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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

Celebración en el club de los viernes (23 page)

BOOK: Celebración en el club de los viernes
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No volvería a cometer el mismo error. No se centraría en nada más que no fuera en formar
una vida con su hija
.

En cuanto a los treinta y siete dólares... Pensó que, bueno, los utilizaría para empezar un
fondo para la universidad de Dakota
.

Catorce

La mañana de Navidad siempre se sentía como una niña, cuando ese deseo abrumador de descolgar el calcetín y buscar las bolas de chocolate hacía que se incorporara en la cama.

—Despierta, dormilona —dijo la bisabuela intentando que el bulto que tenía a su lado con la boca abierta y un jersey
beige
y turquesa casi terminado debajo del brazo abriera los ojos—. Vas a perderte el día de fiesta.

La bisabuela canturreó mientras se cepillaba el pelo suave y blanco y luego eligió una chaqueta verde muy especial con copos de nieve.

—Esta la hice hace muchísimo tiempo —dijo, aunque la respiración de Dakota indicaba que no estaba ni mucho menos despierta—. Era la favorita de Tom padre. Me la pongo todas las navidades.

La tradición que cada gesto entrañaba formaba parte de todo lo que hacía que el día de Navidad fuera tan mágico aun cuando habían pasado décadas desde que era pequeña y ponía un calcetín a los pies de la cama.

La abuela sabía, sin la menor duda, que al levantarse se pondría aquella chaqueta en concreto que solo llevaba un día al año, sabía que correría a la cocina para poner en el horno el pavo que había encargado con esmero y sabía que vertería una última copita de brandy en el pastel de Navidad que llevaba semanas empapando, y que se serviría una gotita en una copa para ella, y sabía que asistiría al servicio de las once de la mañana en la iglesia presbiteriana de Thornhill, y que los primos de ambas partes acudirían a compartir su comida de Navidad en el comedor con el papel pintado de rosas. Sabía que sacaría la porcelana buena con el ribete de hojas y enredaderas y la plata maciza que llevaba semanas limpiando, que extendería la mesa hacia el pasillo con las alas de madera que guardaba envueltas en tela en el fondo del armario de los abrigos y que sacaría las sillas necesarias de la cocina y los dormitorios, requisando el taburete de la máquina de coser para el miembro más joven de la familia. Sabía que los demás se turnarían para tirar del papel de aluminio dorado de las sorpresas de Navidad, retorciendo el tubo para separarlo y que cayeran las cosas buenas de su interior, así podrían atacar la comida navideña como era debido, con coronas de papel de colores aplastadas sobre la cabeza para evitar que resbalaran y cayeran mientras leían en voz alta los chistes y dichos de los pedacitos de papel impreso que había en el interior de las sorpresas. Y también sabía que su familia agacharía la cabeza para escuchar a Glenda Walker cuando esta empezara a dar las gracias por los alimentos antes de que todo el clan la emprendiera con la mejor comida de los próximos 364 días.

Habría regalos, bombones y exquisitos frutos secos en sus cáscaras. Los hijos de los primos se turnarían para manejar el pesado cascanueces de madera hasta que se le cayera en el pie a alguien, y entonces se oiría el llanto de rigor pero ningún padre se enfadaría y diría: «Ya te lo dije». No, solo habría abrazos, sonrisitas compartidas entre los adultos y nada de prohibiciones con los postres. «Es Navidad», diría alguien cada pocos minutos para justificar otro tentempié o una siestecita, o simplemente como excusa para pellizcar una mejilla o dar un apretón.

La familia se levantaría de la mesa dejando allí los platos y se reuniría en el salón para escuchar el discurso de la reina en la tele. Luego lo limpiarían todo antes de salir en tropel para dar un paseo rápido por la orilla del río Nith. Cuando la luz empezara a apagarse, aun siendo por la tarde, volverían a la casita de la bisabuela para tomar un refrigerio de salmón ahumado, pan y mantequilla, deleitándose en la compañía de los demás y encantados de tener una excusa para verse y ponerse al día. Comentarían quién había cambiado, quién seguía estando igual y quién estaba trabajando en qué empleo y si se estaba adaptando bien o no. La bisabuela estaba deseando que todos y cada uno de los miembros de la familia alabaran su chaqueta tejida a mano, y por qué no iban a hacerlo si estaba prácticamente como nueva puesto que solo se la ponía una vez al año, y mientras tanto hacía acopio de valor para el momento en el que todos brindaran por los seres queridos que los habían dejado. Como su esposo, Tom padre, y como Georgia.

Y aquel año, con toda la familia alrededor, sabía que pasaría la mañana intercambiando regalos, para lo que se había estado preparando desde hacía semanas. Había envuelto muy bien sus obsequios y los había guardado debajo de la cama. Había llegado incluso a ponerles lazo cuando todo el mundo sabía que este se arrancaba sin más.

Iba a ser un día magnífico, así de sencillo. La Navidad más jubilosa, el colofón perfecto para toda una vida de recuerdos.

La anciana recorrió el pasillo con paso suave, calzada con unas de sus delicadas zapatillas de punto, y se dirigió a la cocina. Al fin y al cabo, el pavo no iba a meterse él solo en el horno, pensó.

Dakota había desaparecido bajo el montón de papel de envolver arrugado que había apilado en el sofá donde James y ella estaban sentados abriendo regalos; Bess y Donny lo hacían frente a ellos. Tom estaba de pie, con la taza de café en la mano y la abuela observaba todo el procedimiento desde el centro de la habitación, acomodada en una silla de respaldo duro que habían traído del comedor. Al final había tenido un calcetín rebosante de naranjas, bombones y un separador de punto, con rayas como las de los bastones de caramelo.

Dakota se había despertado con el ruido de los cacharros proveniente de la cocina. Estaba agotada, pero enseguida se le pasó el cansancio. Terminó el jersey mientras los demás se turnaban para ducharse en el único baño que había; se escondió en el dormitorio de la bisabuela y fingió que aún dormía. Absorta en el frenesí por terminar el jersey, Dakota cayó en la cuenta de que todo el papel de regalo estaba en el cuarto de costura, donde Donny se estaba vistiendo. Así pues, fue a la cocina en una escapada a por el papel de aluminio, envolvió el jersey como si fuera un paquete de comida y lo ató con hilo de cocina. Tendría que bastar con eso, decidió, y entonces la abuela hizo sonar una campana y anunció la hora para que todo el mundo hiciera acto de presencia en el salón.

—Vamos a abrir los regalos uno por uno —declaró, y se acomodó en su silla con una gran cámara en el regazo—. Y yo sacaré unas cuantas fotografías. Donny, tú harás de elfo. —Y sin ocurrírsele llevarle la contraria, el tío de Dakota, a sus cuarenta y dos años, empezó a repartir los regalos, uno por persona.

Donny alargó la mano bajo el árbol para comprobar que no quedara nada.

—Este —dijo Dakota, agitando su paquete de papel de aluminio en el aire—. Dale este a papá.

—Estoy sentado a tu lado —dijo James con el extremo de un bastón de caramelo asomando por su boca—. Dámelo tú misma.

Le entregó el regalo con cuidado.

—No rompas el papel sin más —le pidió—. He tardado un montón en envolverlo.

—Está claro —se rio su padre—. Bueno, veamos qué es... —Sacudió el paquete con tanta energía que el papel se arrugó, crujió, se rasgó por completo y el jersey
beige
y turquesa salió volando y cayó en el regazo de la bisabuela.

—Conozco ese jersey —dijo James señalándolo—. Recuerdo ese jersey.

—¡Dios mío! —terció la anciana, que cogió la prenda y la sostuvo frente a ella—. Reconocería estos puntos en cualquier parte. Cada uno de ellos igual de perfecto que el anterior. Es el punto de Georgia.

—Solo el delantero, abuela —aclaró Dakota, preocupada por si se había equivocado y su bisabuela o su padre se disgustaban—. La espalda la terminé yo. Mamá lo estaba haciendo para ti, papá, antes de que yo naciera.

—Lo sé, lo sé —balbució James—. Es que... no sé. No había pensado en este jersey en décadas. Es la cosa más hermosa. De sus manos. De las tuyas. No dejo de darle vueltas...

—¿Te gusta? ¿Te gusta de verdad? —le preguntó Dakota.

—Sí —contestó James, que se levantó del sofá—. Lo que pasa es que me lo trae todo a la memoria.

Georgia había estado esperando todo el día a que encendieran las luces. Solo había visto encender el árbol gigantesco de Rockefeller Center por la televisión y ahora ella y su novio iban a verlo en vivo, junto a unos miles de personas más, por supuesto. Era la cosa más típicamente neoyorquina que había hecho desde que se mudó a la ciudad. Y lo mejor de todo es que era gratis.

¿Qué podían hacer sin dinero? Esta era esencialmente la discusión que James y ella tenían todos los sábados por la mañana, listos para saborear otro fin de semana en la ciudad pero sin dinero para poder hacer nada. Sus empleos no les reportaban ningún ingreso extra y, después de pagar el alquiler y la
pizza
, lo que hacían era pasear por ahí mirando escaparates, compartir un refresco en el parque y quedarse en casa disfrutando el uno del otro.

—Prácticamente vivimos juntos —reflexionó él una mañana fría, y se acurrucó más cerca de ella porque no se notaba la calefacción—. Tal vez debiéramos dejar uno de los apartamentos.

—Tal vez —dijo ella, devolviéndole el beso—. Decidámoslo en Año Nuevo. —Sabía que tenían mucho tiempo por delante, por lo que no hacía falta apresurarse.

Además, ¿quién quiere mudarse en pleno invierno? Si algo hacía en Nueva York, en diciembre, era un frío espantoso.

El día del encendido del árbol había llegado a su mesa una hora antes para así poder decir adiós a su jefe y a K.C. y salir por la puerta a una hora razonable, cubriéndose con su abrigo de tela y sus orejeras peludas, puesto que el frío de Nueva York no dejaba lugar para el orgullo, y cargando con uno o dos manuscritos en la mochila.

—No llegues tarde —le había dicho James en broma aquella mañana.

—Tú tampoco —contestó ella. A menudo les resultaba difícil coordinar sus horarios y siempre hacían esperar al otro en el cine, en el parque...

Pero aquella noche era distinto, James había traído un termo de chocolate caliente y le explicó que habla comprado unos paquetes de mezcla de cacao y luego había hervido agua en la tetera en el gabinete de arquitectos. Entonces Georgia lo sorprendió mostrándole una botellita de brandy que llevaba en el bolsillo, del tamaño de las que dan en los aviones.

—La compré en la bodega que hay cerca del trabajo —dijo—. Y costó demasiado para tratarse de un par de tragos de alcohol.

Mezclaron las dos bebidas y fueron tomando sorbos agradablemente calientes rodeados por una multitud de turistas emocionados y unos cuantos neoyorquinos que fingían desinterés.

—No hay duda de que están aquí porque tienen amigos que han venido de visita —comentó James.

—Y nosotros estamos aquí porque nos encanta la Navidad —gritó Georgia.

—Y porque nos queremos —añadió James, rodeándola con sus brazos en tanto que se accionó el interruptor y las luces multicolor del alto pino brillaron. Se quedaron allí de pie, abrazados, mientras los demás espectadores empezaban a marcharse lentamente.

Algún día tendremos un gran árbol de Navidad, imaginó Georgia, aunque no lo dijo. James ni siquiera conocía a sus padres, y ella tampoco a los suyos. Estaban los dos sin blanca y, además, todo el mundo diría que eran demasiado jóvenes.

Establecerse a su edad estaba bien en la década de 1950, pero el mundo había cambiado. No debería ser tan boba. De todos modos... lo quería. Lo quería de verdad.

Georgia le dio un beso en la mejilla y frotó la nariz fría contra su piel hasta que él se echó a reír.

Me gustaría conseguir un árbol natural, aunque no tan grande, claro, pensó James. Algo que pudiera llevar y colocar en el salón. La habitación en la gran casa con la que soñaba, algo digno de admiración, algo para que su familia estuviera orgullosa de él. A veces, cuando estaban comprando comestibles o haciendo la colada, fingía que ya estaba viviendo con Georgia. Pero cuando empezaba a sentirse nervioso, pensaba que eso ocurriría algún día, en un futuro. Ella hacía que se sintiera así. Lo había pillado desprevenido porque disfrutaba de sus charlas en la cama después de hacer el amor tanto como del mismo acto en sí. Eso era una novedad. Era diferente. En ocasiones se sentía abrumado por ello.

Sin embargo, aquella noche era perfecta, como si la ciudad estuviera iluminada solo para ellos. Como si el pequeño termo de chocolate caliente con brandy fuera el postre más delicioso del restaurante de un hotel de cinco estrellas.

—Venga —le dijo, dándole un beso en la cabeza—. Vámonos a casa.

—Demos un paseo —sugirió Georgia—. No quiero que termine. Esta es nuestra Navidad. —Al cabo de unas pocas semanas, cada uno se iría a casa de sus respectivos padres para pasar las fiestas tal y como se esperaba que hicieran.

—Sí, de acuerdo. Entonces, ¿qué hacemos ahora?

—¡Chocolate! —exclamó Georgia, y tiró de él calle abajo hacia la chocolatería, donde James abrió unos ojos como platos al ver el precio por pieza.

—Compraremos un caramelo —dijo Georgia a James—. Lo compartiremos.

—Me gustaría comprar una libra de bombones —dijo James—. En realidad, me gustaría comprar dos libras.

—No puedes permitírtelo, James —susurró Georgia, preocupada y a la vez emocionada cuando el dependiente marcó la venta de tres cifras en la caja.

—Esta noche sí que puedo —afirmó—. Es Navidad.

El dependiente les dirigió una mirada de desconcierto.

—Para nosotros hoy es Navidad —le explicó Georgia con una amplia sonrisa—. Acabamos de ver nuestro árbol. Ya sabe, el grande.

—Venimos de Georgia Jamesville —dijo James, y Georgia se rio tontamente y lo agarró del brazo—. Lo más probable es que no lo haya oído nombrar nunca. Pero a nosotros nos gusta. Nos encanta.

La pareja deambuló en dirección a la Avenida de las Américas para comerse su cena de bombones sentados al borde de una jardinera frente al Radio City Music Hall mientras veían apresurarse a los que tenían entradas para ver a The Rackettes.

—Me estoy helando —dijo James, que estrechó a Georgia—. Está bien, pero aun así me estoy convirtiendo en un cubito de hielo.

—Bueno —dijo Georgia, que intentaba limpiarse el chocolate de las manos—. No nos marchemos todavía. Tengo un regalo para ti.

—¿Por qué?

—Por Navidad —contestó Georgia—,Y ahora parece perfecto. No está hecho, pero voy a enseñártelo de todos modos. —Abrió la mochila y cogió un montón de lana en los brazos.

—¿Me has comprado lana? —preguntó James—. ¿Haces punto? ¿Igual que una anciana?

—Sí y no, no como una anciana —respondió Georgia, que dejó la lana en la mochila y le enseñó un cuadrado pequeño—. Presta atención. Este va a ser tu jersey.

Te presento el principio.

—Hola, jersey —dijo James, que se inclinó como si hablara con los puntos—. Estoy deseando llevarte puesto. Algún día.

—Oh, sí, lo terminaré —afirmó Georgia, y lo pinchó suavemente con el extremo de una aguja—.
Soy
mejor de lo que tú crees.

—Eso no lo dudo —dijo James—. Y sé que siempre que lo lleve pensaré en ti.

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