—¿Por qué me miras así, coño?
—Nada, una tontería.
—Dilo, cojones.
—No sé, te he visto una sonrisa distinta.
—Eres un buen tipo, colega, pero lo mismo no conoces a Malamadre, nadie me conoce, ni la Patri me conoció.
—Acaso no dejaste que lo hiciera.
—Mira, capullo, métetelo en esa cabecita, en mi vía solo hay que tener una cara, y esta es la que tengo; si no, estás perdío.
Baja la cabeza y me da la espalda. Tachuela me mira con el ceño fruncido y hace un gesto de que me vigila. Lo dice desde abajo, que le saco tres cuartas. Y eso hace que sienta un escalofrío, como si tuviera cogidas mis partes con garras de buitre. Es curioso, ni con Malamadre ni con Releches me pasa eso. Solo con Tachuela. Tengo que tener cuidado con él. Malamadre no se ha dado cuenta, pero es también de los que piensan. ¿Qué es ese alboroto? La gente corre hacia el final de la galería, rumbo al módulo 4. De la 177 y de la 193 han salido a ver qué pasa. Ahí están dos de los vascos. Me acerco y les aseguro que no ocurre nada, ojalá me hayan visto hacerlo a través de las cámaras, lo entenderán si lo han observado. Voy a acercarme también a la 217. «Tranquilos, no pasa nada. Ni tocarlo, ¡eh!», los dos tipos dicen que sí, pero uno le ha puesto el pincho en el cuello al Rubio. «Ten cuidado, que te la tendrás que ver con Malamadre si haces una tontería», le repito. Separa un poco el pincho. Pero el Rubio está demacrado. Sabe que estos tipos no titubean cuando llega la hora. Oigo la voz de Tachuela llamando a Malamadre. Si lo han visto, alguien habrá caído en que me he acercado a tres celdas, no a todas, solo a tres. Si se deciden a entrar, que sepan adónde tienen que ir para evitar la masacre. Veo correr a Malamadre. Tachuela lo espera allí, al final de la galería, haciendo aspavientos. Será mejor que vaya. «Calzones piensa», le oigo decir. Mejor que si pienso sepa sobre lo que tengo que pensar.
Algo no iba bien, nada bien. Lo dedujimos de las carreras de los geos, que se iban agrupando en la zona de acceso al módulo 5. Yo realizaba gestiones para tratar de localizar a Elena. La llamada de la funcionaria desde el hotel me había intranquilizado, porque esa chica, en el estado emocional en el que se encontraba, podía hacer cualquier tontería. Me ayudaba Fermín.
—Ya tengo los teléfonos de Santander, Armando, ¿qué hago?
—Llama, pero con discreción, Fermín. A ver si la chica ha contactado con ellos, si tenía algo que hacer hoy, sin darle importancia.
—Vale, ¿has llamado a la policía?
—Eso voy a hacer, pero no será fácil encontrarla. Hay muchas chicas rubias hermosas en la calle. Me temo que tendremos que esperar a que se deje ver.
José Utrilla colgó el teléfono y me urgió: «Armando, el geo nos quiere ver de inmediato». En el puesto de mando de la «Operación Malamadre» reinaba cierto caos. Gerardo Niebla y uno de sus ayudantes miraban un monitor y daban órdenes a través de los micrófonos pegados a los labios. «Agrúpense», «grupo de asalto preparado en la línea», «el oso sigue en la cueva». No entendía casi nada, pero estaba claro que se había acabado la espera. Algo estaba pasando que obligaba a los geos a intervenir.
—¿Las celdas pueden atrancarse desde dentro?
La pregunta de Niebla rebotó en Utrilla y en mí. Fue el jefe el que contestó.
—No creo.
Niebla hizo un gesto. Nos acercamos a la televisión y, créanme, pegamos un respingo. En el módulo 5 todos corrían. Lo hacían a cara descubierta, sin las capuchas que malamente habían fabricado por orden de Malamadre.
—¿Qué creen?
—¿Ordenó actuar a sus hombres?
—No.
—No entiendo, entonces.
No, yo no entendía lo que pasaba. Niebla pidió que se enfocara la 191. Uno de los que estaban en la puerta entró en la celda y volvió a salir. Preguntaban a los que volvían del módulo 4, pero era tal la algarabía que no distinguíamos palabra alguna, aunque sí los rostros crispados de los reclusos. Vimos a Malamadre salir corriendo. Allí estaba también Juan. Se había quitado la capucha y pasaba por delante de la 191. Ni un gesto.
—Síguelo —ordenó Niebla.
Pero justo a la altura de la 215 la cámara se paró. No podía bascular más.
—Puede que no todos los etarras estén en la 191, pudieron sacar a alguno mientras no los veíamos y trasladarlo al 4.
Niebla tomó el teléfono directo que comunicaba con el Ministerio.
—Sí, señor ministro..., no sabemos..., creo que corren peligro..., estamos listos.
Acabó de hablar, se ajustó de nuevo el micrófono y avisó a todos: «Alerta verde, alerta verde».
Pero ¿qué coño está pasando? Hay sangre por las paredes y en el suelo. «¡Dejadme pasar, cojones!», grito, pero la gente no se aparta. Hacen un corro y jalean. «Dale, dale», chillan. No veo a Malamadre. A Tachuela sí, tiene los brazos en aspas y contiene a dos tipos con el rostro congestionado. Por los etarras no hay que temer, pero ¿y si los polis se han atrevido a entrar?, ¿y si han cogido a alguno? Tengo que llegar a la primera línea. Lo hago a codazos. «Pedazos de mierda, abriros, coño», vuelvo a gritar. Esto me recuerda la mili, cuando llegaba el correo al campamento y todos queríamos ser los primeros en recibir las cartas. «Querido Juan: Espero que a la presente estés bien...». Elena siempre ha sido muy clásica escribiendo. «Qué formal eres, coño», le reprocho muchas veces. «Es que estoy acostumbrada a los patrones de carta de la secretaría, Juan, no te enfades», y me hace un mohín. Al jefe le hacía tilín, menos mal que dejó ese trabajo. «Ese tío se quiere acostar contigo», le advertí. Siempre le han gustado mis celos, le hacen sentirse importante para mí. Pero yo sé que le miraba las piernas y el culo y que quería que fuese con él a los viajes «por si tengo que redactar alguna carta, Elena, entiéndalo». Pero ella siempre le respondía que no: «Búsquese a otra si necesita una acompañante», y yo me la comía a besos. Jo, cuántas ganas de verte tengo, mi amor. Ahí está Malamadre.
—Tranqui, Calzones, no pasa na.
En el suelo hay dos tíos bañados en sangre y no pasa nada. Otro más allá está inerte. Su rostro es como un molde de cera roja.
—Ajuste de cuentas, na importante.
—¿Está muerto aquel?
—Más que mi bisabuelo, Calzones, hiede ya.
—Y esos ¿quiénes son?
—Dumbo, del 4, y el Legionario, del 5, uno vende mierda y el otro la compra, ¿te suena de algo?
—Sí.
—Como a tu hermano, Calzones, pero en bestia, le dieron solo polvo talco.
Legionario se levanta, da dos pasos y vuelve a caer. Tiene por torso un colador. Dumbo permanece en el suelo, en un charco de sangre, inmóvil. Al primero que cayó se lo han llevado hacia el 5.
—Y ese, Malamadre, ¿quién era?
—El pincho del Dumbo, coño, el Legionario le hizo la estética.
... La hostia, Tachuela, lo dijo el Calzones como el que no quiere la cosa, joputa, es que tenía cerebro, Malamadre, el pincho del Dumbo tiene el mismo pelo que el etarra rubio y se lo han llevao dándole leches al bulto, si la pasma cree que es uno de ellos la joemos, ni negociación ni na, dijo, y yo dije joé, pues es verdá, ¿te acuerdas, Tachuela?, no corrías tú na, tos detrás del fiambre, tranqui, quietos, pero na, que lo llevaban como si lo fueran a tirar al río y no había manera de que pararan, coño, me cago en mi madre, joputas, que joéis to, gritaba, pero na, ni Malamadre ni San Pedro, coño, los tíos estaban como locos, ¿verdá, Tachuela?, y así hasta el 5, joé, echando el bofe por la boca, pero na, y encima el Releches que sale de la 217 y coge también al fiambre y se pone perdío de sangre, el joputa del Releches, que quién coño le mandó dejar su puesto, no lo vuelvas a hacer que te comen como pitraco mañana los gusanos, so cabrón, y cómo me miró el Releches, ¿eh?, hasta que le di la hostia, cabronazo, tú a pinchar cuando yo te lo diga, solo pinchar, no te cagues más en Malamadre, le dije, y bajó los ojos, ¿recuerdas, Tachuela?, en realidad era un cobarde, pegao a mí siempre, pero incapaz de ser hombre, perro faldero el joputa, vaya cómo nos la jugó...
A la altura de la 215 dejaron el cuerpo. Gerardo Niebla se tiró sobre el televisor. «Centra y aumenta, coño». Aquello que yacía sobre el suelo era un fardo rojo al que solo se le distinguía el pelo rubio.
—Ahí está ese, ¿cómo se llama?
—Releches.
—Entró en la 191 con los vascos.
—Sí, él los custodiaba.
—Mirad su camisa y sus pantalones ensangrentados.
—Pero ¿el que está en el suelo es el Chema Ibarrondo ese?
—¿Qué creéis?
—No sé.
Nadie lo sabía. El corte de pelo parecía el mismo.
—Ponme el vídeo.
Gerardo Niebla quería volver a visionar la escena de Malamadre presentando a los rehenes.
—Ahí está. Para la imagen. ¿Os parece? Tiene las zapatillas blancas, igual que este, ¿verdad?
Utrilla le dijo que sí. Yo maticé, por si acaso:
—Muchos llevan zapatillas blancas.
—¿Todas son Adidas?
—No sé, Niebla, no sé.
Volvió a colgarse del teléfono. «Un muerto o muy malherido... Tenemos la duda, señor ministro, pero pudiera ser», afirmó.
Cuando regresó, los pies de otro cuerpo exangüe aparecían en un margen del televisor. No era fácil mantenerse tranquilo en esas circunstancias, pero les hubiese sorprendido la frialdad de Niebla y de sus ayudantes.
—Vamos allá, dijo.
Y todos comprendimos que desde el Ministerio le habían dado carta blanca para actuar.
«Grupo de asalto en la línea. Preparados», ordenó con firmeza.
Me alegré de no estar en la zona de seguridad en ese momento. Germán, Fermín y los compañeros debían de estar pasándolo mal. Si algo fallaba y los internos alcanzaban aquel enclave, algo improbable, pero posible, no me hubiese gustado estar en su pellejo. No pongan esa cara, en un mundo como este hay que ser egoísta, pensar en uno mismo, porque no tratamos con personas normales, sino con asesinos, auténticos animales. Han hecho estudios, seguro que los conocen, lo llevan en los genes, no pueden ser de otra manera porque tienen la mala leche incrustada en las células, en todas y cada una de ellas, y son millones.
—Preparados —repitió Niebla—. Confirmen.
Ahora aparecía tenso. Me recordó al anterior jefe de servicios, Sanjuán, en la revuelta del 98. Era un poco encorvado, pero aquel día cualquiera diría que se había puesto una vara de acero por columna.
—Cuenta atrás. Al cero, dentro. Tres, dos, uno...
... Rápido, hay que sacarlos de la celda, coño, rápido, que los traigan aquí, joé, Tachuela, me dejó con la boca espantá el Calzones, que los traigan aquí, gritaba, y a mí ni me miraban, a la mierda Malamadre, hala, tos corriendo a traer a los etarras, pero qué hace, me preguntaste, ¿recuerdas, Tachuela?, qué coño quiere hacer, y los sacaron a empujones, como no comprendían na, alguno les dio patás, por cabrones, decían, ¡pero si no habían hecho na los joputas!, y Calzones, aquí, aquí, los quiero aquí, y los muertos allí solos, Tachuela, nadie se acordó de ellos, allí tiraos, así, que se les vea la cara, pedía el Calzones, y levantó la mano, ¿lo ven?, decía, y miraba el tío pa la paré, y yo me preguntaba si se había vuelto reloco el Juan, ¿lo ven?, repetía, y yo, vamos a ver, Calzones, coño, pero qué mierda estás haciendo, y él, déjame, Malamadre, aquí está el Rubio, y lo señalaba, y yo miraba pa la paré y no veía na de na, solo la rejilla del aire acondicionao, y tú, Tachuela, con la boca abierta, que te hubiese entrao una legión de moscas sin que te enteraras, tío, y el Releches, qué pasa, preguntaba, to rojo, el cabrón, por la sangre y la hostia que le di, que como te cagues otra vez en Malamadre te enteras, rata de cloaca, le dije, y que vienen, que vienen, gritaban desde el fondo de la galería, y unos corrían pa allí con los hierros y las pipas caseras y otros pa el otro lao, los etarras acojonaos con los pinchos en los cuellos, tranquilos, gritaba el Calzones, to bien, y miraba pa la paré, y yo a la gente y la gente decía que to bien y tú también, Tachuela, ¿qué no?, sí, tú también, que te vi, y yo pensé que to el mundo se había vuelto loco, coño con el Juan, cómo le funcionaba el coco...
—Tranquilos, ¡eh!
A mi alrededor se ha hecho un silencio sepulcral. Todos me miran. Cesan las carreras de aquí para allá y no se oye nada desde la zona de seguridad. La situación está dominada. Malamadre quiere una explicación.
—Mira, Calzones, que estoy de mu mala hostia.
—Tranquilo, Malamadre.
—Ni tranqui ni na, qué coño has hecho.
—Evitar que entre la pasma y contemos los muertos de dos en dos.
—¿Por el pincho del Dumbo? No me joas.
—Porque tenemos dos muertos en medio de la galería y ellos no sabían quiénes eran; piensa, coño. Te lo dije, ¿o no?
—Y ¿pa qué mirabas pa la paré?
—Observa allí, en el aire acondicionado, ¿ves la lente?
—A ver..., sí.
—Ya saben que no le hemos hecho nada a los vascos, que los muertos son nuestros.
—Pero joíste el plan, cojones.
—¿Qué era más importante, piensa, que sepan que los teníamos separados o que están vivos? Si quieres, tapa ahora las rejillas y vuelves a cambiarlos, coño.
—Yo estoy al mando del motín, Calzones, no me gusta que me joan.
—Ni yo quiero mandar, para nada, Malamadre, pero tú me dijiste que los vascos eran mi responsabilidad, ¿o no?, pues he hecho lo que había que hacer, ¿o preferías que ahora esto fuese el mostrador de mármol de una carnicería?
—Tiene razón el Calzones —tercia Tachuela—. Me jode tenerlo que decir, Malamadre, pero tiene razón.
No esperaba esto de Tachuela. Le ha echado dos cojones. Malamadre me mira y por una vez no sé interpretar su mirada. Acaso nunca vi el desconcierto en sus ojos.
—Vale, pero la próxima me preguntas, y ten cuidao conmigo, mucho cuidao, Calzones.
—¿Quién se ocupa ahora de estos?
—Tú, sigue tú, na ha cambiao.
Gerardo Niebla se paró en el uno. Utrilla juraba que él oyó «ce...», pero creo que ha visto demasiadas películas de acción. Se detuvo en el uno. «Negativo, negativo», repitió. Y todos respiramos. «Los etarras están bien, señor ministro», certificó por el teléfono. «Pásame con Malamadre», ordenó.
—Mejor aplazamos la reunión unas horas... Afirmativo, lo mandamos...
Malamadre se había mostrado de acuerdo. Lo vimos por el monitor. Dijo «mierda, sí, mejor», y colgó no sin antes pedir un médico, «aquí hay uno agujereado que aún respira». Vimos por el monitor cómo los rehenes volvían a estar agrupados en la 191 y a los internos alrededor de los dos cuerpos inertes que solo podíamos observar parcialmente. El médico certificó que habían muerto después de auxiliar al herido, al que sacaron dos internos en una camilla. Volvieron luego para retirar los cadáveres, pero los reclusos ya no regresaron al módulo 5. «Uno, con la cara desfigurada y dos heridas mortales, un puntazo en la garganta y una puñalada en el corazón; el otro murió desangrado, le he contado veintitantos orificios, y seguro que se me pasaron algunos», informó el doctor Méndez a instancias de Niebla. Le pregunté si Legionario se salvaría y se encogió de hombros. «Vete a saber, Armando, ha perdido mucha sangre y tiene afectados varios órganos, seguro, pero estos tipos son como rocas». Se salvó, quedó maltrecho, pero volvió al centro meses después con el mismo aire marcial que le había visto en los últimos cuatro años. No tardaron en dar la noticia por las radios. Las televisiones también abrieron los informativos con la muerte de los dos internos y la tensión que se respiraba dentro y fuera del centro penitenciario. «Lo que era un simple motín de presos en solicitud de mejoras se ha convertido en un problema de envergadura», sintetizó un analista.