Se acerca la Navidad y las amigas de
El club de los viernes
están inmersas en la preparación de las celebraciones. Ya no se ven tan a menudo como antes, pero siguen en contacto. Desde su viaje a Italia hace año y medio, muchas cosas han cambiado. Dakota ha cumplido su sueño y estudia en una escuela de gastronomía. Además, tiene en mente un proyecto nuevo para la tienda de su madre: abrir una cafetería en una parte del local. Peri sigue siendo la encargada de la tienda, pero ahora también diseña bolsos. Durante la celebración del Día de Acción de Gracias, James, el padre de Dakota, sorprende a su hija con una noticia: pasarán las Navidades en Escocia con la familia de Georgia. Allí establecerá una relación muy especial con su abuela Bess.
Kate Jacobs
Celebración en el club de los viernes
ePUB v1.3
preferido & GONZALEZ15.04.12
Corrección de erratas por leyendoaver
Título original:
Knit the Season
Traducción de Montse Batista
© 2011, Kate Jacobs
Es esencial detenerse, reflexionar, estar agradecido. Por la comida. Por la familia. Por las pequeñas alegrías, como el tacto suave de la lana en la yema de los dedos; por la sensación de alivio que, punto a punto, se obtiene al seguir el ritmo del patrón. Honrar el espíritu de las fiestas también puede ser una celebración de la experiencia artesana.
Nueva York parecía ser una ciudad hecha para las celebraciones y a Dakota Walker le encantaban todos y cada uno de los momentos de las fiestas: desde la multitud de personas que, pegadas unas a otras y sin aliento, aguardaba a que se encendiera el gigantesco árbol de Navidad del Rockefeller Center, pasando por los escaparates decorados con alusiones al invierno del centro comercial que exhibían unos Papá Noel posmodernos, hasta su favorito: el bullicioso desfile de la mañana del día de Acción de Gracias, que daba comienzo a un mes de diversión.
Anita Lowenstein, la amiga de Dakota que era como una abuela para ella y que, con casi ochenta años, sabía mandar mensajes de texto tan bien como algunos de sus compañeros de clase, había acompañado a Dakota al desfile cuando era pequeña. La última mañana de Acción de Gracias, en un arrebato de nostalgia, se abrigaron bien las dos con unos jerséis de ochos encima de unos cuellos vueltos de algodón y, poco después de amanecer, se apostaron cerca de Macy's para contemplar el torrente de personajes de los dibujos animados, estrellas del pop haciendo
playback
y bandas de
majorettes
de instituto muertas de frío y aturdidas, que fluía por Broadway. Tal como tenía que ser.
Pero lo que más le gustaba a Dakota del inicio del invierno era el aire frío y vigorizador, que prácticamente exigía llevar prendas de punto, y la manera en que, de pronto, los duros neoyorquinos, tanto en la calle como en los ascensores o en el metro, estaban dispuestos a correr el riesgo de sonreír. De entrar en contacto con un desconocido. De mirarse por fin uno a otro tras pasarse el año entero evitando a toda costa el contacto visual.
La excusa de preparar dulces y pasteles, y la ilusión de hacerlo, también jugaba un papel importante en su deleite personal. Mantecados de hojaldre que se fundían en la boca, bollos de chocolate y naranja glaseados, pasteles de crema de vainilla francesa y dulces tartaletas de mantequilla: noviembre y diciembre era época de batir, incorporar, mezclar y degustar. Aunque hasta el momento tan solo había pasado un semestre en la escuela de repostería, Dakota tenía muchas ganas de poner a prueba las nuevas técnicas que había aprendido.
No obstante, no se había parado a considerar cómo sería extender una masa, pelar fruta o preparar una comida en la que había sido su casa durante la infancia. Se colocó bien la abultada mochila que llevaba, las bolsas con la compra en ambas manos, y subió los dos tramos de escaleras empinadas hasta el pequeño y práctico apartamento de Peri, situado justo encima de la tienda de lanas que su madre había fundado hacía mucho tiempo. La tienda diminuta cuyos estantes abarrotados de madejas de hilo velloso o nudoso, hilo que picaba o hilo suave como los ángeles, hacían de las paredes un caleidoscopio de envolventes colores pastel y lujosos tonos que se asemejaban a las joyas. La tienda que Georgia Walker había legado a su única hija y que, por fin, Dakota había llegado a apreciar de verdad.
La puerta del armario pintado de blanco emitió un fuerte chirrido al abrirla, lo cual no resultó sorprendente por su volumen desagradable sino porque en aquel preciso momento Dakota cayó en la cuenta de que había olvidado las peculiaridades de aquella cocina. Al mismo tiempo, las madejas que rebosaban de los estantes —burdeos y cobaltos, lanas y acrílicos, hilados livianos y dobles— cayeron sobre las bolsas de comestibles que acababa de dejar en la encimera, rebotaron y fueron a parar al suelo de azulejos de linóleo. Casi como si fuera una idea de última hora, una ordenada pila de cachemira afelpada color ciruela se desmoronó sin hacer ruido, estuvo a punto de darle en la cabeza a Dakota y acabó directamente en el pequeño fregadero de acero inoxidable.
—¡Esto no es una cocina! —exclamó Dakota, que extendió los brazos tanto como su pesado abrigo blanco de invierno le permitió, en un intento por abrazar la lana y la comida y evitar así que cayeran de la encimera—. ¡Es un almacén!
Vaciló. Lo único que quería era encontrar un cuenco, algo donde apilar las manzanas que había comprado, y se había acercado a la cocina compacta del apartamento situado encima de la tienda de lanas Walker e Hija como si llevara activado el piloto automático. Mientras que con aire distraído repasaba mentalmente una lista de cosas que tenía que hacer, Dakota retomó un antiguo patrón y fue directamente al lugar en el que, según recordaba, su madre guardaba los platos en la época en que las dos Walker vivían en aquel apartamento sin ascensor. Y ¿qué fue lo que encontró? Agujas de tricotar de todos los tamaños y madejas amontonadas en el cajón de los cubiertos, y una gran cantidad de hilo allí donde tendrían que estar los platos, que llovía de los armarios. No estaba segura de si debía arriesgarse a echar un vistazo en el horno ahora que Peri vivía allí.
Había pasado mucho tiempo desde que cocinara en aquel lugar, haciendo
muffins
de harina de avena, de naranja y de arándanos para las amigas de su madre, las fundadoras de El club de los viernes.
—Siete años —dijo la maravillada Dakota en voz baja, aunque no había nadie más allí. Siete años desde que se entretenía trabajando en aquella cocina después de hacer los deberes, deshaciendo la mantequilla con el azúcar mientras consideraba qué golosina iría dentro de las galletas de la semana.
—Ten cuidado —murmuró Georgia, que tenía el libro de contabilidad de la tienda frente a
ella, sobre la abarrotada mesa de la cocina—. Quizá sea mejor que no pongas todo lo que hay
en el estante. La semana pasada gastamos dos bolsas de coco
.
—¡Ah, esos
muffins
fueron los mejores que he hecho, mamá! —Exclamó Dakota, que se
puso a brincar sobre el desgastado linóleo ejecutando una danza de la victoria—, ¡La
cremosidad suprema que había estado buscando! No puedes interponerte en el camino de un
chef
.
—Siempre y cuando ese chef recuerde que tenemos un presupuesto —repuso Georgia en
tono suave al tiempo que con la mano apartaba algunos pedacitos de goma de borrar de la
página que tenía delante—. Me parece que la tarde que te enseñé a medir la harina creé un
monstruo
.
—Está bien, mamá —dijo Dakota, que se sentó a la mesa—. No debería hacer tanto, ¿no?
Georgia arrugó la frente mientras contemplaba a su alegre hija a la que el cabello, peinado
en una cola de caballo, se le estaba soltando del coletero rosa neón que ella misma había tejido
.
—No pares nunca —le respondió, tirándole suavemente del pelo—. No abandones algo que
te gusta solo porque te encuentras un obstáculo. Busca la manera de salvarlo. Mantén una
actitud abierta hacia lo inesperado. Haz cambios
.
—Como ¿cuáles?
—Pues como que si te quedas sin azúcar, utilices miel —le dijo.
—¡Eso lo hice la semana pasada!
—Ya lo sé —dijo Georgia—. Me sentí orgullos a de ti. Las mujeres Walker somos
creativas. Tejemos. Tú haces pasteles. Pero, por encima de todo, nunca, nunca nos rendimos
.
Dakota paseó la mirada por la habitación. La cocina era casi una reliquia, uno de los pocos lugares del apartamento que no quedaron dañados por la inundación del año anterior, cuando en el baño del pasillo se originó la pérdida de agua que inundó la tienda de lanas y que les recordó a todas, y especialmente a Dakota, la importancia del legado de una madre. La tienda volvió a abrir poco después con una decoración de estilo limpio y poco recargado, con sencillos estantes para el género; aunque Peri y ella tenían planeado llevar a cabo una gran reforma en un futuro no muy lejano.
Hacía meses que no hablaban de otra cosa. La idea era dedicar el espacio de tienda a una
boutique
, Peri Pocketbook, para los bolsos de punto y de fieltro de Peri y transformar el primer piso, ahora una charcutería, en una cafetería donde hacer punto, James Foster, el padre de Dakota, estaba a cargo de la reforma arquitectónica pero, debido a los frecuentes cambios por parte de sus... esto... difíciles clientes, no había terminado los planos. Era un proyecto magnífico, con una gran visión, que requería que Dakota se diera prisa y se graduara en la escuela de cocina. Peri lo había mantenido todo bajo control durante mucho tiempo y la presión era evidente.
—No quiero dejar escapar mi momento, Dakota —le recordó Peri, aunque admitió que no estaba segura de cómo sería dicho momento. En realidad, a medida que Dakota fue creciendo y esforzándose por cumplir con el programa, iba cayendo en la cuenta de lo mucho que Anita, Peri e incluso su padre habían trabajado incansablemente para cumplir con el sueño de su madre de dejarle la tienda. Y aunque Peri tuviera una pequeña parte de la propiedad, aunque Anita hubiese contribuido económicamente hacía siglos cuando Georgia había levantado la tienda ella sola, aunque James fuera su padre, los sacrificios de tiempo y energía por parte de todos desmentían que el interés personal fuera una motivación. Sinceramente, resultaba asombroso saber que una mujer, su madre —quien siempre parecía tan predecible y cotidiana con sus recordatorios de que te subieras la cremallera de la chaqueta y de que durmieras bien—, poseyera la presencia de ánimo para inspirar semejante devoción.