia ya había cedido. Era el último portador de los secretos de los tleilaxu, y no podía arriesgarse a seguir posponiéndolo. La supervivencia era más importante que los secretos.

Se llevó la mano al pecho, consciente de que, bajo la piel, llevaba implantada una cápsula nulentrópica que hasta la fecha nadie había detectado, un diminuto tesoro de células que los tleilaxu habían reunido por miles a lo largo de miles de años. Allí dentro tenía muestras secretas de figuras clave de la historia, tomadas de sus cadáveres: maestros tleilaxu, Danzarines Rostro… incluso Paul Muad’Dib, el duque Leto Atreides y Jessica, Chani, Stilgar, el tirano Leto II, Gurney Halleck, Thufir Hawat y otras figuras legendarias que se remontaban hasta Serena Butler y Xavier Harkonnen en la Yihad Butleriana.

Seguro que la Hermandad la querría. Concederle la libertad de movimiento por la nave sería una pequeña concesión comparada con la recompensa que él quería.
Mi propio ghola.
Continuidad.

Scytale tragó con dificultad, sintiendo los tentáculos de la muerte por dentro, y supo que no había vuelta atrás.
La supervivencia es más importante que los secretos,
repitió para sus adentros en la intimidad de su mente.

Mandó una señal pidiendo la presencia de Sheeana. Haría a las brujas una oferta que no podrían rehusar.

11

Llevamos nuestro grial en nuestra mente. Sujétalo con suavidad y reverencia si alguna vez aflora a tu conciencia.

M
ADRE
SUPERIORA
D
ARWI
O
DRADE

El aire olía a especia, basta, sin procesar, con el aroma acre de la mortífera Agua de Vida. El aroma del miedo y el triunfo, la Agonía que toda Reverenda Madre en potencia debe afrontar.

Por favor,
pensó Murbella,
que mi hija sobreviva a la prueba, como hice yo.
No sabía a quién le estaba rezando.

Como madre comandante, tenía que demostrar fuerza y seguridad, independientemente de cómo se sintiera por dentro. Pero Rinya era una de las gemelas, una última y débil conexión con Duncan. Las pruebas habían demostrado que estaba cualificada, que tenía talento y que, a pesar de su juventud, estaba preparada. Rinya siempre había sido la más agresiva de las gemelas, siempre tenía un objetivo, siempre buscaba lo imposible. Quería convertirse en Reverenda Madre tan joven como cuando Sheeana lo hizo. ¡Con catorce años! Murbella admiraba a su hija por aquella fuerza, y temía por ella.

En un segundo plano, oía la voz profunda de Bellonda, Bene Gesserit, discutiendo acaloradamente con su homóloga, la honorada matre Doria. Algo habitual. Aquellas dos estaban riñendo en el pasillo de la torre de Central de Casa Capitular.

—¡Es joven, demasiado joven! No es más que una niña…

—¿Una niña? —dijo Doria—. ¡Es la hija de la madre comandante y Duncan Idaho!

—Sí, sus genes son fuertes, pero sigue siendo una locura. Arriesgamos demasiado al presionarla de esta forma a una edad tan temprana. Dejadle otro año.

—Una parte de ella es Honorada Matre. Por sí solo eso tendría que bastar para que pasara la prueba.

Todas se volvieron a mirar cuando las supervisoras, ataviadas con túnicas negras, llegaron desde una antesala con Rinya. Como madre comandante y Bene Gesserit, se suponía que Murbella no debía mostrar favoritismo hacia sus hijas. De hecho, en la Hermandad la mayoría de las niñas no conocían la identidad de sus padres.

Rinya había nacido unos minutos antes que su hermana Janess. La joven era un prodigio, ambiciosa, impaciente, y estaba indudablemente dotada; su hermana tenía esas mismas cualidades, solo que con un toque de cautela. Rinya siempre tenía que ser la primera.

Murbella había visto cómo sus hijas gemelas sobresalían en cada desafío, y por eso accedió a la petición de Rinya. Si alguien tenía un potencial superior, era ella… al menos eso quería creer.

Los momentos actuales de crisis obligaban a la Nueva Hermandad a asumir mayores riesgos que de costumbre, a arriesgarse a perder hijas para conseguir las tan necesitadas Reverendas Madres. Si Rinya fallaba, no habría una segunda oportunidad para ella. Ninguna. Murbella tenía un nudo en el pecho.

Con movimientos mecánicos, las supervisoras sujetaron los brazos de Rinya a una mesa para evitar que en medio de los dolores de la transición pudiera golpearse. Una de ellas dio un tirón demasiado fuerte a la correa de su muñeca izquierda y la joven hizo una mueca y le lanzó una fugaz mirada de disgusto… ¡un gesto tan típico de una Honorada Matre! Pero Rinya no se quejó. Sus labios se movieron levemente, formando unas palabras, y Murbella las reconoció: la antigua Letanía Contra el Miedo.

No debo temer…

¡Bien! Al menos no era tan arrogante para ignorar la dureza de lo que tenía por delante. Murbella aún se acordaba de cuando ella pasó por la prueba.

Murbella miró un instante hacia la puerta, y vio que Bellonda y Doria finalmente habían dejado de picarse. La segunda gemela entró en la sala. Janess, que debía su nombre a una mujer de la antigüedad que había salvado al joven Duncan Idaho de los Harkonnen. Duncan le había contado la historia una noche, después de hacer el amor con ella, pensando sin duda que Murbella lo olvidaría. Él mismo jamás se había aprendido los nombres de sus hijas: Rinya y Janess, Tanidia, que acababa de iniciar su instrucción como acólita, y Gianne, que solo tenía tres años y nació justo antes de que Duncan huyera.

Janess parecía reacia a entrar en la habitación, pero no quería dejar a su hermana sola durante aquella prueba. Se apartó el pelo negro y rizado de la cara, dejando al descubierto la mirada de temor de sus ojos. No quería pensar en lo que podía pasar cuando Rinya ingiriera el veneno. Agonía de Especia. Incluso las palabras evocaban algo misterioso y terrorífico.

Murbella miró a la mesa y vio que su hija musitaba la Letanía otra vez:
El miedo mata la mente…

No parecía consciente de la presencia de Janess ni de ninguna de las otras mujeres que había en la sala. El aire tenía el aroma intenso y embriagador de la canela y las posibilidades. La madre comandante no podía intervenir, ni tan siquiera debía tocar la mano de la joven para reconfortarla. Rinya era fuerte y decidida. Y el ritual no tenía nada que ver con sentirse tranquila, se trataba de demostrar la capacidad de adaptación y supervivencia. Era una lucha contra la muerte.

El miedo es la pequeña muerte que acarrea la aniquilación total…

Analizando sus emociones (¡como una Bene Gesserit!), Murbella se preguntó si temía perder a Rinya como Reverenda Madre potencial para la Hermandad o como persona. ¿O quizá temía perderla porque era uno de los pocos recuerdos tangibles que le quedaban de su largamente perdido Duncan?

Rinya y Janess tenían once años cuando la no-nave desapareció con su padre. En aquel entonces las gemelas eran acólitas, y estaban recibiendo un estricto adoctrinamiento Bene Gesserit. Y en todos aquellos años, antes de que Duncan partiera, no se había permitido que las pequeñas lo conocieran.

La mirada de Murbella se cruzó con la de Janess, y una llamarada de emoción pasó entre ellas como volutas de humo. Se dio la vuelta y se concentró en la joven que estaba sujeta a la mesa, reconfortándola con su presencia. La tensión que veía en el rostro de su hija avivaba las llamas de sus dudas.

Bellonda entró en la sala sofocada, perturbando sus meditaciones solemnes. Echó un vistazo al rostro de Rinya, que de forma tan imperfecta ocultaba su ansiedad, y luego miró a Murbella.

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