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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, Novela histórica

Cienfuegos (6 page)

BOOK: Cienfuegos
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El mar continuaba en calma, de un azul-añil denso y profundo, y un persistente viento que llegaba del Nordeste inflaba las velas y empujaba la nave dulcemente y sin descanso.

El pastor, criado en las cumbres de La Gomera y buen conocedor de la Naturaleza, sabia por experiencia que ese viento soplaba siempre de setiembre a enero en idéntica dirección y casi con idéntica fuerza, y comprendió por tanto desde el primer momento, que si como aseguraban era ese viento el que más convenía para alcanzar rápidamente el fantástico país de los palacios de oro, no se podía haber elegido mejor estación del año para intentar la empresa.

Al tercer día de navegación aprendió a medir el tiempo, ya que el contramaestre le condujo a popa, le colocó ante un extraño artilugio de vidrio estrangulado en su centro y en el que un montoncito de arena iba pasando sin descanso de un recipiente al de abajo y señaló:

—Esto es un reloj. Cuando la arena se acaba significa que ha transcurrido media hora. Tu misión es darle la vuelta y esperar. Cuando lo hayas hecho ocho veces habrá acabado tu guardia y llamas a Pascualillo para que te releve. —Le observó de improviso atentamente con el torvo y severo ceño fruncido—. ¿Sabes contar? —inquirió desconfiado.

—No.

—Me lo temía.

Desapareció sin decir palabra y al poco regresó con un montoncito de almendras que colocó sobre la mesa.

—Aquí hay ocho almendras —puntualizó—. Cada vez que le tengas que dar vuelta al reloj, te comes una. Cuando las hayas acabado llamas a Pascualillo. Pero recuerda que estaré vigilando y si te las comes antes de tiempo te daré veinte latigazos. Y te garantizo que veinte latigazos son muchos latigazos.

Al poco pasó por el alcázar «maese» Juan de la Cosa que descubrió al gomero sentado en el suelo y con la vista clavada en la arena como si se encontrara en trance.

—¿Qué haces? —inquirió sorprendido.

—Mido el tiempo —replicó muy serio el muchacho.

—¡Ya! ¿Y las almendras?

—Es que no sé contar.

—¿Nada de nada?

—Nada de nada.

—¡Pues sí qué eres bruto! —Y agitó la cabeza negativamente, como si le costara un increíble esfuerzo aceptar que pudiera existir alguien tan obtuso, y tras meditar unos instantes le tomó la mano óbligándole a extenderla en el suelo con los dedos muy abiertos para írselos señalando uno por uno—: Repite conmigo —ordenó—. ¡Uno!

—Uno.

—Dos.

—Dos.

—Tres.

—Tres. —Cuatro. —Cuatro. —Y cinco…

—Y cinco.

—Bien. Ahora repítelo tú solo hasta que los aprendas. Si cuando vuelva no te los sabes, te daré veinte latigazos…

Le dejó allí, estúpidamente sentado con la vista clavada en el hilo de arena que caía y golpeándose uno tras otro los dedos de la mano izquierda con el índice de la derecha mientras repetía incansablemente como en una absurda letanía: Uno, dos, tres, cuatro, cinco… Uno, dos, tres…

En esa posición le descubrió el malhumorado contramaestre cuando acudió poco después a vigilarle, lo que le obligó a exclamar roncamente:

—¿Se puede saber qué coño haces?

—Aprendo a contar.

—¡Ah, sí…! ¿Y cuánto tiempo ha pasado?

—No lo sé.

—¿Cuántas almendras te has comido?

—No lo sé.

—¿Cuántas quedan, animal? —exclamó furioso.

Cienfuegos
se aproximó, las observó atentamente, y por último las fue señalando firmemente con el dedo: Una, dos, tres, cuatro y cinco. Meditó unos instantes y tras darle muchas vueltas llegó a una brillante conclusión:

—Más de cinco —admitió convencido.

El paticorto y malencarado vasco le observó unos instantes absolutamente perplejo. Se llevó la mano a la frente dándose una sonora palmada con la que intentó mostrar la magnitud de su asombro y dando media vuelta se alejó hacia proa sin cesar de refunfuñar ni un solo instante.

—¿Al Cipango? —exclamó—. ¡A la mierda vamos con semejante tripulación!

Tal vez el veterano y experimentado contramaestre no se encontrase demasiado desacertado en sus apreciaciones sobre el futuro de la nave, pero lo que sí se vio en la obligación de admitir aun en contra de sus más íntimos convencimientos, fue que el pelirrojo y desconcertante rapazuelo que se había embarcado como polizón en La Gomera cumplía a la perfección todos sus cometidos y al día siguiente acudió a comunicarle que podía llevar a cabo la guardia ante el reloj puesto que ya había aprendido a contar perfectamente hasta veinte.

—Es por si algún día tienen que azotarme —concluyó—; sabré que no se pasan.

Le cayó bien el muchacho. Tal vez no aparentara ser el más listo de a bordo, pero demostraba no obstante una inconcebible facilidad para aprenderlo todo y una natural predisposición para el trabajo, que procuraba llevar a cabo con meticulosa precisión, haciendo gala al propio tiempo de una prodigiosa agilidad que le permitía trepar a los palos o deslizarse por las jarcias como un auténtico chimpancé. El día en que le permitieron hacerse con una de las largas pértigas de abordaje comenzó a saltar de un lado a otro como un titiritero de feria en un auténtico derroche de facultades que hizo de inmediato las delicias de la tripulación.

Fue su aguda vista la que descubrió una mañana un inmenso tronco que flotaba a estribor, y cuando se aproximaron a estudiarlo de cerca muchos se impresionaron al comprobar que en realidad se trataba de los restos del palo mayor de una nave portuguesa cuyo tonelaje debió superar en mucho al de la propia
Marigalante
.

Cundió el pánico entre los más pusilánimes y esa noche volvieron a escucharse los sollozos de quienes continuaban convencidos de que el fin de la travesía estaba próximo y habían llegado al punto en que todo barco que se aventurase por el «Tenebroso Océano Desconocido» sería arrastrado a los abismos por las inmensas bestias que lo poblaban y que protegían celosamente los confines del universo.

Pascualillo de Nebrija formaba parte de esa nutrida legión de asustadizos sobre los que las sombras de la noche parecían ejercer una maligna e invencible influencia, pese a que durante las horas en que lucía el sol destacara como líder de los grumetes e indiscutible cabecilla de las pequeñas conjuras que solían tener lugar en el sollado de proa.

Allí tenían lugar también las semiclandestinas partidas de naipes, y fue él quien iniciara al joven pastor isleño en el complejo mundo del juego, con lo que consiguió involuntariamente hacerle el más flaco favor imaginable.

Fue a la tarde siguiente.

Aún estaba fresco en la memoria de todos el incidente del palo de la nao portuguesa, y mientras en el castillo de popa se discutía acaloradamente sobre el tema, en el sollado de proa se organizó una partida a la que por casualidad asistió un desprevenido
Cienfuegos
al que extrañamente no se le había encargado en esos momentos tarea alguna.

Desde el primer instante le llamaron poderosamente la atención los naipes, a los que dio vueltas una y otra vez entre los dedos, maravillado al parecer por sus coloreadas figuras y por el extraño significado de unos dibujos a los que atribuyó de inmediato un confuso significado.

Reyes, damas, caballeros, ases y números de distintos palos y valoraciones que podían intercambiarse en una variopinta cantidad de combinaciones de sonoros nombres jamás oídos anteriormente, se le antojaron poco menos que fabulosos seres dotados de vida propia que consiguieron fascinarle como no lo habían hecho hasta aquellos momentos más que los ojos o el inimitable cuerpo de su amada.

Descubrió su alma de empedernido jugador casi desde el momento mismo en que se sentó a la mesa, y descubrió también de inmediato que las únicas damas de este mundo que jamás le prodigarían sus favores serían las de la baraja.

Por un inexplicable sortilegio que comenzó aquella misma tarde, siempre y a todo lo largo de su azarosa vida, el cabrero
Cienfuegos
se vería perseguido por la curiosa circunstancia de que, indefectiblemente y fuera cual fuera su suerte, hasta ese instante, en cuanto en un momento determinado le caía una dama de la baraja en las manos, perdía hasta la camisa si es que en esos momentos era dueño de alguna.

En aquella ocasión no poseía desde luego camisa; no poseía nada más que su tiempo y su inagotable capacidad de trabajo, y fue por ello por lo que en una sola sentada perdió las guardias de ocho días viéndose en la penosa obligación de tener que pagar un corto rato de diversión con la casi totalidad de sus horas de sueño de toda una semana.

No le sirvió de escarmiento. Jamás, nada de cuanto hiciera en el futuro le apartaría por mucho tiempo de una mesa de juego, y a menudo se preguntó años más tarde cuál hubiera sido su auténtico destino, y cuántos trances amargos podría haberse ahorrado si aquel maldito día a bordo de la
Marigalante
no hubiera tenido la nefasta ocurrencia de enamorarse de las cartas.

Los cinco días siguientes los pasó, por tanto, yendo de un lado a otro con el fin de cumplir con sus tareas y las de dos grumetes, semejante a una máquina comandada a distancia, agotado e incapaz de reaccionar a la orden más simple.

—¡Este chico es tonto!

Incluso el amable Juan de la Cosa o el malhumorado contramaestre, que habían aprendido a creer en él, comenzaron a desconfiar de su auténtica capacidad mental, ignorantes como estaban de que su casi total ineficacia era debida a que trabajaba veinte horas seguidas sin apenas descanso y sin probar más que unos cuantos bocados de una hedionda comida que continuaba antojándosele totalmente intragable.

Tan sólo el avispado Luis de Torres, un hombretón de ojos negros y ganchuda nariz que le conferían el inquietante aspecto de una gran ave de presa, pareció captar qué era lo que le estaba ocurriendo en realidad, ya que al ejercer el curioso oficio de futuro intérprete ante el Gran Kan o los restantes reyes de las costas del Cipango, no tenía de momento tarea alguna que realizar a bordo, y dedicaba por ello la mayor parte de su tiempo a observar como un gigantesco halcón cuanto ocurría sobre la cubierta de la nave.

—¡Ven aquí! —le llamó un día obligándole a subir al alcázar de popa—. ¿Cómo se explica que no pares un minuto de faenar mientras tus compañeros se dedican a pescar o a tomar el sol en la toldilla? ¿Es que realmente eres tan tonto como dicen?

El isleño dudó puesto que el juego no estaba bien visto a bordo y admitir que a veces se celebraban partidas en el sollado de proa podía acarrearle problemas al resto de la tripulación, pero ante la insistencia del intérprete y su aparentemente irreductible decisión de no permitirle alejarse sin recibir una convincente explicación, acabó por confesar cuanto había ocurrido.

—Decididamente eres tonto… —señaló Luis de Torres en un pintoresco castellano que evidenciaba su ascendencia levantina—. ¿Cuánto debes aún?

—Dos días de trabajo.

—No vas a resistirlo —sentenció el otro convencido—. En cualquier momento te caerás del palo mayor y te romperás la cabeza. —Metió la mano en la bolsa de cuero que colgaba de su cinturón y le entregó tres monedas. Paga con esto —señaló—. Cuando cobres me devolverás cinco monedas. Si pasan treinta días, seis, si cuarenta, siete. ¿Está claro?

El muchacho pareció a punto de rechazar la oferta, pero al fin extendió la mano y se apoderó de las monedas.

—Muy claro… ¿Por casualidad es usted judío?

—Converso… —admitió el otro con una leve sonrisa de complicidad.

—Pues aún debe oler a agua bendita.

—Es posible… Me bauticé justo el día antes de zarpar de Sevilla.

—¿Cómo es Sevilla?

—Muy grande y muy bonita. Una de las ciudades más bellas del mundo con un precioso río que la atraviesa por completo:

—Algún día iré a Sevilla —señaló el muchacho convencido—. En realidad yo creía que la
Marigalante
iba a Sevilla, pero cuando descubrí su destino era ya demasiado tarde.

—No la vuelvas a llamar
Marigalante
—le advirtió el converso bajando mucho la voz—. Al almirante le molesta. Ya sé que la mayoría de la tripulación prefiere mantener su antiguo nombre pero a él le pone furioso.

—¿Por qué? —se sorprendió el isleño—. ¿Qué importancia puede tener el nombre de un barco?

El otro indicó las dos pequeñas carabelas que navegaban siempre a la vista, y que a la caída de la tarde solían aproximarse a recibir instrucciones.

—Una es
La Niña
y la otra
La Pinta
—dijo—. Si ésta continuara llamándose
Marigalante
, más pareceríamos una alegre excursión de prostitutas a la caza de aventuras picantes que una seria expedición en busca del Gran Kan… Por eso el almirante le cambió el nombre por el más conspicuo y reverente de
Santa María
.

—Pues lo que es a mí, uno u otro me traen sin cuidado…
Marigalante
o
Santa María
ni una ni otra me llevarán de momento a Sevilla.

—¡Tómalo con calma! Eres muy joven y Sevilla siempre estará en el mismo sitio.

—¿Y qué ocurrirá si cuando llegue la persona que tengo que ver allí ya se ha marchado…?

—Que encontrarás a otra. Se trata de una mujer, ¿no es cierto? Pues te garantizo que con tu aspecto no van a faltarte nunca. Te lo dice alguien que siempre se interesó por las mujeres, aunque ninguna se interesara nunca por él. —Se golpeó levemente la sien con una sonrisa irónica—. Nada importa que aquí dentro puedan estar todos los conocimientos científicos e intelectuales de este mundo, e incluso que consiga hablar correctamente nueve lenguas. Eso no les importa: prefieren a los tipos como tú.

—Ella es distinta. Distinta a todas.

—¿Tiene tres piernas?

—¡Naturalmente que no!

—Entonces es igual que todas, créeme. Y ahora vete; pero recuerda que me debes dinero y deberle dinero a un converso es peor que debérselo al mismísimo demonio…

—Lo tendré muy presente.

—¡Y que no se te ocurra jugártelo!

El cabrero dudó un instante porque tal vez había sido ésa su primera intención, pero reparó en la severidad de los ojos de halcón y asintió al tiempo que de un salto caía ágilmente sobre la cubierta principal:

—¡Descuide, señor…! No me los jugaré. ¡Y gracias!

Esa noche pudo dormir por primera vez a pierna suelta en varios días, y tal era su agotamiento, que ni siquiera reparó en la cercana presencia del hombre que olía a cura, que en esta ocasión permaneció mucho más tiempo del acostumbrado observando el horizonte y las estrellas, a la par que murmuraba por lo bajo frases cada vez más confusas.

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