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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

Celebración en el club de los viernes (21 page)

BOOK: Celebración en el club de los viernes
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—¡Pero si mamá no está aquí, abuela! —exclamó Dakota, preocupada por si su bisabuela estaba seriamente confundida.

—Ya lo sé —la abuela chasqueó la lengua—. Pero tu bisabuelo tampoco está aquí, en realidad, ¿sabes? Este es un lugar para los cuerpos, no para las almas.

—¿Se lo dijiste a alguien?

—Simplemente me gustaba la idea de que Georgia estuviera con toda la familia e hice grabar su nombre. Cuando tienes casi cien años nadie te niega nada —continuó diciendo—. Recuerda sacar provecho de ello algún día.

Dakota utilizó una rama de pino que había traído para retirar un poco la nieve de la lápida, con la esperanza de que la bisabuela se diera prisa con lo que fuera que necesitara hacer.

—Bueno, y ahora ¿qué? —preguntó al cabo de unos instantes.

—Pues ahora pensemos —contestó la anciana—. Aquí hay suficiente tranquilidad como para que uno pueda oír al fin sus pensamientos. Rezamos una plegaria, tal vez.

—Yo no rezo, abuela —explicó Dakota—. No es lo mío.

—Seguro que no —asintió la anciana—. Pues entonces quedémonos aquí y presentemos nuestros respetos.

Dakota aguardó en silencio mientras su bisabuela, suponía ella, decía sus plegarias. Observó las nubes que surcaban lentamente el cielo, notó el frío en los dedos de los pies y lamentó no haberse puesto otro par de calcetines. Sin embargo, aunque intentaba estar tan calmada y lúcida como exigía reflexionar junto a una tumba, las ideas se agolpaban en su cabeza. Y su pensamiento no dejaba de volver a su madre una y otra vez.

—Lo siento, abuela, pero esto es horrible —soltó—. La Navidad debería consistir en abrir regalos y comer bollos.

—Es precisamente lo que estaba recordando —dijo la mujer con un brillo lejano en la mirada.

—¿El qué?

—Se puede aprender mucho de los recuerdos —afirmó la anciana—. Tanto de los divertidos como de los duros. Cosas sencillas, en realidad. Solo la idea de que esta era una persona real. Con una vida real. Con carácter, tal vez. Una persona que no era perfecta, pero que era amada.

—Vale, de acuerdo —dijo Dakota—. Pero sigue siendo raro.

—Así pues, ¿nunca vas a la tumba de tu madre?

—A veces —contestó Dakota—. Después del funeral y eso.

—¿Tantos años hace? —La mujer estaba desconcertada, pero intentó ocultar su sonrisa.

—Sí —dijo Dakota—. Resulta extraño estar hablando aquí, ya sabes, de cháchara.

—Yo diría que es un lugar tan bueno como la cocina —repuso la anciana—. Tal vez con menos interrupciones.

Dakota alzó la mirada al cielo.

—¡Oh, ahí está! Mi pequeña Dakota impertinente escondida dentro de esta chica mayor.

—No tan mayor —replicó la joven—. Sé que últimamente estoy metida en muchas cosas. Me siento demasiado presionada. Como si fuera a estropearlo todo. Ya sabes, a cometer un error, a elegir de forma equivocada.

—Y no puedes soportarlo —asintió la bisabuela—. Pudiera ser que aprendieras algo de esa forma. Aunque haría falta un poder muy grande para estropearlo absolutamente todo.

—Ha sido un otoño duro, ¿de acuerdo? —Dakota suspiró—. Da la impresión de que todo el mundo, Donny, Bess, Catherine o Anita, se muere de ganas de contarme todas esas otras facetas de mi madre. Como cosas disparatadas que hizo de adolescente, o que le encantaba hacer pasteles cuando era niña. Detalles que en realidad yo no sabía. Resulta desconcertante. Creía que conocía a mi madre mejor que nadie.

Se levantó un poco de viento y empezó a notarse humedad en el aire, como una advertencia de nieve... o de lluvia.

—Los recuerdos añaden color a los hechos —declaró la anciana, y deslizó el brazo por debajo del de Dakota para emprender el camino de vuelta, con unos movimientos tal vez más lentos que antes—. Las distintas piezas, las distintas relaciones, todas se unen para crear una vida. Cuando eras niña estabas aislada y ahora que eres adulta estás llegando a comprender a tu madre de otra forma. Hace falta acostumbrarse un poco a esta perspectiva. Ella cometió errores y tú también lo harás, pero nadie te querrá menos por eso.

—Recuerdo que a mi madre le gustaban los sándwiches con las sobras del pavo —comentó Dakota—. Nos los comíamos bien entrada la noche, mirando las luces del árbol de Navidad, en la granja de Pensilvania.

—Y si yo no recuerdo mal, Georgia me envió un par de calentadores que tejió para mí en 1982 —dijo la anciana—. Y me los ponía, además, para no enfriarme en el jardín. Eso fue casi tan estupendo como la Navidad que celebramos en octubre.

Donny y ella pasaron semanas preparándose para su visita a casa de la abuela, haciendo todas sus tareas en la granja y ayudando a papá a terminar con la cosecha. Pero el esfuerzo había valido la pena, pensaba Georgia, que dormía en el catre del cuarto de costura de la abuela y percibía el olor de la hierba del jardín de atrás en las sábanas blancas, limpias y almidonadas. Mamá se había resistido a toda la iniciativa, había insistido en que perderse tres semanas del séptimo curso haría que Georgia se retrasara respecto a sus compañeros de clase. Pero ella ya había hecho algunos deberes adicionales de antemano y también llevaba hojas de trabajo que le había dado el profesor. No estaba dispuesta a perderse la visita a la abuela. Además, solo iban a verla una vez cada tantos años. Y nunca habían pasado las fiestas con la abuela, siempre tenían que enviar los regalos por correo varias semanas antes de Navidad para que así llegaran antes del gran día.

—Despierta —dijo entre dientes, y le dio con el dedo a su hermano, que dormía en el sofá cama, hasta que se despertó—, ¿Has olvidado nuestro plan?

—Estoy durmiendo —masculló—. Vete.

—Donny, si no te despiertas ahora mismo voy a tirarte el vaso de agua encima —lo amenazó—. Mañana nos tenemos que ir a casa y no habrá más oportunidades.

Donny se levantó a trompicones y extendió los brazos hacia su hermana mayor, quien le puso la chaqueta, le cerró la cremallera y luego se abrigó ella también.

—Vamos —susurró, cogió una linterna y una bolsa de lona y recorrió el pasillo con sigilo hasta la puerta de la cocina—. Nada de hablar —avisó llevándose el dedo a los labios. Donny asintió con la cabeza.

Los dos llevaban días sin quejarse cuando la abuela anunciaba que era hora de irse a la cama. Por el contrario, iban corriendo a ponerse el pijama, esperaban a que los arropara y les contara historias y cerraban los ojos en cuanto se apagaba la luz. Entonces Georgia contaba en voz baja hasta doscientos, que era más o menos lo que la abuela tardaba en echar un último vistazo y apagar la luz del pasillo, dándoles así, sin saberlo, la señal para empezar. Utilizando las tiras cómicas de viejos periódicos dominicales, habían recortado copos de nieve y luego, con pedacitos de tela, hicieron árboles de navidad de guinga y estampado de flores. Con entusiasmo, Georgia intentó enseñar a tejer a su hermano para que pudieran hacer bolas de adorno, pero él no conseguía montar los puntos.

—No puedo perder más tiempo enseñándote —le dijo—. Tú limítate a recortar y yo haré punto. —Y aunque por las mañanas estaban groguis, y la abuela y papá se preguntaban por qué eran tan dormilones, ninguno de los dos los sorprendió mientras realizaban sus actividades nocturnas. De modo que Georgia y Donny continuaron con la Operación Mejor Navidad de la Abuela hasta que solo les quedó una noche antes de volver a Pensilvania.

Al otro lado de la ventana del dormitorio de la abuela, en el lado que daba al jardín delantero, había un aliso que tenía el tamaño perfecto para que Donny trepara por él. Con la lengua firmemente apretada contra el labio, el muchacho hizo un gran esfuerzo para colocar, uno a uno, todos los ornamentos caseros que Georgia le iba pasando desde abajo.

—Y ahora pon estas tiras de lana —dijo—. Ponlas como si fuera espumillón.

Donny tomó un puñado de ellas y las arrojó hacia el árbol, para gran consternación de Georgia.

—Así no, con precisión —lo corrigió—, Preocúpate siempre por lo que hagas. No vayas tan deprisa.

Por último, en la base del árbol, colocaron los regalos para la abuela: un trapo de cocina que había tejido Georgia, un puñado de galletas y un álbum de fotos que la niña había hecho de su visita pegando las instantáneas con cinta adhesiva sobre un papel que había coloreado y grapado, añadiendo entonces bocadillos encima de las cabezas de todos los que salían en las fotos. «Quiero a la abuela», había escrito encima de un retrato suyo con el gato.

Una lámpara se encendió en el dormitorio de la abuela sin previo aviso y, con las prisas por bajarse, Donny estuvo a punto de caerse del árbol.

—¡Date prisa!¡No hagas ruido! —dijo Georgia haciendo callar a Donny, que se frotaba la rodilla. Prácticamente lo arrastró de vuelta a la puerta de la cocina, donde se giró para admirar su fenomenal árbol con su decoración de lana y papel y divisó una ardilla que ya se había unido a la fiesta robando las galletas para la abuela.

Le soltó la mano a Donny y fue corriendo a ahuyentar al intruso peludo. Se quitó el zapato de un tirón y se lo arrojó.

—¡Son las galletas de la abuela! —chilló, y se tapó la boca rápidamente cuando oyó que se abría la puerta.

Georgia se dio media vuelta, descalza de un pie sobre la hierba fría
y
húmeda, enmarcada por el árbol extrañamente decorado.

—¡Feliz Navidad, abuela! —dijo.

—Sí —dijo la mujer—. Es una feliz Navidad de octubre, ya lo creo.

Dakota intentó escabullirse para poder tejer un rato con tranquilidad, pensando que las fiestas no eran lo mismo que tener vacaciones, ni mucho menos. Desde su largo paseo con la bisabuela tenía un montón de cosas en las que pensar. No obstante, apenas había recorrido el pasillo cuando otra tarea requirió la presencia de todos.

La bisabuela tenía a todo el mundo en marcha, ya fuera subiendo luces al tejado, confeccionando coronas con las ramas cortadas del árbol de Navidad, que era demasiado grande pero se estaba quedando más pequeño, sujetando los trozos con restos de lana roja y rematado con un terso lazo blanco del que pudieran colgarse. Hicieron una corona para cada una de las ventanas y, aun así, el alto árbol que la bisabuela había elegido seguía sin entrar por la puerta, de modo que, a regañadientes, estuvo de acuerdo en que el árbol tendría que quedarse fuera.

—Adornadlo tal como hicisteis aquella vez —le dijo a Donny. Colocaron el pino silvestre en una maceta en el jardín de la entrada, junto al alto aliso. Siguiendo las instrucciones de su tío, Dakota utilizó luces y pedazos de tela del cuarto de costura para dar toques de color. Y lana a modo de espumillón, tal como su madre había hecho para el diminuto arbolito que tenían en su apartamento de Nueva York.

A continuación, Donny y Tom regresaron a la ciénaga a buscar un árbol de tamaño más adecuado que todo el mundo admiró cuando lo plantaron en un cubo, para evitar que se volcara, mientras sonaban los villancicos en un viejo tocadiscos que la bisabuela había rescatado del fondo del armario. Dakota cantaba y los demás tarareaban con ella, mientras daban sorbos de las tazas de vino dulce que había sobre el fogón de la cocina y compartían risas en secreto hasta que la abuela insistió en subir al desván para indicarles cuáles eran las cajas con los adornos.

—Serán las que tengan escrito «Navidad» —repetía—. No os dejéis ni una caja.

—Es un poco mandona —comentó Donny en voz alta.

—Lo he oído —dijo la anciana—. Pero es que quiero asegurarme de que traéis las correctas. —Sacó la tapa polvorienta de la caja que dejó al descubierto campanas pintadas en papel, coronas hechas con cinta y palma de coco teñida, unos cuantos copos de nieve de papel de periódico que estaban a punto de deshacerse y un ángel de cartón con un halo de ganchillo.

—Ese es mi ángel —exclamó Dakota, que lo alzó para enseñárselo a su abuela Bess—. Lo hice cuando tenía ocho años.

—La aureola es admirable —dijo Bess, que la tocó rápidamente con la punta de los dedos.

—Esa parte la hizo mamá —explicó Dakota—. Yo recorté y coloreé las demás.

—En efecto —comentó la bisabuela—. Y todos los años lo pongo en lo alto de mi árbol desde que tu madre me lo mandó. Donny, ponlo ahí.

Continuó sacando figuras de Papá Noel dibujadas con lápices de colores, muñecos de nieve velludos hechos con bolas de algodón, adornos torpes e infantiles que se remontaban hasta los que había hecho su hijo Tom, ahora un hombre de cabello cano.

En el fondo de todo, enrollada sobre sí misma, había una serie de aros finos que se entrelazaban y que tenían todos los colores del arcoíris, alternando punto bobo y punto elástico. La abuela metió el dedo en la primera anilla y tiró lentamente para sacar la tira de color rojo seguido del verde seguido del amarillo seguido del blanco seguido del violeta. Y así una y otra vez.

—Es una guirnalda —dijo Dakota en voz baja—. Una preciosa guirnalda de punto.

—Es única —añadió Bess, que admiró la pulcritud de los puntos.

—Ahora coloca esto con cuidado —ordenó la bisabuela a Tom, y se retiró al sofá del rincón más alejado para sentarse e impregnarse de todo aquello—. Georgia y yo pasamos años trabajando en esa guirnalda. Era nuestro proyecto internacional. Ella me mandaba el rectángulo tejido y yo hacía el aro y cosía los extremos. Siempre decíamos que conseguiríamos reunir a toda la familia en Escocia por Navidad, absolutamente a todos. Y ahora lo hemos hecho. —La bisabuela contemplaba la habitación, a su familia, con expresión radiante.

—Esto es justo lo que ella quería —concluyó con satisfacción.

Pasó un instante, lo que dura un latido, luego otro, y nadie dijo nada. Entonces se oyó la alarma del reloj del horno y todo el mundo se ocupó en alguna tarea: poniendo la mesa, retirando las cajas vacías... Se turnaron todos para envolver regalos en el cuarto de costura y llevarlos al árbol en tanto que el resto bebía vino mientras esperaba su turno y devoraban con avidez las tartaletas de mantequilla que Bess había horneado.

Hasta la bisabuela dijo que le gustaban.

Trece

La estufa de carbón de la sala de estar se estaba enfriando, lo que llevó a Dakota a acurrucarse debajo de dos de las mantas de punto de la bisabuela y a calzarse un par de sus zapatillas multicolor tejidas a mano.

—No podemos dejar que este frío escocés se nos meta en los huesos, ¿verdad, gatito? —le susurró al gato regordete de pelaje atigrado de la bisabuela, el cual estaba ocupado acechando media galleta que se había caído al suelo. Después de hablar con la anciana, Dakota había decidido que no solo iba a terminar el jersey que su madre empezó a tejer para su padre veintiún años atrás, sino que además iba a envolverlo y a regalárselo por Navidad, a la mañana siguiente. Se dio cuenta de que probablemente no podría dormir mucho antes de que se abrieran los regalos, pero estaba decidida.

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