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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

Celebración en el club de los viernes (2 page)

BOOK: Celebración en el club de los viernes
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Aun así daba la impresión de que los cambios se estaban sucediendo en todos los aspectos. Desde que dejó la cadena hotelera V, James se había centrado en su propia empresa de arquitectura.

Por desgracia, los negocios no marchaban precisamente bien. La tienda de lanas también afrontaba unos ingresos menores de lo habitual aquel trimestre. Dakota no veía la aventura en dicha incertidumbre. Sabía que demasiados cambios podían conducir a un mal final.

Miró el reloj y calculó todo lo que aún le quedaba por arreglar en el apartamento. Dakota sabía que Peri estaba abajo terminando con las ventas del día y esperando la llegada del club para su reunión habitual. Las mismas mujeres que ahora eran las amigas y mentoras de Dakota. Las hermanas mayores y, algunos días, las madres suplentes que estaban allí siempre que necesitaba hablar con alguien. Dentro de unas horas el grupo se reuniría en la tienda para tejer un poco y hablar mucho, para ponerse al corriente sobre sus vidas y prepararse para las próximas fiestas.

Para ser justos, la semana anterior, cuando las dos cerraron el trato mientras repasaban la contabilidad de la semana, Peri le había advertido de que no tenía nada en la cocina. Absolutamente nada. Dakota ya estaba acostumbrada a este estilo de vida neoyorquino. Tenía otros amigos cuyas neveras solo contenían leche y agua embotellada y una selección de cereales listos para cualquier posible comida o tentempié. Aquel día había comprado los productos de primera necesidad, incluidas sal y pimienta, porque sabía que podía esperarse muy poca cosa. El miércoles les tocaría el turno al pavo y los alimentos más frescos, pues era el día que tenía pensado elaborar todos los platos y dejarlos preparados para que solo tuvieran que calentarse al día siguiente. Aquella noche su objetivo simplemente era organizar el espacio y abastecer los estantes.

Aunque los estantes ya estaban más que abastecidos con el excedente de existencias de la tienda. Era más que evidente.

Dakota pasó con cuidado por encima de la lana y se apartó de las bolsas de lona verde que cubrían la diminuta franja de encimera entre el frigorífico y la cocina, y cuyas largas asas quedaron colgando por todos lados en tanto que las cebollas, el apio y las especias amenazaban con desbordar las bolsas al menor empujoncito en cualquier dirección. Miró enfurecida los comestibles con la esperanza de que la fuerza de su mirada evitara que se cayeran mientras ella resolvía dónde colocar la lana. Escuchó atentamente por si percibía algún movimiento, no fuera que las bolsas empezaran a volcarse, y tiró de la puerta del frigorífico lo justo para que la luz interior se encendiera. Afortunadamente, estaba vacío, no se veía ni una sola madeja de lana y lo único que contenía era una docena de botellas de zarzaparrilla y esmalte de uñas ocupando la totalidad de la puerta. Dakota metió casi toda la comida en la nevera, incluso la bolsa de dos kilos de azúcar de cultivo ecológico.

No obstante, el alivio de haber tachado mentalmente una cosa de su lista de tareas pendientes duró muy poco. En realidad, su cabeza era un hervidero. Había demasiado movimiento a su alrededor. El año anterior había sido el más ajetreado de toda su vida. El hecho de convencer a todo el mundo de que ya era mayor la llevó a entender, con gran dificultad, que tenía que actuar como una adulta. Tuvo que asumir nuevas responsabilidades. Y era mucho. La vida, el simple día a día, era mucho. Se preocupaba. Con frecuencia.

Su madre también había sido una luchadora. Todo el mundo lo decía. Pero también había sido una persona sonriente, ingeniosa y generosa y, al parecer, capaz de hacer que las cosas encajaran.

En aquel momento, Dakota diseminó sus inquietudes, dedicando tiempo tanto a las preocupaciones grandes como a las pequeñas. Le preocupaba de dónde iba a sacar el tiempo para hacer dos menús de pavo la semana siguiente, llegar a dominar un pastel de trufa a la perfección antes de la clase del lunes, leer la última entrega del mea culpa novelado de Catherine sobre dos antiguas mejores amigas que vuelven a conectar, y terminar de ordenar su habitación para que sus abuelos, Joe y Lillian Foster, estuvieran cómodos durante su estancia en el apartamento de su padre la semana de Acción de Gracias. Era una tarea que había pospuesto demasiado y, a principios de noviembre, Dakota pasó varios fines de semana sacando cajas de su armario y metiéndolas debajo de la cama, riéndose con comentarios de lectura de sexto curso, antiguos boletines de notas e innumerables fotos del verano en Italia que aguardaban un marco o un álbum. También había pasado un día tranquilo a solas escudriñando algunas cosas que habían pertenecido a Georgia. Había admirado los dibujos a lápiz que acompañaban los diseños originales de patrones para trajes, túnicas y vestidos tejidos a mano que su madre había esbozado, los jerséis más sencillos destinados al libro de patrones para beneficencia que había estado preparando con Anita. Y volvió a leer las notas sobre punto que su madre había guardado en un pequeño diario rojo que, tras su muerte, pasó a manos de Dakota.

Resultaba tranquilizador volver a ver la letra de Georgia, imaginarse a su madre acurrucada en una silla escribiendo.

«Que Dakota me dé su lista de Navidad», fue lo último que su madre había garabateado en el margen de una de las páginas. Eso la consolaba de alguna manera. Era la prueba de que su madre la tenía en su pensamiento. Confirmaba lo que ella ya sabía.

Dakota había tomado por costumbre llevar siempre consigo ese diario rojo en el fondo de su bolsa de labores, que era un modelo original de Peri, junto con un jersey a medio terminar que había encontrado, una prenda demasiado grande, de rayas color
beige
y turquesa pastel. Dakota había conservado todos los proyectos inacabados de su madre, todos los proyectos divertidos que su madre nunca pudo llegar a completar porque estaba demasiado ocupada tejiendo las prendas por encargo, y que simplemente guardaba y reservaba para más adelante. Todos los otoños, Georgia tenía la costumbre de elegir una de esas creaciones en marcha para tenerla terminada a finales de año. Era un pequeño regalo de satisfacción para sí misma. Dakota recordaba vagamente que aquel jersey en concreto era el proyecto que Georgia había elegido el otoño en que murió, y que Anita había reunido todas las labores de punto inacabadas, las había envuelto y las había guardado en un lugar seguro. Verlas era demasiado doloroso, pero eran demasiado preciosas para tirarlas. Los trabajos sin terminar sencillamente aguardaban a que Dakota estuviera preparada. Ella lo sabía.

Mientras arreglaba y organizaba las cosas, se le ocurrió que estaba muy cerca de cumplir la edad que tenía su madre cuando llegó a Nueva York.

Al llevar a cabo la limpieza a fondo, descubrió una vieja fotografía polaroid que estaba perdiendo el color en el fondo de una caja y en la que se veía a Georgia en lo alto del Empire State Building. Llevaba puesto un gorro de punto que cubría casi todos sus tirabuzones rebeldes y las manos, enfundadas en unas manoplas, descansaban sobre sus mejillas sonrosadas mientras fingía una expresión de sorpresa. Dakota se preguntó si el fotógrafo había sido su padre, si los dos disfrutaron de la vista de los rascacielos que se alzaban por todas partes. A Dakota le gustaba aquella foto porque captaba el lado payaso de Georgia, y le gustaba aquella evidencia concreta de que tenía los mismos ojos grandes que su madre, prueba de que las dos eran iguales salvo por el distinto tono de piel. Metió la fotografía en el diario rojo después de escanearla y guardarla en el ordenador portátil; en la carpeta que contenía su historia, con las imágenes de la abuela y la tienda, y una foto de Ginger y Dakota delante del Foro romano.

Se sintió culpable por no haber pasado mucho tiempo con Ginger, la hija de Lucie Brennan, desde que empezó en la escuela de cocina, y por haber cancelado cuatro citas para comer con K. C. Silverman en otras tantas semanas. Tenía intención de terminar un par de jerséis de pescador a juego para cuando los gemelos de Darwin, Cady y Stanton, cumplieran un año; por supuesto, ahora ya tenían más de dieciocho meses y los jerséis eran demasiado pequeños. Tendría que guardarlos durante una década hasta que otra persona que conociera tuviera un bebé.

Por no mencionar que estaba inquieta ante la posibilidad de que Anita y Marty Popper dijeran finalmente «sí quiero» en la boda que habían vuelto a programar para el día de Año Nuevo, en lugar de someterse a otro de los retrasos provocados por las invenciones del hijo de Anita, Nathan Lowenstein. Dakota se preguntaba cuántos infartos podía inventar un hombre sano de cincuenta y pocos años. Y cuántas veces más se dejaría embaucar Anita. Y por mucho que quisiera que la boda se celebrase estaba sorprendentemente nerviosa por el hecho de tener que ver a su amigo Roberto Toscano por primera vez desde su romance veraniego en Italia hacía más de un año. Su abuela, Sarah, era la hermana de Anita y sin duda asistiría a la boda con toda su familia; a decir verdad, él ya le había enviado un correo electrónico con el plan de reservar un poco de tiempo para ambos. A Dakota le incomodaba tener que volver a verle. Por eso de «estuvimos a punto pero no lo hicimos, ¿lo has hecho con otra persona?».

Además, ella sospechaba, esperándolo y temiéndolo al mismo tiempo, que su padre empezaba a ir en serio con una nueva amiga que aún no le había presentado. No es que dedicara demasiada energía a reflexionar en ese aspecto de la vida de su padre, y tampoco es que le entusiasmara la idea de compartir su afecto, pero sabía lo suficiente como para reconocer que él, al igual que Anita, merecían tener otra oportunidad en el amor.

Por lo visto, en las fiestas todo era cuestión de celebrar el amor. Dakota no estaba segura de cómo se sentía últimamente respecto a esta emoción. Y todas sus preocupaciones volvieron a centrarse en el momento presente en aquella cocina, porque Dakota era la responsable de preparar un menú de pavo que a Peri le sirviera para impresionar a los padres de su novio. Era su parte del trato. A cambio, Peri se encargaría de la tienda durante la semana de Navidad para que así Dakota pudiera hacer lo que de verdad estaba deseando: unas prácticas a tiempo completo en la cocina del hotel V durante las vacaciones. Seguro que se perdía una o dos comidas navideñas, pero tenía el convencimiento de que su padre se sentiría aliviado de no tener que viajar hasta Pensilvania, como hacían todos los años, para compartir una tranquila comida festiva. Aunque el hermano menor de su madre, el tío Donny, era muy simpático, los padres de su madre no eran demasiado habladores. Eran agradables pero taciturnos. Y la ausencia de su madre se dejaba notar en la comida. Desde que Georgia murió, el día de Navidad había sido una festividad a la que a todos les había costado mucho enfrentarse.

De modo que Dakota estaba encantada con su iniciativa, pues había preparado las prácticas por su cuenta aun cuando no eran obligatorias en la escuela. Pero ella quería exprimir al máximo toda oportunidad que se le presentara para alcanzar el éxito. Se moría de ganas de contarle a su padre lo de las prácticas, era su regalo para aquella Navidad de bajo presupuesto. Incluso iba a cocinar de más en Acción de Gracias y guardaría en el congelador un plato de fiesta perfecto, con un generoso acompañamiento de arándanos y puré de patata, una opción por si su padre decidía no ir a Pensilvania ni ver a sus padres el 25 de diciembre. Por supuesto, Dakota estaría obedeciendo gustosamente las órdenes del chef de la cocina del V. A decir verdad, reflexionó con orgullo, había pensado en todo.

Dakota estiró los brazos, cansados de acarrear por las escaleras las bolsas que reutilizó para guardar la lana, con cuidado de ordenarla según el fabricante. Fregó los armarios y la encimera con una mezcla de agua templada y vinagre blanco y empezó a confeccionar una lista de otras cosas que podría necesitar para el menú del día de Acción de Gracias «casero» para Peri. Platos, pensó al tiempo que echaba otro vistazo al armario entonces vacío, y oía de nuevo el mismo chirrido que cuando su madre rebuscaba en él para ver qué cenaban las dos. Dakota abrió y cerró la puerta varias veces seguidas, fascinada por el sonido, hasta que volvió a coger la mochila y la bolsa de labores y se dispuso a bajar el tramo de escaleras que la separaba de la tienda de lanas y pasar un momento por allí.

Sacó una polvera para echarse un vistazo rápido y miró fijamente el mismo yo que se encontraba todas las mañanas en el cuarto de baño, sus ojos castaños, su piel color café con leche, su cabello largo y rizado. ¿Acaso esperaba ver otra cosa? ¿A ella misma más joven, a su madre en algún lugar detrás de ella? Dakota se estremecía cada vez que entraba en el viejo apartamento que había sido su hogar hasta la adolescencia, sentía cómo el pasado y el presente se rozaban.

Y aun así, sus pensamientos no resultaban tan dolorosos como antes.

En su imaginación veía, más que a su cansada madre tumbada en el sofá, a los empleados de la mudanza llevándose su cama y las cajas al apartamento de su padre tras la muerte de Georgia. En cambio, en el chirrido del viejo armario oía el sonido de su madre, el traqueteo de las agujas cuando hacía punto en el salón y fingía no enterarse de que Dakota cogía galletas a escondidas. Le llegaba la imagen de las dos, exhaustas tras una sesión de cosquillas y risas, acomodándose para picar algo ligero mientras veían una película que daban en televisión, o bajo una vieja manta de punto que la bisabuela de Dakota les había enviado por correo desde Escocia. O la de Georgia sorprendiendo a Dakota con un cuenco de palomitas de maíz para hacer una guirnalda, mientras las dos se ponían a decorar un árbol de Navidad muy pequeño con hebras de hilo multicolor sobrante. Dakota recordaba todas estas cosas con aquel chirrido del viejo armario. Era un ruido fuerte e insistente. Pero así es el sonido del recuerdo.

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