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Authors: Agatha Christie

Cianuro espumoso (23 page)

BOOK: Cianuro espumoso
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—¿Sí?.

—Me dijo que iba a dar una fiesta en el Luxemburgo y quería dar una sorpresa a sus invitados. Me enseñó una fotografía en color y me dijo que quería que me maquillase para parecerme al original, y tener el mismo colorido.

La luz se hizo en el cerebro del inspector. El retrato de Rosemary que había sobre la mesa en el despacho de George Barton en Elvaston Square. A ella era a quien le había recordado la muchacha. Sí que se parecía a Rosemary Barton, no sorprendentemente quizá, pero el tipo y las facciones, en conjunto, eran iguales.

—También me trajo un vestido para que me lo pusiese. Lo he traído conmigo. Un vestido de seda verde gris.

Debía peinarme tal como la mujer de la fotografía y acentuar el parecido con el maquillaje. Luego había de ir al Luxemburgo y entrar en el restaurante durante la primera sesión del espectáculo. Y sentarme a la mesa de Mr. Barton, donde encontraría una silla libre. Me invitó a comer allí y me indicó cuál iba a ser la mesa.

—Y, ¿por qué no acudió usted a la cita, miss West?.

—Porque a eso de las ocho de aquella misma noche, alguien... Mr. Barton... telefoneó y me dijo que se había aplazado. Dijo que me avisaría cuando fuera a celebrarse. Luego, a la mañana siguiente, leí la noticia de su muerte en los periódicos.

—Y ha sido usted lo bastante sensata para venir a vernos —dijo el inspector—. Bueno, pues muchísimas gracias, miss West. Ha aclarado usted un misterio, el misterio del asiento vacío. A propósito, dijo usted «alguien» y luego rectificó y dijo «Mr. Barton». ¿Por qué?.

—Porque al principio no creí que fuera Mr. Barton. La voz sonaba distinta.

—¿Era una voz de hombre?.

—Oh, sí, creo que sí. Era un poco ronca, por lo menos... como si quien hablaba tuviese un resfriado.

—¿Eso fue cuanto dijo?.

—Eso fue todo.

Kemp siguió interrogándola sin lograr ampliar sus informes.

Cuando se hubo marchado, le dijo sonriente al sargento:

—¡Así que ese era el famoso plan de Barton!. Comprendo ahora por qué dicen todos que tenía la mirada fija en la silla vacía después del espectáculo y que estaba abstraído y tenía un gesto muy raro. Le había salido mal su plan.

—¿No cree que fuera él quien le dijera que no fuese?.

—¡Claro que no!. Y tampoco estoy tan seguro de que se tratara de una voz de hombre. La ronquera es un buen disfraz para hablar por teléfono. Bueno, estamos haciendo progresos, por lo menos. Haga pasar a Mr. Farraday, si ha llegado ya.

Capítulo IX

Aunque exteriormente estaba sereno, Stephen Farraday había entrado en New Scotland Yard sobrecogido por dentro. Un peso intolerable gravitaba sobre su ánimo. Aquella mañana parecía como si las cosas marcharan bien. ¿Por qué había pedido el inspector Kemp que se presentara allí, tan imperativamente?. ¿Qué sabía y qué sospechaba?. Sólo
podía
tratarse de una sospecha vaga. Lo que hacía falta era conservar la serenidad y no confesar nada.

Se sentía extrañamente solo y abandonado sin Sandra. Era como si, cuando ellos dos se enfrentaban juntos a un peligro, éste perdiera la mitad de sus horrores. Juntos tenían fuerza, valor, poder. Solo, él no era nada; era menos que nada. ¿Y Sandra?. ¿Le sucedía a ella lo propio?. ¿Estaría sentada ahora en Kidderminster House sola, callada, reservada, orgullosa y sintiéndose horriblemente vulnerable por dentro?.

El inspector Kemp le recibió con amabilidad, pero muy serio. Había un policía de uniforme sentado a una mesa, con un lápiz y un bloc de papel. Después de invitar a Stephen a que se sentara, Kemp habló con tono oficial.

—Es mi propósito, Mr. Farraday —dijo—, tomarle declaración. Lo que usted declare será tomado por escrito y se le pedirá luego que lo lea y lo firme. Al propio tiempo, tengo el deber de comunicarle que goza de completa libertad para negarse a hacer dicha declaración y que tiene perfecto derecho a exigir que se halle presente su abogado si así lo desea.

Aquel preámbulo desconcertó un poco a Stephen, pero no lo exteriorizó. Sonrió forzadamente.

—Eso suena muy impresionante, inspector.

—Nos gusta que todo quede bien aclarado, que no queden puntos oscuros, Mr. Farraday.

—Cualquier cosa que diga podrá usarse más tarde contra mí, ¿no es eso?.

—No empleamos la palabra «contra». Cualquier cosa que usted diga podrá ser usada luego como prueba ante un tribunal.

—Comprendo —manifestó Stephen serenamente—. Pero no logro imaginarme por qué han de necesitar de mí una nueva declaración, inspector. Esta mañana ya oyó todo lo que tenía que decir.

—Aquella sesión no tenía, por decirlo así, carácter oficial, aunque resultó útil como punto de partida preliminar. Además, Mr. Farraday, había ciertos detalles que supuse que preferiría usted discutir aquí conmigo. Siempre que se trata de hechos que no son absolutamente vitales en un asunto, procuramos ser tan discretos como nos permite la necesidad de hacer justicia. Seguramente comprenderá usted lo que quiero decir.

—Me temo que no.

El inspector jefe Kemp suspiró.

—Pues quiero decir lo siguiente. Tenía usted relaciones muy íntimas con la difunta Rosemary Barton.

Stephen le interrumpió:

—¿Quién lo ha dicho?.

Kemp se inclinó hacia delante y sacó un documento escrito a máquina de su mesa.

—Ésta es copia de una carta hallada entre los objetos de la difunta Mrs. Barton. El original está archivado aquí y nos fue entregado por miss Iris Marle, que ha identificado la escritura como de su hermana. «Mi leopardo querido...», leyó Stephen.

Una oleada de náuseas le invadió. La voz de Rosemary... hablando... suplicando... ¿No moriría nunca el pasado?. ¿Nunca se dejaría enterrar?.

Se rehízo y miró a Kemp.

—Puede usted estar en lo cierto al pensar que Mrs. Barton escribió esta carta, pero no hay nada que indique que fuera dirigida a mí.

—¿Niega usted haber pagado el alquiler del número veintiuno de Malland Mansions en Earl's Court?.

¡Así que estaban enterados!. ¿Lo habrían sabido desde el primer momento?.

Se encogió de hombros.

—Parece estar usted bien informado. ¿Me es lícito preguntar por qué se sacan a relucir mis asuntos particulares?.

—No saldrán a relucir, a menos que se demuestre que no están relacionados con la muerte de George Barton.

—Comprendo. Lo que usted sugiere es que empecé por hacerle el amor a su esposa y que luego lo asesiné.

—Vamos, Mr. Farraday, le seré franco. Usted y Mrs. Barton eran íntimos amigos, se separaron por deseo de usted y no de ella. Según esta carta, ella pretendía montar un escándalo. Murió muy oportunamente.

—Se suicidó. Es posible que yo tenga algo de culpa. Puede ser que yo mismo me lo reproche, pero no es una cuestión legal.

—Puede que fuera un suicidio, puede que no. George Barton opinaba que no lo era. Empezó a investigar y murió. La sucesión de hechos parece sugestiva.

—No comprendo por qué... bueno, por qué ha de relacionarse conmigo.

—¿Reconoce que la muerte de Mrs. Barton sucedió en un momento muy oportuno para usted?. Un escándalo, Mr. Farraday, hubiera resultado muy perjudicial para su carrera.

—No hubiese habido escándalo. Mrs. Barton hubiera entrado en razón.

—¡Quizá sea cierto!. ¿Estaba enterada su esposa de este asunto, Mr. Farraday?.

—Claro que no.

—¿Está usted completamente seguro?.

—Desde luego. Mi esposa no sospechaba que hubiera otra cosa que no fuera amistad entre Mrs. Barton y yo. Confío en que jamás lo sabrá.

—¿Es celosa su mujer, Mr. Farraday?.

—De ninguna manera. Es demasiado sensata para eso.

El inspector no comentó la afirmación, pero dijo:

—¿Tuvo usted en su poder cianuro en algún momento, durante el año pasado, Mr. Farraday?.

—No.

—Pero, guarda usted cianuro en su finca del campo ¿no?.

—Puede que tenga el jardinero. Yo no sé una palabra de eso.

—¿Usted no ha comprado nunca cianuro en ninguna farmacia, ni para usarlo en fotografía siquiera?.

—No entiendo de fotografía y repito que jamás he comprado cianuro.

Kemp le interrogó un poco más antes de dejarle que se fuera.

Luego le comentó pensativo a su subordinado:

—Se apresuró a negar que su mujer supiese una palabra de su devaneo con la Barton. ¿A qué obedecería tanta precipitación?.

—Seguramente estará asustado... temiendo que algún día lo descubra.

—Es posible, pero yo hubiese creído que tenía suficiente inteligencia para comprender que, si su mujer lo ignoraba todo y armaba jaleo al enterarse, sería una razón más por la que le interesara matar a Rosemary Barton. Para salvar el pellejo, debiera haber dicho que su mujer tenía más o menos conocimiento del asunto, pero que había preferido hacer como si no se hubiese enterado.

—No se le ocurriría eso seguramente, jefe.

Kemp sacudió la cabeza. Stephen Farraday no era tonto. Tenía un cerebro despejado y astuto. Y había dado muestras de un empeño exagerado en convencer al inspector de que Sandra no sabía una palabra del asunto.

—Bueno —dijo Kemp—, el coronel Race parece satisfecho del indicio que ha descubierto y, si tiene razón, los Farraday quedan descartados... los dos: marido y mujer. Y me alegraré si así ocurre. Me es simpático ese hombre. Y, personalmente, no creo que sea el asesino.

Stephen abrió la puerta de la sala.

—¿Sandra?.

Ella surgió de la oscuridad, asiéndole de pronto por los hombros.

—¿Stephen?.

—¿Por qué estabas a oscuras?.

—No podía soportar la luz. Cuéntame.

—Lo saben.

—¿Lo de Rosemary?.

—Sí.

—¿Y qué creen?.

—Ellos ven, claro está, que yo tenía motivos... ¡Oh, querida!. ¡Mira en lo que te he metido!. Toda la culpa es mía. Si me hubiera marchado... dejándote en libertad... para que tú, por lo menos, no te vieras envuelta en ese terrible asunto...

—No, no... Eso no... No me dejes nunca... No me dejes nunca...

Se apretó contra él. Se colgó de su cuello. Estaba llorando y las lágrimas le resbalaban por las mejillas. La sintió estremecerse.

—Tú eres mi vida, Stephen... toda mi vida... No me abandones nunca...

—¿Tanto me quieres, Sandra?. Nunca supe...

—No quería que lo supieses. Pero ahora...

—Sí, ahora estamos metidos juntos en esto, Sandra... Juntos nos enfrentaremos con la situación... Venga lo que venga. ¡Juntos!.

Y allí, de pie, abrazados el uno al otro en la oscuridad, sintieron que renacían sus fuerzas.

—¡Eso no destrozará nuestras vidas! —exclamó Sandra con determinación—. No lo conseguirá.
¡No lo conseguirá!.

Capítulo X

Anthony Browne contempló la cartulina que el botones le tendía. Frunció el entrecejo y se encogió de hombros.

—Bueno, que suba —dijo al muchacho.

Cuando entró el coronel Race, Anthony estaba de pie junto a la ventana. Los rayos del sol recortaban su silueta.

Vio a un hombre alto, de aspecto marcial, rostro bronceado y cabello entrecano, un hombre a quien había visto antes, pero no desde hacía años. Un hombre del que sabía muchas cosas.

Race vio a un hombre moreno y garboso, y el contorno de una cabeza bien formada.

——¿El coronel Race? —dijo Anthony con voz agradable, indolente—. Sé que era usted amigo de George Barton. Habló de usted aquella última noche. ¿Un cigarrillo?.

—Gracias, sí.

Le ofreció una cerilla.

—Aquella noche usted era el invitado que no se presentó... —añadió Anthony—. Tanto mejor para usted.

—Está usted en un error. Aquel asiento vacante no me estaba destinado.

—¿De veras? Barton dijo...

Race le interrumpió.

—Puede haberlo dicho George Barton. Sus planes, sin embargo, eran completamente distintos. Aquel asiento, Mr. Browne, debía de haberlo ocupado, al apagarse las luces, una actriz llamada Chloe West.

Anthony le miró boquiabierto.

—¿Chloe West?. En mi vida la oí nombrar. ¿Quién es?.

—Una joven actriz no muy conocida, pero que se parece superficialmente a Rosemary Barton.

Anthony emitió un silbido de sorpresa.

—Empiezo a comprender.

—Le habían proporcionado una fotografía de Rosemary para que pudiera copiar el peinado y maquillaje. Y también le proporcionaron el vestido que llevaba Rosemary la noche de su muerte.

—¿Así que ése era el plan de George?. Se encienden las luces...
Eh, presto!
. Exclamaciones de horror sobrenatural...
Rosemary ha vuelto
. El culpable exclama crispado: «¡Es cierto... es cierto... Lo hice yo!».

Hizo una pausa y agregó:

—Malísimo hasta para un borrico como el pobre George Barton.

—No estoy muy seguro de haberle entendido.

—Vamos, coronel... —Anthony rió—... un criminal recalcitrante no iba a portarse como una colegiala histérica. Si alguien había envenenado a Rosemary Barton a sangre fría y se disponía a propinarle a George Barton una dosis de cianuro, tal persona tendría cierto valor, cierta serenidad por lo menos. Haría falta algo más que una actriz disfrazada de Rosemary Barton para obligarle a confesar su culpabilidad

—No olvide que Macbeth, criminal de nervios de acero, se desquició al ver el fantasma de Banquo en el festín.

—¡Ah!. ¡Pero es que lo que vio Macbeth
era
un fantasma de verdad!. ¡No se trataba de un cómico de la legua engalanado con la ropa de Banquo!. Estoy dispuesto a admitir que un fantasma pudiera traer consigo del otro mundo una atmósfera propia. Es más, estoy dispuesto a reconocer que creo en fantasmas... pero creo en ellos desde hace seis meses... en uno de ellos en particular. —¿De veras?. ¿Y de quién es ese fantasma? —De Rosemary Barton. Puede usted reírse si quiere.

No la he visto, pero he sentido su presencia. Por alguna razón que no se me alcanza, Rosemary, pobrecilla, no puede descansar en paz.

—A mí se me ocurre una razón.

—¿El hecho de que la hubiesen asesinado?.

—O expresado de otro modo y en jerga que le debe ser familiar: porque la liquidaron.
¿Qué me dice usted de eso, Mr. Tony Morelli?
.

Hubo un momento de silencio. Anthony se sentó, tiró el cigarrillo a la chimenea y encendió otro.

—¿Cómo lo averiguó? —dijo por fin.

—¿Reconoce que es usted Tony Morelli?.

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