Read Celebración en el club de los viernes Online

Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

Celebración en el club de los viernes (10 page)

BOOK: Celebración en el club de los viernes
11.57Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads
Cinco

K.C. saludó con la mano a Catherine y cruzó Broadway a paso rápido con el semáforo en rojo. Los taxis amarillos que bajaban a toda velocidad por la calle le pasaban apenas a unos centímetros de distancia, pero no parecía que ella se diera cuenta ni que le importara.

—¡Hola! —exclamó, y unas nubecillas de vaho salieron de su boca. Los termómetros habían bajado aquella mañana y se esperaban nevadas. En consecuencia, K.C. se había envuelto en un abrigo negro demasiado grande y abultado y se había calado un gorro de nieve de rayas color rosa y lima con las orejeras bajadas y un pompón que se agitaba en lo alto.

—Tienes un aspecto ridículo —dijo Catherine—, ¿Eso lo hiciste tú? —Aunque con los años K.C. había mejorado su destreza haciendo punto e incluso había regalado algunas cosas tejidas por ella misma a los bebés de Darwin el año anterior, no estaba precisamente comprometida con la labor de punto.

—Lo que pasa es que estás celosa —repuso K.C.

—Pues la verdad es que no —replicó Catherine—. Pareces una niña de diez años metida en un cuerpo de cincuenta y tres. Resulta inquietante.

K.C. se rio.

—A mí me gusta —dijo—. Pero lo principal es que me abriga las orejas. ¿A quién le importa? No soy como tú, no me sacrifico exponiéndome a la congelación solo para lucir mi nuevo peinado.

Catherine se llevó la mano a la cabeza de manera instintiva.

—Solo es un poco de color.

—Sí, te pones más rubia para el invierno, ya lo veo —dijo K.C. con sequedad—. Se encaminó hacia el cine en el que habían adquirido entradas para ver una película en versión original. Las dos estaban solteras y disfrutaban saliendo juntas el fin de semana, pues cada una de ellas encontraba en la otra una grata compañera con la que ir a ver una nueva exposición o a disfrutar en el
spa
. Aquella tarde Catherine había elegido la película, y cogieron la escalera mecánica que llevaba al sótano donde estaban las salas.

—Debería habérmelo imaginado —gruñó K.C. cuando miró su entrada—. Una historia de amor italiana. Ahora mismo lo que me vendría bien es un buen drama sueco deprimente.

—Pero diciembre es especial, K.C. —insistió Catherine al tiempo que mantenía en equilibrio el abrigo, los guantes y una bolsa pequeña de palomitas sin mantequilla—. Es ahora cuando más sentimos el amor.

—No todo el mundo, nena. ¿Acaso lo leíste en una tarjeta de felicitación? —dijo.

—Marco va a venir antes de lo que tenía previsto para pasar aquí unos días —admitió Catherine, que se había asegurado de conseguir las almohadas de plumón para el dormitorio, las que sabía que a él le gustaban. Aunque se alojaría en el hotel con la familia, ella quería que se sintiera como en casa cuando tuvieran ocasión de escaparse a su búngalo de Hudson Valley. Estaba ansiosa por tener contacto físico, por supuesto. Pero también le entusiasmaba la idea de poder acurrucarse a su lado, apoyar los pies en su regazo y hacer que escuchara todos y cada uno de sus pensamientos desde el último momento en que habían hablado: las vacaciones, su pelo, el estado del mundo de las antigüedades...

—Esto explica algunas cosas —dijo K.C. mientras consideraba unas bolas de leche malteada que acabó por descartar—. Todo este acaramelamiento en la orden del día me parecería muy bien si se tratara de Dakota: ella es joven. Pero vosotras tres parecéis sacadas de
Las chicas se vuelven salvajes: Estilo amor enfermizo
. Peri anda deprimida diciendo que se le pasa el arroz o alguna ridiculez semejante, Anita está varada en el canal de la boda y tú vas pensando en las musarañas como una adolescente. ¿Y quieres saber por qué?

—La verdad es que no —contestó Catherine mientras repasaba mentalmente todo lo que tenía que hacer antes del día siguiente.

—Son los regalos —afirmó K.C., que se dejó caer en su butaca sin desabrocharse el abrigo siquiera—. El consumismo os ha seducido.

—Vas a sudar hasta consumirte con la calefacción puesta —observó Catherine—. Pero bueno, sería un final distinto para ti.

K.C. continuó hablando como si no hubiese oído ni una palabra.

—En diciembre todo el mundo se vuelve loco por comprar, intentando encontrar los regalos perfectos para todo el mundo, desde la gente que les gusta, pasando por la gente para la que trabajan hasta la gente que odian de verdad. Es una locura. Es comprar como castigo. Una frivolidad impuesta y falsa.

Catherine siguió escuchando mientras se quitaba el abrigo, el sombrero y los guantes.

—Pero todas estas compras os han hecho pensar en regalos de boda, y eso os ha hecho pensar en bodas. Y ahí estáis.

—¿El amor como empresa comercial?

—Más o menos —anunció K.C., que sujetó el asiento de la butaca de Catherine para que esta se acomodara.

—Me gustan estas fiestas —dijo Catherine—. Eso es todo. No es necesario un análisis psicológico.

Catherine sabía que lo que le gustaba era tener la posibilidad de recordarle a Marco por qué le gustaba estar a solas con ella. Aunque cuando hablaron la noche anterior se había asegurado de hacerle saber que ella estaba bien tal y como estaban. No había necesidad de que malinterpretara su entusiasmo y creyera que lo que quería era dar un paso más en su compromiso. Ni siquiera le había pedido que se casara con él y ella ya le había dicho muchas veces que no se casaría. Había aprendido que, al fin y al cabo, la comunicación era una buena cosa.

—Antes no te gustaban las fiestas, Cat —señaló K.C. en voz baja—. Solías mostrarte igual de indiferente que yo.

—¿A esto llamas tú indiferencia? ¡Vale! —dijo Catherine—. Tengo la sensación de que algo más se está cociendo. ¿Por fin nuestra querida K.C. desea volver a sentar cabeza?

—No, de ninguna manera —repuso ella, que finalmente se levantó las orejeras y se quitó el gorro dejando al descubierto un cabello corto y teñido de rojo, todo de punta por la electricidad estática—. El resto de los meses me siento bien. Me gusta mi trabajo, me gusta mi apartamento y hasta me gustan mis amigos. A excepción de mi actual acompañante, por supuesto.

—Naturalmente —dijo Catherine—. Yo
soy
insufrible.

—Pero entonces... ¡Pam! Estalla la temporada navideña y por todas partes es la familia esto y la familia lo otro —prosiguió K.C.—. Nadie celebra las fiestas de las personas solas. Nadie escribe una canción sobre comer comida china y ponerse al día con viejas revistas en Navidad.

—Pero si tú eres judía— señaló Catherine, y alzó una mano con la intención de alisarle el pelo, pero se lo pensó mejor.

—¡Eso es precisamente a lo que me refiero! —gritó K.C., con lo que consiguió que otros espectadores la hicieran callar aun cuando todavía no habían empezado los avances—. La Navidad ni siquiera es mi fiesta. Y aun así lo eclipsa todo. Es la banda sonora del mes de diciembre y, francamente, a veces puede llegar a hartar. ¿Espíritu navideño? ¡Ja!

Catherine guardó silencio un momento y miró a K.C., que estaba sentada con los brazos cruzados. Poco tiempo atrás no hubiese prestado gran atención a la angustia de otra persona. Ahora intentaba escuchar lo que
no
se decía.

—¿Crees que cambiará algo en el club cuando Anita se case?

—¿Anita? No —respondió K.C.—. Ella ya tiene su ritmo con Marty y en él se incluye tiempo para todas nosotras. ¿El resto de vosotras? Bueno, ya ves lo difícil que ha sido para Darwin todo este último año.

—Cierto —coincidió Catherine—. Cuando nos juntamos siempre va a la buena de Dios. Demasiado quehacer con los niños.

—Y eso es solo la primera oleada. Como estáis todas igual no os dais cuenta —insistió K.C.—. Se acercan cambios para el grupo. Ya están ocurriendo. Lo noto en mi interior.

—¿De modo que ahora eres vidente? Porque, como bien sabrás, las cosas tienden a ser impredecibles.

—No hace falta una bola de cristal para ver lo que está pasando —dijo K.C.—. Lucie y Darwin ya viven con sus familias en las afueras. Feri está obsesionada con ese tipo de vida, convencida de que eso va a responder a algunas profundas preguntas interiores.

—En ocasiones el trabajo no llena todas las necesidades —se aventuró a decir Catherine, quien supuso que K.C. la haría aún menos caso que Dakota en ese tema.

—No estoy diciendo que tenga que hacerlo —dijo K.C. en tono impaciente. Pensó que a veces Catherine optaba por ignorar lo que sabía perfectamente—. Pero hay mucha literatura sobre lo que significa ser mujer y no todo el mundo va a llevar
ese
tipo de vida. La ausencia de aquello que te han enseñado a querer puede hacerlo difícil. Incluso cuando eres tú la que elige.

Catherine miró a K.C.; la miró de verdad. La miró de lleno.

—¿Es difícil para ti?

—Hace mucho tiempo que superé este tema —contestó K.C. enfurruñada—. No quiero ser responsable de nadie más aparte de mí misma. Pero es como si hubiéramos podido vivir en nuestra propia burbuja y ahora la realidad se acerca. Dakota va a terminar pronto la escuela de cocina y empezará con su cafetería para hacer punto. Yo seré como el viejo sofá de la década de los sesenta del que tus padres no pueden soportar deshacerse, el mueble sobrante que no encaja con la decoración. La amiga soltera entre todas las parejas.

—Walker e Hija no va a ir a ninguna parte —dijo Catherine—. Y ninguna de nosotras tampoco.

—Tú no sabes lo que pasará —replicó K.C.; las luces se apagaron y bajó la voz—. Precisamente cuando crees que lo sabes es cuando te sorprenderás. Ahora lo que temo es que pronto voy a perder a todas mis amigas que se reinventan desesperadamente como las mujeres perfectas.

—Aparte de Anita no se casa nadie más —la tranquilizó Catherine—. Yo ni siquiera sé si quiero volver a casarme. Además, creo que el club solo puede con un gran acontecimiento al año.

—No me digas que tú nunca fantaseas con Marco, con la idea de casarte y pisar uva los dos juntos —insistió K.C., mascando una buena ración de palomitas—. Te llevarás dos niños gratis en la transacción. Niños con acento.

—Sí, tal vez, pero no lo sé —contestó Catherine, que notó que se le acaloraba el rostro. Se preguntó si realmente estaba tan segura. Porque había estado soñando con Marco a menudo, y no solamente cuando dormía. La cuestión era que pensaba en estar con él y casi con la misma frecuencia soñaba despierta con organizar meriendas con su hija Allegra o jugar a videojuegos con su hijo Roberto. Aun a sabiendas de que eran demasiado mayores para eso. No solamente se imaginaba cenas románticas sino también escandalosas reuniones familiares en las que todos se sentarían a la mesa hasta bien entrada la noche, contando historias, bromeando unos con otros, y Allegra cabeceando a medida que transcurrían las horas. Satisfechos simplemente por estar juntos. Catherine había comprado toda clase de ropa y libros para Allegra y los había envuelto ella misma con papel dorado con dibujos de Papá Noel en rojo; después había roto todos los envoltorios y había llevado los regalos al quiosco especializado para que se los envolvieran de forma profesional y les colocaran un lazo. Sacó entradas para
El cascanueces
, insegura de si debía sugerir una salida solo con Allegra o con toda la familia. Al final compró diez entradas. Por si acaso.

Ultimamente había establecido un sistema con Marco. Él la llamaba por telefono, dejaba que sonara una vez y luego chateaban por internet, donde podían verse. Algunos días, unos pocos, Catherine ni siquiera se retocó el maquillaje antes de conectar el ordenador para hablar con él.

Estas eran las cosas que le gustaban de Marco: a él le gustaba verla comer, montones y montones de comida. No pensaba que fuera una estúpida por retomar la escritura después de tanto tiempo y le decía lo que creía que podía mejorarse. Aunque, al principio, a ella esto le había enfurecido. Le decía con frecuencia que era hermosa y luego alababa sus manos o su risa. Una vez dijo que creía que las mujeres mejoraban con la edad. Era inteligente. Hablaba sobre su primera esposa, Cecilia, la madre de Allegra y de Roberto, con naturalidad, como si todavía formara parte de la familia pero estuviera en algún otro lugar. Y no encontraba raro que ella hiciera lo mismo con Georgia.

—No deberíamos olvidar esa parte de nuestras vidas —solía decir con frecuencia—. Deberíamos celebrar nuestra suerte por haber conocido a personas tan maravillosas que nos han querido.

Por no mencionar que le gustaba pasarse horas besándose.

Marco tenía sus defectos, por supuesto; era un poco temperamental y se enfurruñaba si las cosas no salían como él quería. Pero se le pasaba enseguida, y una vez señaló que Catherine reaccionaba exactamente de la misma manera. Él decía que los dos eran simpáticos. Y tremendamente atractivos, añadía ella con un guiño.

Pero también existían los problemas obvios, y el principal era que él vivía con su familia al otro lado del océano en otro país. Y Catherine por fin se hallaba cómoda con su independencia; había flirteado con la idea de irse a vivir a Italia pero se frenó al darse cuenta de que estaría haciendo sacrificios una vez más, no estaría en igualdad de condiciones.

—Bueno —le dijo entonces a su amiga—, no creo que todo vaya a resultar siempre tan fácil.

—No —coincidió K.C.—. La vida real nunca es fácil. —Se inclinó hacia ella—. Las fiestas navideñas pueden hacerte sentir excluida. Es el sucio secreto de diciembre. Lo que pasa es que no quiero perderme en un segundo plano, dando saltos.

—No te preocupes, K.C., eres tan escandalosa que no se te puede ignorar —dijo Catherine al tiempo que dirigía un gesto con la mano a los que, sentados a sus espaldas, las estaban haciendo callar.

—¿Por qué crees que hago tanto ruido si no? —repuso K.C.

BOOK: Celebración en el club de los viernes
11.57Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Woman on the Train by Colley, Rupert
The Last Days of Il Duce by Domenic Stansberry
Ruin: Revelations by Bane, Lucian
Carolina Heart by Virginia Kantra
Allan Stein by Matthew Stadler
Valour by John Gwynne