Todo resultaba para ellos factible cuando las naves se arriesgaban más allá de la última punta de la Isla del Hierro; desde la posibilidad de que las aguas se precipitasen de improviso en un abismo sin fondo, a que monstruos marinos altos como montañas devorasen los barcos, o éstos fueran condenados a navegar eternamente por una ilimitada extensión de aguas muy quietas adentrándose en la mansa y obsesionante eternidad de las almas en pena.
Ahora estaban allí, apresados por una maraña de hierbajos de aspecto repelente; un viscoso mejunje contra el que las proas luchaban bravamente, pero que al aferrarse al timón amenazaban con bloquearlo de una vez para siempre.
—¿Fondo?
—¡No hay fondo!
La pregunta y la respuesta se repetían de forma obsesiva, del alcázar a proa, y luego los ojos se alzaban a inquirir noticias del vigía que respondía de igual modo la machacona cantinela:
—¡Sargazos hasta el confín del horizonte!
De noche las embarcaciones pequeñas acudían a buscar cobijo muy cerca de la nao capitana, se arriaba el trapo hasta dejarlo al mínimo, y cuatro hombres permanecían con los ojos y el oído atentos a la aparición de las rompientes que constituían según todos el origen del mal que les amedrentaba.
Nadie parecía querer aceptar el hecho, desconocido hasta el presente, de que aquella espesa maleza tuviera su origen en sí misma a flor de agua, o que ascendiese desde los miles de metros de un abismo insondable.
Los días se hicieron más largos.
Y las noches eternas.
El reloj de arena tan sólo giraba cuarenta y ocho veces pero cabía imaginar que el paso de una a otra burbuja se había estrangulado, puesto que su ritmo no parecía corresponder en absoluto al ritmo de los hombres.
La desidia se apoderó de las naves y la desgana de sus tripulaciones, cuyos nervios parecían haber aflorado hasta la superficie, y no resultaba extraño por lo tanto que surgieran de continuo disputas por los más nimios motivos.
El malencarado contramaestre se vio en la obligación de echar mano a toda su autoridad de vasco malhablado, y el contemporizador Juan de la Cosa a su innegable diplomacia, mientras encerrado en su camareta el almirante repasaba una y otra vez sus cálculos, y empezaba a temer por el éxito de una empresa de la que en apariencia jamás había dudado. Su fe en que el mundo era redondo y se podía llegar al Este por el camino del Oeste se mantenía evidentemente intacta, pero tal vez empezaba a temer que invencibles obstáculos se interpusieran empecinadamente en su camino.
Entretanto, el pelirrojo pastor dedicaba las horas que no pasaba en la sonda o en la guardia del reloj a aprender nuevas letras, consiguiendo completar por primera vez su nombre la misma tarde en que un indecente alcatraz se posó en un obenque para cagarse justo sobre la rosa de los vientos.
De dónde había salido y por qué diantres eligió semejante lugar para hacer sus necesidades cuando tenía a su entera disposición mil millas cuadradas de mar abierto nadie pudo averiguarlo, aunque quizá fuera pura casualidad o una deliberada exhibición de magnífica puntería.
Pascualillo de Nebrija lo consideró no obstante una vez más preludio de desgracias, pese a que los más experimentados marineros prefirieron suponer que se trataba de una original y desvergonzada forma de darles la bienvenida a tierras que debían encontrarse lógicamente muy cercanas.
Se alejó hacia el Sudoeste.
Juan de la Cosa y Pero Alonso Niño quisieron ver en ello una señal inequívoca de que había sido enviado por los cielos para reclamar de forma harto evidente su atención e indicarles el camino a su nido de la costa, pero el rumbo de las naves continuó pese a ello inalterable, abriéndose camino como buenamente podían a través de aquel sucio potaje de berros como muy gráficamente lo describió un castizo.
Nadie sabía exactamente cuánto habían avanzado, ni a qué distancia se encontraban ya de las costas canarias.
Cada noche el almirante apuntaba en su Diario la estimación de las leguas recorridas, pero al propio tiempo en un cuaderno aparte iba anotando las millas, restándole siempre una pequeña parte al camino hecho durante la jornada, pues de ese modo pretendía tranquilizar a la tripulación haciéndole creer que se habían alejado menos de lo que era en realidad, al tiempo que conservaba para sí el secreto de en qué punto se encontraba tierra firme cuando al fin pusieran pie en ella.
Había sin embargo otros hombres a bordo duchos en calcular la velocidad de unos navíos en los que habían navegado largos años, y ni los hermanos Pinzón, ni Juan de la Cosa, ni el mismo Pero Alonso Niño se dejaban engañar por aquel truco inocente, pese a que en apariencia dieran por buenas las acotaciones de Colón.
De todo ello se discutía a menudo en los sollados, entre dados, barajas, vino y trifulcas, pero a todo ello permanecía por completo ajeno el gomero, que disfrutaba ahora con un espeso mar absolutamente en calma que había conseguido que el malestar de los primeros días quedase olvidado, y el suave balanceo de cubierta se le antojase a menudo incluso agradable.
Las bazofias de la cocina de a bordo continuaban siendo no obstante su mayor enemigo y de continuo tenía que ingeniárselas para conseguir un poco de pestilente queso agusanado o unos frutos secos con que engañar el estómago, ya que cada vez que intentaba aplacar su hambre con los grasientos guisos de judías, lentejas o garbanzos se veía en la obligación de correr a buscar acomodo en los toscos y cada vez más frecuentados retretes que se alzaban a popa.
Luego, un caluroso mediodía hizo su aparición una gigantesca y solitaria ballena de grandes manchas blancas, y resultaba un curioso espectáculo observarla emerger de las profundidades cubierta de unos sargazos que le conferían un aspecto fantasmagórico, para descubrir esa misma tarde que entre la espesa vegetación pululaban cientos de diminutos y vivarachos cangrejos.
Tenían que existir rocas muy cerca.
—¿Fondo?
—¡No hay fondo!
—¿Vigía?
—¡Mar en calma en todas direcciones!
¿Quién podía explicar tal cúmulo de anomalías?
La Pinta
, la más veloz de las tres naves, se adelantaba en las horas diurnas, zigzagueaba, iba y venía en misión exploratoria tratando de avistar al fin un rastro de tierra o una pequeña rompiente semioculta, pero a la caída de la tarde regresaba con la eterna evidencia de que continuaban aún en mitad de la nada.
Tan sólo octubre estaba cerca.
—¡Aguas libres a proa!
El grito, lanzado al amanecer por el vigía de cofa, alegró los espíritus más deprimidos y consiguió esperanzar a una tripulación cuya desesperanza rayaba los límites de lo humanamente soportable, puesto que algunos comenzaban ya a musitar que incluso una muerte rápida y noble era más digna que aquella triste condena a vagar eternamente por un infinito mar de hierbas nauseabundas.
Cuando al fin se cerraron sobre las estelas los últimos sargazos, y el rumor del agua libre cantó con su alegría de siempre contra las rodas y los cascos, la indescriptible felicidad de unos hombres que tenían la impresión de haber dejado definitivamente atrás una oscura e irrepetible pesadilla les impulsó a respirar a pleno pulmón un aire oloroso y cálido, suave y distinto; un aire que parecía querer hablarles de mundos diferentes; de aromas hasta aquel momento insospechados; de paisajes luminosos y tan nuevos que nadie anteriormente había osado siquiera manchar con su presencia.
Cardúmenes de minúsculos pececillos saltaban ahora airosamente ante la proa de las naves, grandes y hermosos «dorados» —la salvación del náufrago—, se dejaban atrapar sin oponer apenas resistencia, y en la noche se hacía necesario mantenerse a cubierto porque enloquecidos peces voladores de notable tamaño acudían a precipitarse sobre cubierta, amenazando con propinar un mal golpe o dejar tuerto a quien tuviera la estúpida ocurrencia de interponerse en su largo y tembloroso vuelo.
Todo era paz y armonía en aquel rincón del desconocido mundo de Poniente, puesto que la gran frontera de hierba verdeazulada ejercía función de barrera amansando las aguas y permitiendo que los vientos impulsaran las naves como si de inmensos albatros se tratara.
Ahora sí que la tierra parecía estar cerca.
Se palpaba ya en el aire su presencia; se dejaba sentir como el inaprehensible espíritu de una persona amada; como el de ese viejo sueño que se tiene la certeza de que muy pronto va a cumplirse, pero aún juega caprichosamente a escurrirse entre los dedos.
Los hombres se quemaban los ojos de mirar al Oeste. Existía la promesa de la Reina de un jubón de seda y una renta vitalicia de diez mil maravedíes para quien divisara en primer lugar las deseadas costas del Oriente, y un centenar de pobres indigentes que jamás habían poseído más que un remendado pantalón y una vieja camisa se mordían los labios de impaciencia aspirando a conquistar para sí semejante fortuna.
Cientos de aves, miles tal vez, surcaban ya los cielos y su rumbo seguía siendo el mismo: Sudoeste, como si una y otra vez se empeñaran en señalar a aquellos tristes seres, cuyos pies se veían obligados a permanecer indefectiblemente clavados a las vetustas cubiertas de sus naves, que el paraíso tan soñado se encontraba a su izquierda; una cuarta a babor y en el punto hacia el que eternamente se emperraba en empujarlas el firme y dulce viento.
Pero la inquebrantable obstinación del almirante no admitía discusiones: él buscaba el Cipango, Catay o las costas de la India, y sus mapas secretos y los relatos de Marco Polo y otros muchos viajeros que habían intentado hallar por las tierras del Este el anhelado camino del Oeste, le confirmaban que se encontraba en la latitud deseada.
Un pájaro multicolor; un ave extraña, de fuerte y curvado pico que mostraba a las claras que no se alimentaba de peces sino de frutos y semillas, se posó unos minutos sobre el bauprés emitiendo estridentes chillidos que podían confundirse en un cierto momento con airadas voces humanas que reclamaran atención, y, aunque Pascualillo de Nebrija se aventuró a darle caza, todo cuanto consiguió fue un susto, un chapuzón, y una dura reprimenda por parte del adusto contramaestre que a punto estuvo de arrancarle una oreja al sacarlo del agua. Luego el parlanchín pajarraco se alejó con un vuelo pesado e impreciso, y aquellos que habían recorrido tiempo atrás las costas de Guinea no dudaron en señalar que sus congéneres de Africa jamás solían alejarse de la costa.
Pero el rumbo continuó invariable y creció el descontento. Hacía ya un largo mes que las cumbres de La Gomera habían desaparecido por la popa, y los más acobardados comenzaban a sentirse profundamente inquietos ante la posibilidad de continuar navegando para siempre rumbo al sol, dejando a barlovento tierra firme, por culpa únicamente del terco empecinamiento de un impasible extranjero al que importaban mucho más sus estúpidas teorías que el destino de sus hombres.
En realidad, Colón parecía estar absolutamente convencido de encontrarse navegando por entre aquel lejanísimo «Archipiélago de las Mil Islas» a que con cierta frecuencia se habían referido los viajeros de Oriente, y que según los más fiables cosmógrafos se encontraba al Este de las costas de la India y del Catay. Pero no constituía aquel archipiélago a su modo de ver un lugar que mereciese una especial atención, y perder tiempo en explorarlo tan sólo conduciría a retrasar su arribo al mítico imperio del Gran Kan y sus templos de oro.
No cabe duda de que si —tal como él imaginaba— el mundo hubiera sido considerablemente más pequeño de lo que era en realidad, en aquellos momentos, y navegando como lo hacía a unos veinticuatro grados de latitud norte, debería encontrarse frente a las costas de China, de la que únicamente le separaría ya la isla de Formosa, tras haber dejado muy atrás, a barlovento el archipiélago de Hawai.
Era un error disculpable en quien no disponía de los elementos necesarios como para hacerse una idea precisa de las auténticas dimensiones del planeta, pero era al propio tiempo un error que inquietaba a sus hombres, ya que venía a sumarse a los muchos errores que se habían ido cometiendo hasta el presente.
—¿Estás con nosotros o contra nosotros?
La pregunta tomó absolutamente por sorpresa al joven
Cienfuegos
, que había bajado al sollado de proa con la sana intención de jugar a las cartas y se enfrentaba a los rostros hostiles de un puñado de excitados tripulantes.
Aquélla sería una pregunta muy concreta a la que tendría que enfrentarse demasiado a menudo a lo largo de su azarosa existencia, y con el tiempo aprendería que los hombres —y muy en especial sus compatriotas— se mostraban con frecuencia firmemente partidarios de exigir a sus interlocutores una elección rápida e inapelable sin ofrecerles posibilidad alguna de optar por posiciones más moderadas o intermedias.
—¿De qué se trata? —quiso saber al menos.
—De plantearle un ultimátum al almirante para que cambie el rumbo al Sudoeste o nos devuelva a casa.
—No me entero de nada —admitió el pelirrojo desconcertado—. ¿Qué diablos es eso de un… —dudó, incapaz por completo de repetir la extraña palabra— como se llame…?
—¡Ultimátum, animal! —repitió un timonel de Santoña al que todos llamaban
Caragato
y que era quien llevaba la voz cantante—. Hay que obligarle a que nos desembarque cuanto antes. Hace ya una semana que podríamos haber tocado tierra si no fuera por su maldita cabezonería…
En parte el rijoso asturiano tenía razón, ya que si Colón hubiera aceptado los consejos de Vázquez de la Frontera, o incluso las indicaciones de los más expertos navegantes de su armada, los vientos alisios le hubieran conducido tiempo atrás a las playas de Guadalupe o Martinica ahorrándose atravesar el mar de los Sargazos, e incluso a aquellas alturas un leve desvío de una cuarta a estribor hubiera conseguido acortar notablemente el pesadísimo viaje.
Sin embargo, para el cabrero canario, ignorante de cuanto se refiriese a las artes de la navegación e indiferente a cualquier destino que no fuese el tan anhelado de Sevilla, la sola idea de tratar de imponerle al hombre que olía a cura una decisión tal vez equivocada, se le antojó totalmente improcedente y una estúpida pérdida de tiempo.
—¡A mí déjame de bobadas! —fue su sincera respuesta—. Me subí a este barco por error y me trae sin cuidado adónde vaya.
—¡Eres un burro que déjase conducir como una acémila!