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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

Celebración en el club de los viernes (8 page)

BOOK: Celebración en el club de los viernes
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—¿Has hecho galletas? —preguntó Ginger.

—No, hoy estamos enseñando a hacer punto —explicó Dakota a Ginger—. Pero ahora todas las clientas se han marchado a casa. Quizá pronto vengan más.

—Bien, pues entonces yo seré la profesora —declaró Ginger, y se subió a una silla.

—Y ¿qué es lo que vamos a aprender hoy? —dijo Dakota, siguiéndole el juego.

—Me recuerda a ti —musitó Anita, que estaba detrás de Ginger con la mirada dirigida hacia Dakota. Conocía a Dakota desde que nació y, de vez en cuando, se sorprendía al ver a una chica de veinte años allí donde sus sentidos le decían que debería haber una niña pequeña. No culpaba ni un ápice a Darwin.

—Os enseñaré a tejer un marcapáginas —anunció Ginger con total naturalidad—. Mi madre me dio un patrón y me lo sé de memoria. Casi. —Subió la mochila a la mesa con gran dificultad, abrió la cremallera del compartimento principal y empezó a rebuscar dentro. En cuestión de segundos había sacado un sándwich de pavo, una bolsa de zanahorias pequeñas, un cepillo para el pelo, dos calcetines desparejados, su peluche,
Dulce
, vestido con un poncho de punto a rayas con sombrero a juego, que sin duda Lucie le había hecho a medida, y un libro de entre cuyas páginas asomaba un marcador.

—Aquí está —dijo, abrió la bolsa de zanahorias y se metió una en la boca.

—¿Una zanahoria?

—No, el libro —respondió Ginger mientras mascaba. Lo abrió por una página central y de entre sus dedos pendió un rectángulo rosa tejido en punto elástico y con un fleco. Había varios agujeros allí donde debería haber habido puntos.

—Es bonito, ¿verdad? —preguntó Ginger.

—Es precioso —repuso Dakota.

—Es para mantenerla ocupada —explicó Lucie—. Y cada vez lo haces mejor, cariño.

—Ya lo sé —dijo Ginger, que revolvió otra vez en la mochila y sacó un par de agujas sólidas y un poco de lana barata—. ¿Quieres verme?

—Claro —contestó Dakota—. Me acuerdo de cuando hice mi primer marcapáginas. Creo que tenía cinco años.

—En realidad tenías cuatro —señaló Anita—. Si mal no recuerdo, te resultó de lo más frustrante.

Dakota ladeó la cabeza y miró a lo lejos, pensativa.

—Creo recordar que los vendía o algo así, ¿no? En la tienda, supongo. ¿Alguna vez tienes recuerdos que solo recuerdas a medias? Es como si se apiñaran en tu cabeza pero resulta difícil juntar todos los detalles.

—Bueno... —dijo Anita, que se acomodó en una silla para observar cómo Ginger contaba sus puntos—, tenías bastante menos de cuatro años cuando ibas con tu madre a vender sus labores en el mercadillo.

—¿En serio?

—Antes de que existiera Walker e Hija, había una joven madre comprometida que ganaba dinero para criar a su hija tejiendo por encargo y vendiendo sus labores en los mercadillos —recordó Anita.

—Y los separadores se vendían por tres dólares —comentó Lucie—. Lo sé porque cuando estaba embarazada de nuestra brujita tejedora aquí presente le pedí consejo a Georgia. Tenía miedo de no llegar a fin de mes. Ella me explicó lo que hizo para conseguir fondos y me aseguró que una haría cualquier cosa para mantener a su hijo. Absolutamente cualquier cosa.

Había días en que Georgia ni siquiera se molestaba en abrir el correo. Al fin y al cabo tenía
que abrigar al bebé, pegarse la paliza de bajar varios tramos de escaleras, y ¿quién sabe lo que
descubriría en el correo después de todas las molestias?

—Facturas, facturas, facturas —masculló para sí, y apartó intencionadamente la mirada
del enorme montón de sobres que se apilaban en su mesa de centro como hacía cada vez que
salía de la habitación. Las facturas que habían vencido las había escondido debajo del lavabo
del baño para así poder engañarse a sí misma fingiendo que se habían perdido en el correo
.

Algunas noches, después de acostar a Dakota, de dieciocho meses, fregaba el suelo del baño y
dirigía breves vistazos a la puerta del armario del lavabo empotrado con la esperanza de que
las facturas se hubieran perdido de verdad. Al fin y al cabo, estaba empezando el invierno
.
Seguro que el mal tiempo provocaba retrasos en el correo, ¿no? ¿Incluso en cartas enviadas en
octubre?
Sencillamente, Georgia no había caído en la cuenta de la inmensa carga que supondrían las
facturas del hospital. Su seguro médico era de los más baratos y por lo tanto tenía poca
cobertura, cosa que la dejó en el atolladero por una cantidad mucho mayor de la que tenía en
su cuenta de ahorros. Sí, ya había previsto tener que contar alguna trola que otra, pero supuso
que sus ingresos se robustecerían con la llegada de su bebé. No fue así. Aunque la señora
Lowenstein (no creía que fuera a acostumbrarse nunca a llamarla Anita, por mucho que la
anciana insistiera) le había comprado varios jerséis después de que Georgia confeccionara el
primero, estaba claro que iba a resultar imposible ganarse la vida con los beneficios que
obtuviera tejiendo. Aunque no malgastara, aunque utilizara la lana suelta para tejer puntos
de lectura que podía vender los sábados en el mercadillo de la parte alta de la ciudad llevando a
la niña en el canguro. Aun así. Ya podía hacer todos los separadores posibles y comer todos los
fideos ramen del mundo que ni siquiera así iba a tener suficiente. A este paso, la preciosa
pequeña Dakota, con su naricilla arrugada y su piel suave, iba a tener que vivir de leche
materna el resto de su vida. Era lo único que salía gratis
.

Mientras desenvolvía un sándwich de pavo frío que había comprado la noche anterior en la
charcutería de Marty, pensó que había muchas razones para estar enojada. El empleo en la
editorial que había dejado, el apartamento que a duras penas podía permitirse calentar, el día
de Acción de Gracias que en realidad no tuvo. A cada segundo se presentaba una elección
entre opciones difíciles. Y solo en un futuro podría mirar atrás y saber si había tomado las
decisiones correctas. De momento no había más que riesgo
.

—Me pregunto qué habrá cenado James en París —refunfuñó, tras lo cual le dio un
enorme bocado a su sándwich, y después otro. Estaba cansada y tenía miedo, y con frecuencia
se despertaba a las tres de la mañana presa del pánico, pero aun así sabía que se había llevado
la mejor parte. Tenía a Dakota, que olía bastante bien incluso cuando olía muy, muy mal
.

Estaba claro que tenía que revisar su estrategia para poder mantener a las dos, a Georgia
Walker y a su hija. Eso es lo que somos, pensó, Walker e Hija
.

Miró esperanzada en la bolsa de papel de la que había sacado el sándwich. En efecto
,
escondida debajo de un revoltijo de servilletas de papel, en el fondo, había una enorme galleta
blanca y negra. Era agradable el hombre de la charcutería, como un tío al que ves de vez en
cuando. Le ponía comida de más que no le cobraba y cuando ella protestaba él siempre
encontraba la forma de escabullirse
.

Antes Georgia había tomado aire para calmar las mariposas que tenía en el estómago y le
había dicho, sin rodeos, que tejía por encargo. Sin vacilar ni un instante él le había encargado
dos jerséis y uno más para su hermano Sam, y le había dado un adelanto
.

—Ya empieza a hacer frío —le dijo—. Puede ser que pronto necesite más. ¿Crees que
puedes poner el escudo de los Yankees o es demasiado difícil?

—Claro que sí —respondió ella—. Aunque costaría un poco más.

—Naturalmente —repuso él. Y fue así como se forjó otra idea de él.

—Veo que aquí tienes muchísimo trabajo por las mañanas, y yo estoy cerca... —titubeó y se
quedó callada
.

—Ya lo creo, la verdad es que me vendría bien un poco de ayuda por las mañanas —dijo
Marty en tono relajado—. La multitud en busca de bagels puede llegar a armar un escándalo
.
¿Qué tal el lunes? Seguro que por aquí encontraremos un cajón para el bebé —sonrió
ampliamente para hacerle saber que estaba bromeando sobre Dakota y a continuación le
entregó la bolsa con el sándwich de pavo
.

Georgia sonrió frente a su sándwich. Todavía estaba nerviosa. ¿Se le pasaría pronto? Al fin
y al cabo, era un buen día de Acción de Gracias. Porque si untar un poco de crema de queso en
los bollos significaba que su pequeña tendría una oportunidad, entonces estaba más que
dispuesta a empuñar el cuchillo
.

¿Y el punto? Pues tendría que hacerlo en algún otro sitio.

—Creo que no sabía nada de todo esto —dijo Dakota con aire meditabundo—. Resulta extraño darse cuenta de que, aunque conocía muy bien a mi madre, tuviera estas otras facetas. Escondiendo las facturas como si estuviera loca.

—No, está bien —replicó Anita—. Incluso te diría que es necesario. Ya no eres una niña. Tú ya lo has dicho una y otra vez, por supuesto. Pero me da la impresión de que estás preparada para conocer los matices de Georgia Walker. Más allá de la Georgia madre y propietaria de un negocio.

—Todas la conocíamos de manera distinta —añadió Lucie—. A mí me enseñó mucho sobre el coraje.

—Y
sobre creer en sueños imposibles —terció Peri desde el otro lado de la tienda, junto a la caja registradora.

—A todas nosotras, sin duda —dijo Anita—. Pero tal vez nos centramos tanto en protegerte durante tu adolescencia que no te ayudamos a ver las distintas facetas de Georgia.

—¿Como cuáles? Cuéntamelo todo —insistió Dakota.

Ginger dejó su separador y miró a las mujeres.

—¡Sí, todo! —repitió.

—No, lo que creo que deberíamos hacer es no censurarnos tanto, tal vez —murmuró Anita mirando a Ginger.

—Tampoco se puede decir que todas las historias sobre Georgia sean picantes —comentó Peri.

—¿Esto es una referencia a mi padre? Porque entonces sí que es
demasiaaaaaaaada
información.

Lucie se echó a reír.

—Quizá lo que Peri quería decir es que Georgia era real. Tenía días malos. A veces tenía días muy malos.

—Incluso tenía días en los que se enfurecía contigo —dijo Peri.

—Oh, vamos —intervino Anita—, yo no estaba pensando en esa clase de historias.

—¿En cuáles entonces? —preguntó Dakota.

—Como con la bicicleta —contestó Peri con entusiasmo—. Cuando tu padre compró esas bicis y tú estabas tan emocionada.

—Veréis, no fui yo —dijo Dakota, y echó un vistazo a su alrededor—. Bueno, un poco sí. Me las arreglé para conseguir esa bicicleta. ¡Pero es que era una bicicleta estupenda, ya lo sabéis!

Se rio y automáticamente dirigió la vista al rellano de las escaleras, donde una vez estuvieron guardadas las bicicletas.

—Esto es lo que no hacemos suficientemente —anunció Anita—. Contar historias alegres. O simplemente recordar de forma que nos haga reír.

—Porque Georgia no era una santa —soltó Lucie—. Era muy auténtica. Eso es lo que nos acercaba a ella. Nosotras la teníamos a ella, y ella nos tenía a nosotras.

Cometía errores. En El club de los viernes no hay nadie que tenga su vida completamente en orden. Es una condición para ser socia.

—Me gustaría conocer los secretos —dijo Dakota—. O simplemente cosas que no sepa.

—A veces todos nos aferramos a la creencia de que debemos hacer perfectos en nuestro recuerdo a aquellos que hemos perdido.

—Es un juego peligroso —dijo Anita—. Pero de ahora en adelante procuraré evocar algunas historias sobre Georgia. Y tú, Dakota, pregunta a las mujeres del club. A tu padre. La forma en que puedes llegar a conocer mejor a una persona incluso después de que se haya ido tiene algo de mágico, ya lo verás.

En aquel preciso momento Peri dejó la caja y fue a sentarse a la mesa junto al resto.

—Oye, Dakota —dijo con naturalidad forzada—, ¿puedo hablar contigo luego? Me ha surgido algo.

Janucá

Ocho noches para recordar un estimulante triunfo sobre la adversidad, una tozuda persistencia cuando el convencimiento superó a la lógica. ¡Vaya filosofía para la vida! Imagínate llevando este mismo enfoque a la labor de punto. Corriendo riesgos, asumiendo retos, esperando sin aliento que todo salga bien. Considera la locura de abordar un punto muy avanzado, la grata acometida de satisfacción cuando ves que cuaja y se sostiene. La victoria del logro.

Cuatro

Anita pensó que ya debería estar todo finalizado para una boda que llevaba más de un año fijándose y cancelándose: un zigzag de alegría y frustración que la estaba dejando rendida. ¿Era tonta por querer casarse otra vez con casi ochenta años? Marty la advirtió de que la nueva fecha, fijada para Año Nuevo, iba a ser su último esfuerzo y el último intento antes de que arrojara por la ventana la idea de la gran boda y se fugara con ella. No le importaba si era en Las Vegas, México o en el ayuntamiento de Nueva York. A principios del nuevo año ella iba a ser la señora de Marty Popper y no había más que hablar. Explicó que había esperado pacientemente durante setenta y cinco años y que era tiempo más que suficiente.

Anita suspiró, dio unos sorbos de café mientras tomaba asiento acomodándose sobre sus pies en el sofá color crema para esperar a que la organizadora de bodas, alias Catherine, le trajera un par de zapatos que se empeñó en que quedarían perfectos con el último vestido de Anita. Había adquirido dos nuevos conjuntos con Catherine: un vestido ajustado de seda brillante, así como una combinación de dos piezas, a escondidas, y un jersey de cuello vuelto desbocado y unos pantalones tan anchos que parecían más bien una falda pantalón. Cualquiera de los dos conjuntos quedaría bien con el abrigo de novia rediseñado, aunque Anita tuvo mucho cuidado de que Marty no se enterara de que había comprado un traje de recambio. Probablemente transmitiría un mensaje equivocado, implicaría que ya estaba pensando de antemano en el próximo cambio de fecha. A decir verdad, a Anita le resultaba más fácil dudar de que la boda se celebrara que arriesgarse a tener otra decepción más. ¿Y de verdad importaba el matrimonio si se tenían el uno al otro?

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