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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

Celebración en el club de los viernes (5 page)

BOOK: Celebración en el club de los viernes
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—Y yo estoy más que impresionada —terció Lillian, la madre de James—. Has hecho un trabajo maravilloso, Dakota. Y a ti te digo lo mismo, James, un trabajo maravilloso. Estoy gratamente sorprendida.

—Gracias. Cambié los muebles de sitio unas siete veces hasta conseguir que las cosas quedaran bien, conseguí sillas suficientes, monté las mesas —comentó él, asintiendo con la cabeza—. Ha sido un gran esfuerzo. Pero he hecho ejercicio. —Hizo un guiño.

—No me refería a eso —dijo Lillian, que inclinó la cabeza de manera casi imperceptible hacia su nieta.

—También trabajé en este asunto —repuso James, encantado por la aprobación de su madre. Dakota estaba demasiado preocupada pensando en la crema batida como para prestar mucha atención.

—Supongo que ahora tendremos que lavar todos los platos —señaló Joe, el padre de James. Tenía la tez arrugada y el cabello más cano, pero seguía cuidándose mucho y se mantenía activo. Tanto él como Lillian estaban jubilados después de toda una vida dedicada a la enseñanza en institutos, pero utilizaban sus capacidades para dar clases particulares a algunos alumnos durante el año. El trabajo mantenía sus mentes en forma, decían a sus hijos.

—Yo fregaré si alguien seca.

—Movámonos a un asiento más cómodo y durmamos —rogó Catherine.

—Puse la mayoría de las sillas cómodas en el trastero del sótano —explicó James—. Lo que ves es lo que hay. Podemos pelearnos por el sofá, sentarnos en los cojines, ver el fútbol de pie, acurrucamos en el suelo...

—O salir a dar un paseo —interpuso Lillian—. Los platos esperarán. No parece que se escapen nunca a ninguna parte si no los friegas.

Catherine no tuvo ninguna duda de que Lillian era la que dirigía la familia porque, al instante, toda la
troupe
de los Foster se levantó de los asientos para ir de inmediato a por sus abrigos y bufandas.

—Entonces, ¿no dormimos? —murmuró antes de que Dakota le diera la chaqueta y le dijera que no con la cabeza.

—Ha hablado la abuela —respondió Dakota con afabilidad—. Cuando acudes a una comida de los Foster es así como tienes que actuar. Vamos, te llevaré de la mano. Puedes dormir y caminar al mismo tiempo.

A Catherine no le importó, había echado de menos pasar algún tiempo con Dakota porque a menudo no podían compatibilizar los horarios. Estaba claro que Dakota no paraba ni un momento con su frenético calendario universitario en Hyde Park, intentando además recuperar tiempo en la tienda e incluso trabajando en varios proyectos de punto a partir de los diseños de su madre.

—¿Cómo van esas labores?

—Oh... es lento —respondió Dakota, que se estaba tapando el pelo con una gorra de repartidor de color rojo que había tejido hacía muchos años y que hacía un poco de pelusa en algunos sitios—. Pensé que deberíamos hacer todos los proyectos, de modo que los dividí entre todo el mundo... ya sabes, me refiero a las buenas tejedoras...

—Lo sé, lo sé —dijo Catherine, que nunca había llegado muy lejos en sus habilidades. No le importaba no ser una probadora.

—Y por eso tarda lo que tarda —explicó Dakota, que acto seguido inspiró profundamente, como si fuera a confesar algo—. Estoy desbordada. Absolutamente agotada.

—Te has dejado la piel para alimentar a un ejército de primos.

—Sí, pero hay otras cosas —repuso ella—. Las prácticas. La cafetería. No sé. —Sabía que los padres de Catherine habían fallecido muchos años atrás y sin embargo las fiestas no parecían abrumarla. Ni su ausencia. Dakota le envidiaba esa paz.

—Oh, ya veo, los temidos «no sé» —dijo Catherine—. Los chicos, las fiestas, demasiada presión, falta de sueño.

—Más o menos todo eso, sí —admitió Dakota—. Es una época del año curiosa. Todo es una gran cuenta atrás, ya sabes. Y ¿para qué?

—¡Para la boda!

—Vale, de acuerdo —asintió Dakota—. Pero, ¿no tienes la sensación de que todo lo demás es exagerado? ¿O de que hay una prisa enorme para hacer algo monumental en Año Nuevo? ¿De alcanzar algún hito, de conseguir algo grandioso? Hacer que este año sea mejor que el anterior. Perfecto, uniforme. Y nos queda un mes. Tictac.

—Estoy bien. —Catherine meneó la cabeza demasiado enérgicamente. Estaba mintiendo, y Dakota lo sabía.

—Bueno, me imagino que la visita de la familia Toscano no te tiene nada perturbada, ¿verdad?

—Bueno... —admitió Catherine, ladeando la cabeza—. Quizá un poquitín.

El año anterior, la rubia de cuarenta y cuatro años estuvo volando a Italia cada dos meses y pasaba allí una semana sencillamente para dejarse envolver por la vida en el viñedo. Hubo semanas en las que ella y su amigo Marco Toscano recorrían la costa en coche, o pasaban un día o dos en Roma, pero casi siempre se dirigían al viñedo de la familia, el que acertadamente se llamaba Cara Mia. Querida mía.

En alguna ocasión, Marco, su novio, si es que esta palabra tenía sentido en un hombre adulto y atractivo como él, hacía el viaje de regreso con ella y se quedaba en la ciudad. A veces traía consigo a su suegra para que viera a su hermana, Anita, pues ambas todavía se estaban conociendo tras pasar décadas distanciadas. Marco disfrutaba entreteniéndose en la tienda de antigüedades y las cosas maravillosas que Catherine tenía en Cold Spring. Se turnaban para hacer la comida en la cocina que Catherine rara vez utilizaba y él leía los últimos capítulos que ella había escrito.

—¿Sabes qué sería interesante? —comentó una vez—. Que estas dos mejores amigas llegaran a ser espías para países enemigos.

—Bueno —dijo Catherine—. De algún modo lo fuimos.

En general, había sido un noviazgo bastante atipico, con mucha resistencia... muchas charlas. Diferente a sus romances habituales, en los que las cosas se movían rápidamente hacia el dormitorio y luego salían por la puerta con la misma rapidez.

En aquella relación todo fue distinto a su infeliz matrimonio con el rico banquero de inversiones Adam Phillips y de los múltiples idilios que siguieron a su muy bienvenido divorcio. Y aun así, inusitadamente, había rechazado las insinuaciones de Marco durante el viaje a Italia del año anterior, cuando ella estaba preocupada por redescubrir por fin su independencia y su sentido de sí misma; Anita intentaba con desesperación localizar a su hermana Sarah para disculparse por haber roto los lazos años atrás; Lucie estaba dirigiendo a una diva del pop italiano en un vídeo musical de vanguardia, y Dakota hacía de niñera de Ginger y salía con el hijo de Marco, Roberto.

Después de su regreso a Nueva York, Catherine había insistido al principio en comunicarse con Marco únicamente por correo electrónico. Suponía que era una especie de prueba, un medio de descubrir si él estaba interesado en su corazón o solo en su cuerpo. Y Catherine, que no era de las que se avergonzaban de dar un buen uso a sus caderas tonificadas, quería algo que no había tenido antes. Quería una relación que fuera real. Algunas veces cedía al impulso de oír la voz de Marco, pero la mayor parte del tiempo se mantuvo firme en su compromiso de forjar una amistad. A través de los correos supo de la difunta esposa de Marco, Cecilia, de cómo se habían conocido cuando él tenía unos veinte años: iba deprisa y corriendo a hacer una entrega de vino y la golpeó sin querer con su lenta Vespa. Compartió con él su gran preocupación por su suegra, Sarah, ahora que ella y su esposo, Enzo, envejecían, y le reveló las dificultades que sentía al criar a sus hijos él solo.

—Se hacen mayores cada hora que pasa —le escribió— y constantemente me estoy cuestionando a mí mismo. ¿He dicho suficiente? ¿He hecho suficiente?

Dando los detalles con cuentagotas, Catherine desveló poco a poco que había herido a su mejor amiga y se había quedado con su plaza en la universidad de sus sueños, que había tenido un mal matrimonio y que lo había prolongado antes que intentar arreglárselas sola. Sin ser muy explícita le habló de sus aventuras amorosas importantes, aunque no había logrado admitir su encuentro con Nathan, el hijo de Anita. Todavía no. Ya resultaba bastante raro considerar que, en realidad, Nathan era primo hermano de la difunta esposa de Marco. No es que ella lo supiera cuando se acostaron. No. Pero sí que sabía que estaba casado, había creído que iba a dejar a su mujer por ella. El hecho de que aquella experiencia finalizara tan mal la había hecho recelar también de Marco. Todo era extraño, construir un romance en ausencia de sus dos viejos amigos: el sexo y la bebida. Pero de algún modo se convirtió en un acercamiento más efectivo. Asentaron los cimientos.

De todos modos, una mujer que lleva medias con estampado de leopardo no cambia sus manchas. En su primer viaje de dos semanas de vuelta a Italia, Catherine no esperaba otra cosa que recuperar el tiempo perdido y puso en su equipaje los picardías más diminutos y transparentes que tenía. Pero Marco estuvo batallando con una plaga que estaba arruinando la cosecha y pasó la mayoría de las cenas a la luz de las velas practicando italiano con Allegra, que repetía las palabras con paciencia y se reía tontamente cuando Catherine las decía mal. Hubo caricias y besos furtivos, pero Marco estaba más que exhausto y ella se marchó de Italia como llegó, intacta. Y no le importó. Bueno, de acuerdo, sí que le importó. Pero solo lo necesario para hacer que tuviera ganas de volver. Para hacer una visita que dejó claro que con Marco valía la pena la espera.

En aquel viaje, Catherine ni siquiera se había llevado los camisones ceñidos. Presumía que sería similar a las anteriores visitas, que Allegra, de vacaciones del internado, se despertaría con fiebre en mitad de la noche, o que habría otra emergencia en el viñedo. Catherine estaba frustrada, pero aun así ella seguía aplicando paños frescos en las cabezas y tomando prestadas un par de botas para recorrer los viñedos y asentir concienzudamente mientras Marco le explicaba sus problemas.

Se dio cuenta de que sus aventuras nunca habían transcurrido con niños, perros y lugares de trabajo de por medio. Estaba acostumbrada a que la llevaran a hostales acogedores, a hoteles lujosos con sábanas recién planchadas, o aunque solo fuera al dormitorio de su precioso búngalo.

—Y a todo esto, ¿qué es lo que hay entre nosotros? —se quejó a Marco una tarde.

—Una unión por amor —respondió él—. Dándonos cabezazos con el mundo real.

—La besó profundamente en la boca y entonces pronunció las palabras que ella ansiaba oír.

—Se acerca un viaje a Roma —le dijo.

—¿Cuándo?

—En cuanto llegue la abuela de Allegra —anunció Marco con media sonrisa burlona—. Ellas se van. Nosotros nos quedamos. Todo el fin de semana.

Se saltaron la cena; cuando Allegra se marchó, le dijeron adiós con la mano desde la puerta y, acto seguido, corrieron hasta la habitación de invitados donde estaba instalada Catherine, en el tercer piso, y se encontraron riendo, besándose y haciendo el amor en las escaleras. Durante una comida al aire libre. En la bodega. En el suelo de la cocina.

¡Qué poderosas sonaron después las palabras de Marco cuando le dijo que la quería! ¡Qué natural parecía calzarse esas botas y recorrer los viñedos!

Supuso que se sentiría desilusionada cuando Allegra volviera. En cambio, lo que sintió fue una dicha vertiginosa, que la inundó mientras el coche se acercaba, y una sensación mágica y sumamente conmovedora en la boca del estómago cuando la hermosa hija de Marco la abrazó a ella primero.

Y fue en aquel momento cuando lo supo, lo supo de verdad. Estaba enamorada.

De todos ellos.

Catherine se rodeó a sí misma con los brazos, ensimismada en sus pensamientos en tanto que a Dakota la llamaban para que se adelantara a charlar con uno de sus primos.

Lillian se quedó atrás para esperar a Catherine, quien continuaba caminando ausente, rezagada del grupo.

—Estás enamorada —le dijo la madre de James sin rodeos—. Se te nota en la cara. Tienes una sonrisa un tanto bobalicona.

—Sí —admitió Catherine, que se llevó la mano a la cara de manera automática.

—No sé por qué siempre soy la última en saberlo —dijo la madre de James, y se cruzó de brazos—. No quiero volver a pasar por eso. Lo de la novia sorpresa. De modo que dime: ¿Mi hijo y tú estáis juntos?

Catherine la miró de soslayo y se echó a reír. Abrió la boca para hablar pero solo pudo reírse tontamente.

—Venga, vamos, no está tan mal —dijo Lillian—. Es muy apuesto.

—Oh, sí, eso ya lo sé —contestó Catherine con una risita—. Y no han sido pocos los que han sugerido que haríamos una pareja muy atractiva.

—Entonces, ¿estáis juntos?

—¡No, qué va! —respondió Catherine. El semáforo cambió y las dejó varadas en la esquina de la calle en tanto que el resto del grupo las esperaba al otro lado. Se volvió a mirar a la madre de James.

—James y yo no estamos involucrados sentimentalmente, y nunca lo hemos estado.

—Entiendo —dijo Lillian, que no pareció estar convencida del todo.

—A veces tiene sentido llenar ese vacío con una persona que conoces. Pero en nuestro caso, es más bien como si fuéramos familia —explicó Catherine—. Unos buenos amigos que siempre han sabido que hay una línea que no debe cruzarse.

Lillian asintió con la cabeza.

—Te refieres a Georgia, ¿verdad?

—Para él siempre ha sido Georgia —admitió Catherine—. Y yo creo que he encontrado a mi hombre. Por fin. Tal vez. No lo sé. Pero es probable. Aunque depende.

—Claro.

—Porque no estoy preparada para que las cosas sean permanentes —añadió—. No es que lo hayamos hablado con estas palabras, porque no lo hemos hecho, pero es probable que su idea vaya por ahí. Y yo estoy aquí.

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