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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, Novela histórica

Cienfuegos (7 page)

BOOK: Cienfuegos
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A la mañana siguiente, sin embargo, tuvo conocimiento bien pronto de lo que le sucedía, ya que tanto los pilotos de las tres naves como algunos de los más veteranos timoneles habían comprobado aterrorizados que, incomprensiblemente, las brújulas noresteaban casi una cuarta.

—¿Y eso qué diablos significa? —quiso saber.

—Que en lugar de señalar directamente a la estrella Polar, como siempre ha ocurrido, declinan unos quince grados, lo cual tan sólo puede deberse a que la estrella ha cambiado de lugar, cosa impensable, o que todas las brújulas se han averiado a un tiempo, posibilidad harto improbable.

El isleño no hizo comentario alguno ya que a decir verdad aún no se había hecho una idea muy clara de cómo funcionaba y para qué servía una brújula, y en cierto modo se le antojaba demoníaca brujería que un pedazo de metal acabase siempre por apuntar en una dirección exacta por más vueltas que se le diera.

Decidió, por tanto, desentenderse del tema, pero esa noche nadie pareció capaz de descansar a bordo puesto que todos los ojos permanecían clavados en aquella rutilante estrella que mantenían siempre por la banda de estribor.

Resonaron una vez más los lamentos, ya que el eterno coro de los asustadizos consideró un síntoma de terrible agüero que aquella hermosísima estrella, que había demostrado a través de los siglos una inquebrantable fidelidad a los hombres de mar, decidiera traicionarles abandonándoles a su suerte en pleno corazón del «Tenebroso Océano».

—¡Volvamos! —suplicaba la mayoría—. La Polar nos está dando el definitivo aviso de que Dios no desea que sigamos adelante.

Pero el almirante Colón, aquel que según
Cienfuegos
hedía a cura y a ropa polvorienta, y apenas abandonaba su minúscula camareta más que para tomar la altura de las estrellas o calcular la velocidad de las naves, reunió a sus pilotos y capitanes para comunicarles que en su opinión el inquietante hecho nada tenía que ver con designios divinos, sino tan sólo con algún desconocido fenómeno astronómico.

—Tal vez la Tierra no sea absolutamente redonda sino en forma de pera —dijo—. Lo cual explicaría que al pasar de una determinada latitud, la posición de la estrella sufre una ligera variación. Sea como sea, lo que puedo asegurar es que una cuestión tan nimia no va a hacer variar ni un ápice mis planes. Seguiremos rumbo al Oeste.

—Con todos los respetos… —se decidió a intervenir Vicente Yáñez Pinzón que estaba considerado como el más experimentado de los pilotos de la escuadra—. Alterar levemente el rumbo al Sudoeste favorecería en mucho la andadura de las naves. El viento sopla insistentemente en esa dirección y al tomarnos de popa nos permitiría avanzar más aprisa y con menos quebranto para unos cascos y unos aparejos ya de por sí muy castigados.

—Según mis cálculos, el Cipango y las costas de Catay están frente a nosotros —fue la tajante respuesta del almirante— y hacia allí nos dirigimos. Todo desvío de la ruta se me antoja una inútil pérdida de tiempo.

—A mi modo de ver —puntualizó el andaluz sin dar su brazo a torcer a las primeras de cambio—, nuestro principal objetivo es encontrar tierra y tranquilizar de ese modo a la tripulación. Una vez en ella podremos indagar la mejor forma de continuar hasta el Cipango.

—La mejor forma de llegar al Cipango es seguir el rumbo marcado. En diez días avistaremos sus costas.

Nadie volvió a argumentar de momento ni una sola palabra, ya que al fin y al cabo el genovés continuaba siendo, por mandato real, el almirante indiscutible de la flota.

Ello no impidió sin embargo que entre una parte de la marinería cundiera el descontento, ya que los más expertos habían advertido que el hecho de abandonar la ruta natural de los vientos dominantes —que años más tarde acabaría por denominarse «Ruta de los Alisios» y convertirse en el auténtico «Camino Real» de las travesías hacia las costas del «Nuevo Mundo»— les iba adentrando cada vez con mayor frecuencia en una región de grandes calmas, y para un navegante experimentado ningún peligro más temible existía que el de quedarse sin viento en mitad de un caluroso y desconocido océano completamente inmóvil.

Algunos aprovecharon para recordar los últimos consejos que les diera el viejo Vázquez de la Frontera, quien cuarenta años atrás y en el transcurso de un viaje exploratorio hacia el Oeste patrocinado por el monarca portugués Enrique «el Navegante», había caído en idéntica trampa. Vázquez de la Frontera confesaba que más tarde se había tropezado con una inmensa barrera vegetal que convertía el agua en una especie de masa impenetrable, lo cual le impidió, a su modo de ver, alcanzar las costas del Cipango cuando las tenía ya casi al alcance de la mano.

—¡Al Sudoeste! ¡Siempre al Sudoeste! —gritó cuando se alejaban de las costas andaluzas rumbo a Canarias—. ¡Dejaos llevar por el viento! ¡El viento nunca engaña!

Para algunos —el almirante entre ellos—, Vázquez de la Frontera no había sido nunca más que un viejo charlatán enredador que apenas había superado en unas cincuenta leguas el cabo de La Orchila de la isla del Hierro, confín del mundo conocido hasta aquellos momentos, pero muchos otros —entre ellos el severo Juan de la Cosa— eran de la opinión de que el anciano sabía muy bien de lo que hablaba, aceptando a pies juntillas que los resecos hierbajos que con tanto mimo conservaba habían sido extraídos realmente del mítico mar de los Sargazos y no eran, como sus detractores afirmaban, simples algas marinas jareadas al sol.

Por desgracia, sus casi setenta años habían impedido al veterano marino enrolarse como era su deseo en la arriesgada expedición que seguiría sus pasos de tanto tiempo atrás, y sus sabios consejos no eran ya más que un añorado recuerdo al que los supremos mandatarios de la escuadra no parecían dispuestos a prestar la más mínima atención.

Al despreocupado e ignorante
Cienfuegos
, por su parte, todas aquellas cuestiones parecían tenerle absolutamente sin cuidado, puesto que ya se había hecho a la idea de que nadie pensaba llevarle a Sevilla, igual le daba Oeste que Sudoeste, Norte que Sur, y bastantes problemas tenía con sobrevivir y procurar que no continuaran arrebatándole en el juego lo poco que obtenía con su trabajo.

Esa indiferencia con respecto a la ruta a seguir, y el hecho de que se hubiera subido a un barco que marchaba en dirección completamente opuesta a la que pretendía, hacía que la marinería le gastase constantes bromas sobre su extraño sentido de la orientación, cosa que no le molestaba en absoluto, puesto que se diría que estaba hecho de una pasta especial que hacía que aparentemente tan sólo dos cosas le importaran en este mundo: Ingrid Grass, vizcondesa de Teguise, y un mazo de cartas de baraja.

Seguía jugando:

Y seguía perdiendo.

Le debía dinero al converso Luis de Torres, y horas de trabajo a cuatro o cinco grumetes, pero ya sabía contar hasta mil e incluso era capaz de sumar y restar operaciones de dos cifras. La mayoría de las gentes de a bordo le apreciaba por su predisposición a ayudar en todo y hacer favores, aunque no carecía de enemigos a los que parecía molestar su innegable prestancia y en especial el envidiable órgano viril que había quedado claramente a la vista la mañana en que aprovechando una calma chicha, la mayor parte de la tripulación decidió lanzarse al agua tal como había venido al mundo.

Los agudos ojillos del intérprete real, que seguían sin perder detalle sobre cuanto sucedía a su alrededor, hicieron que poco más tarde le llamara aparte para comentar sin manifiesta mala intención:

—Entiendo ahora que exista una dama dispuesta a seguirte a Sevilla e incluso al fin del mundo… Y que prefiera lo que tú le ofreces a mis conocimientos de árabe o caldeo. Si algún día regresamos a la Corte, cosa que empiezo a poner en duda, un tipo como tú, asesorado por alguien como yo, podría llegar muy lejos teniendo en cuenta que, aunque la mayoría lo niegue, a este mundo lo gobiernan las mujeres. En España, sin ir más lejos, pesa más la opinión de doña Isabel que la de don Fernando.

—Yo no sé más que cuidar cabras, silbar y fregar cubiertas —fue la inocente respuesta del pelirrojo—. Incluso cumplir correctamente la guardia del reloj me cuesta un gran esfuerzo. Malamente podré convertirme por tanto en caballero.

—Siempre resultará más fácil hacer de ti un caballero, que de un caballero un tipo como tú… —sentenció seriamente el converso—. Yo pertenezco a un pueblo al que hace más de catorce siglos todos se empeñan en cambiar. Ahora, por una simple orden de la reina, nos han privado de todo; incluso del derecho a vivir en la tierra en que nacimos. Si han conseguido hacer de mí un cristiano, ¿por qué no puedo hacer yo de ti un caballero? Háblame de tu dama.

—¿Qué quiere que le diga?

—Quién es, cómo la conociste ¿qué piensa hacer por ti?

—La conocí en una laguna, no supe que estaba casada y era noble hasta el último momento, y jamás he pretendido que haga nada por mí, más que volver a mi lado. Yo la amo.

—A tu edad el amor es siempre algo transitorio. Pero lo que una mujer llegue a sentir por ti puede muy bien ser permanente. ¿Te gustaría aprender a leer y escribir?

—¿De qué me serviría?

—Es el primer paso para soñar con convertirte algún día en algo parecido a un caballero.

—Nunca soñé con ser caballero. Lo único que en verdad desearía es regresar a mis montañas, y estar siempre junto a Ingrid.

—¡Escucha rapaz! —la respuesta no admitía réplica—. Sí hay algo de lo que yo entienda en esta vida es de seres humanos, y sé muy bien que no has nacido para cuidar cabras en las montañas de La Gomera. Le pediré al contramaestre que te deje una hora libre al día para enseñarte a leer y escribir. Empezarás mañana.

Fue de ese modo, sin desearlo en un principio, como el pastor
Cienfuegos
, también conocido por
El Guanche
, se inició en el mundo de las letras, pero quedó bien patente desde el primer momento que su innata curiosidad y su casi intacta inteligencia natural consiguieron que en pocos días se entusiasmara por el hecho de descifrar los extraños signos que el converso iba trazando sobre un improvisado pizarrón de madera, y no resultaba por lo tanto extraño descubrirle atareado a todas horas dibujando palotes con ayuda de un aguzado pedazo de carbón.

Pascualillo de Nebrija le observaba perplejo.

—¿Qué conseguirás con eso? —repetía una y otra vez desconcertado—. Aunque la mona se vista de seda, mona se queda, y aunque el borrico aprenda a leer, siempre rebuzna.

El isleño se limitaba a hacer caso omiso a sus pullas, empeñado día y noche en una dura lucha con círculos y rayas, decidido como estaba a aprovechar la oportunidad que se le ofrecía de escapar de aquella agobiante sensación de profunda impotencia que le asaltó en un tiempo, cuando teniendo entre sus manos el precioso rostro de la mujer que amaba, se consideró totalmente incapaz de expresarle cuanto en verdad sentía por ella.

En principio no dispuso sin embargo de demasiado tiempo para dedicarse de lleno a su nueva tarea, puesto que a la cuarta noche de haber noresteado la brújula, el aguzado oído de los marinos percibió claramente que la andadura de la nave disminuía de forma notable pese a que el viento no parecía haber perdido fuerza.

Al poco se escuchó a Juan de la Cosa lamentarse de que el timón no obedecía con la presteza a que les tenía acostumbrados, y en conjunto podría creerse que una gigantesca mano se entretuviera en aferrarles desde el fondo, o que súbitamente el mar se hubiera espesado hasta convertirse en un denso puré difícilmente navegable.

Antes del alba ya todos los cuerpos aparecían inclinados sobre la borda, y la primera claridad del día les sorprendió observando atónitos un pacífico mar que parecía haberse convertido en una infinita y ondulante pradera de hierba de largas hojas lanceoladas y color azul verdoso, semejantes a las grasientas plantas que acostumbran a crecer sobre las rocas que deja al descubierto la bajamar, y con muy poco en común con las algas marinas.

¡El mar de los Sargazos!

Allí estaba, rodeándoles en cuanto alcanzaba la vista, tal como lo describiera el viejo Vázquez de la Frontera y en el lugar exacto que él marcara, al Norte de la ruta de los vientos que soplaban firmemente hacia el Sudoeste.

¿Quién podía dudar ahora de que había estado allí y las resecas plantas que conservaba provenían de aquel lugar?

¿Quién se atrevía a negar que habían caído ciegamente en la trampa de la que con tanta insistencia les previno?

—Recuperemos la ruta del Sudoeste —rogó Juan de la Cosa—. Tal vez los vientos nos saquen de este cepo.

—El Cipango y Catay están al Oeste… —fue la inmutable respuesta—. Esto no puede ser más que la vegetación que crece sobre un bajío de roca… ¡Largar la sonda!

Y fue naturalmente a
Cienfuegos
a quien le tocó una vez más el pesado trabajo de echar al agua la larga liña y agitar continuamente el brazo, buscando tocar un fondo al que nunca alcanzarían porque en realidad se encontraba miles de brazas más abajo.

Muchos a bordo no acertaban sin embargo a creérselo y se mantenían pendientes del más mínimo detalle que revelase que se hallaban a punto de estrellarse contra un traicionero arrecife a flor de agua.

—Esta noche moriremos… ¡Todos moriremos!

Una vez más la eterna cantinela obsesionante; el miedo que reptaba por la borda como una oscura víbora que se iba apoderando de los espíritus de los hombres que no pertenecían a la raza de auténticos marinos, sino a la de los hambrientos de tierra adentro que vieron en la expedición una postrer oportunidad de escapar a la miseria.

Las gentes de la
Marigalante
—o de la
Santa María
como el almirante Colón exigía que se la llamase, así como los de
La Pinta
y
La Niña
, se dividían claramente en dos grupos perfectamente diferenciados por su origen y su comportamiento: los auténticos marinos para los que el viaje no constituía más que un arriesgado paso en la eterna conquista de nuevas rutas comerciales, y los miserables desesperados —e incluso un diminuto puñado de fugitivos de la Justicia— para los que embarcarse tan sólo constituyó en su día una especie de terrorífica huida hacia delante.

Para la mayoría de estos últimos, el mar sería siempre un elemento hostil y peligroso del que mil asechanzas sin nombre cabía esperar continuamente; en especial en aquel «Océano Tenebroso» del que nada más que negras historias de muerte y destrucción habían oído contar hasta el presente.

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