Dejo que los finísimos tirantes de mi camisón se deslicen por mis hombros, le miro intensamente un momento, y luego lo dejo caer. El camisón resbala lentamente sobre mi cuerpo, hasta quedar desparramado a mis pies. Estoy desnuda, prácticamente jadeante y… oh, tan dispuesta…
Christian se queda muy quieto un momento, y me maravilla su expresión de franca satisfacción carnal. Él se levanta, se dirige hacia la cómoda y saca su corbata gris perla… mi corbata favorita. La desliza y la hace dar vueltas entre sus dedos, y se me acerca con gesto despreocupado y un amago de sonrisa en los labios. Cuando se coloca frente a mí, yo espero que haga ademán de cogerme las manos, pero no es así.
—Me parece que lleva usted muy poca ropa, señorita Steele —murmura.
Me pone la corbata alrededor del cuello, y despacio pero con destreza hace lo que imagino que es un nudo Windsor perfecto. Cuando lo aprieta, sus dedos me rozan la base del cuello, provocando una descarga de electricidad en mi cuerpo que me deja jadeante. Él deja que el extremo más ancho de la corbata caiga hasta abajo, tan abajo que la punta me hace cosquillas en el vello púbico.
—Ahora mismo está usted fabulosa, señorita Steele —dice, y se inclina para besarme con dulzura en los labios.
Es un beso fugaz, y una espiral de deseo lascivo invade mis entrañas, y quiero más.
—¿Qué haremos contigo ahora? —dice, y coge la corbata, tira de mí hacia él y caigo en sus brazos.
Hunde las manos en mi pelo y me echa la cabeza hacia atrás, y me besa fuerte y apasionadamente, con su lengua implacable y despiadada. Una de sus manos se desliza por mi espalda y se detiene sobre mi trasero. Cuando él se aparta, jadeante también, me fulmina con una mirada incendiaria de sus ojos grises. Yo, anhelante, apenas puedo respirar ni pensar con claridad. Estoy segura de que su ataque sensual me ha dejado los labios henchidos.
—Date la vuelta —ordena con delicadeza, y yo obedezco.
Me aparta la corbata del cabello. Lo trenza y lo ata rápidamente, y tirando de la trenza me obliga a alzar la cabeza.
—Tienes un pelo precioso, Anastasia —murmura, y me besa el cuello, provocándome un escalofrío que me recorre toda la columna—. Cuando quieras que pare solo tienes que decírmelo. Lo sabes, ¿verdad? —murmura pegado a mi garganta.
Yo asiento con los ojos cerrados, deleitándome en el sabor de sus labios. Me da la vuelta otra vez y coge la corbata por la punta.
—Ven —dice, y tirando suavemente me lleva hasta la cómoda, sobre la cual está el resto del contenido de la caja.
—Estos objetos no me parecen muy adecuados, Anastasia… —Coge el dilatador anal—. Este es demasiado grande. Una virgen anal como tú no debe empezar con este. Optaremos por empezar con esto.
Levanta el dedo meñique, y yo ahogo un gemido. Dedos… ¿ahí? Él me sonríe con aire malicioso, y me viene a la mente la desagradable imagen del puño en el ano que se mencionaba en el contrato.
—Un dedo… solo uno —dice en voz baja, con esa extraña capacidad que tiene de leerme la mente.
Clavo la mirada en sus ojos. ¿Cómo lo hace?
—Estas pinzas son brutales. —Señala las pinzas para los pezones—. Usaremos estas. —Pone otro par sobre la cómoda. Parecen horquillas gigantes, pero con unas bolitas azabache colgando—. Estas son ajustables —murmura Christian, su voz entreverada de gentil preocupación.
Parpadeo y le miro con los ojos muy abiertos: Christian, mi mentor sexual. Él sabe mucho más que yo de todo esto. Yo nunca estaré a la altura. Frunzo ligeramente el ceño. De hecho, sabe más que yo de casi todo… excepto de cocina.
—¿Está claro? —pregunta.
—Sí —murmuro con la boca seca—. ¿Vas a decirme lo que piensas hacer?
—No. Iré improvisando sobre la marcha. Esto no es ninguna sesión, Ana.
—¿Cómo debo comportarme?
Arquea una ceja.
—Como tú quieras.
¡Oh!
—¿Acaso esperabas a mi álter ego, Anastasia? —pregunta con un matiz levemente irónico y al mismo tiempo sorprendido.
—Bueno… sí. A mí me gusta —murmuro.
Él esboza su sonrisa secreta, alarga la mano y me pasa el pulgar por la mejilla.
—¿No me digas? —musita, y desliza el pulgar sobre mi labio inferior—. Yo soy tu amante, Anastasia, no tu Amo. Me encanta oír tus carcajadas y esa risita infantil. Me gustas relajada y contenta, como en las fotografías de José. Esa es la chica que un día entró cayendo de bruces en mi despacho. Esa es la chica de la que un día me enamoré.
Me quedo con la boca abierta, y en mi corazón brota una grata calidez. Es dicha… pura dicha.
—Pero, una vez dicho esto, a mí también me gusta tratarla con dureza, señorita Steele, y mi álter ego sabe un par de trucos. Así que haz lo que te ordeno y date la vuelta.
Sus ojos brillan perversos, y la dicha se traslada de repente hacia abajo, por debajo de la cintura, y se apodera de mí tensándome todos los músculos. Hago lo que me ordena. Él abre uno de los cajones a mis espaldas, y al cabo de un momento vuelvo a tenerle frente a mí.
—Ven —ordena, tira de la corbata y me lleva hacia la mesa.
Cuando pasamos junto al sofá, me doy cuenta por primera vez de que han desaparecido todas las varas, y me distraigo un momento. ¿Estaban aquí ayer cuando entré? No me acuerdo. ¿Se las ha llevado Christian? ¿La señora Jones? Él interrumpe mis pensamientos.
—Quiero que te pongas de rodillas encima —dice cuando llegamos junto a la mesa.
Ah, muy bien. ¿Qué tiene en mente? La diosa que llevo dentro está impaciente por averiguarlo: ya está subida en la mesa completamente abierta y mirándole con adoración.
Él me sube a la mesa con delicadeza, y yo me siento sobre las piernas y quedo de rodillas frente a él, sorprendida de mi propia agilidad. Ahora estamos al mismo nivel. Baja las manos por mis muslos, me agarra las rodillas, me separa las piernas y se queda plantado justo delante de mí. Está muy serio, con los ojos entornados y más oscuros… lujuriosos.
—Pon los brazos a la espalda. Voy a esposarte.
Saca unas esposas de cuero del bolsillo de atrás y se me acerca. Allá vamos. ¿A qué dimensión de placer va a transportarme esta vez?
Su proximidad resulta embriagadora. Este hombre va a ser mi marido. ¿Qué más puede ambicionar nadie con un marido como este? No recuerdo haber leído nada al respecto. No puedo resistirme, y deslizo mis labios entreabiertos por su mentón, saboreando su barba incipiente con la lengua, irritante y suave al mismo tiempo, una mezcla tremendamente erótica. Él se queda quieto y cierra los ojos. Se le altera la respiración y se aparta.
—Para, o esto se terminará mucho antes de lo que deseamos los dos —me advierte.
Por un momento creo que está enfadado, pero entonces sonríe y aparece un brillo divertido en su mirada ardorosa.
—Eres irresistible —digo con un mohín.
—¿Ah, sí? —replica secamente.
Yo asiento.
—Bueno, no me distraigas, o te amordazaré.
—Me gusta distraerte —susurro mirándole con expresión terca, y él levanta una ceja.
—O te azotaré.
¡Oh! Intento disimular una sonrisa. Hubo una época, no hace mucho, en que me habría sometido ante esa amenaza. Nunca me habría atrevido a besarle espontáneamente, y menos estando en este cuarto. Ahora me doy cuenta de que ya no me intimida, y es como una revelación. Sonrío con picardía y él me devuelve una sonrisa cómplice.
—Compórtate —masculla.
Da un paso atrás, me mira y golpea con las esposas de cuero en la palma de su mano.
Y la amenaza está ahí, implícita en sus actos. Trato de parecer arrepentida, y creo que lo consigo. Él se acerca otra vez.
—Eso está mejor —musita, y se inclina nuevamente hacia mí con las esposas.
Yo evito tocarle, pero inhalo ese glorioso aroma a Christian, fresco aún después de la ducha de anoche. Mmm… debería embotellarlo.
Espero que me espose las muñecas, pero en vez de eso me las coloca por encima de los codos. Eso me obliga a arquear la espalda y a empujar los pechos hacia delante, aunque mis codos quedan bastante separados. Cuando termina, se echa hacia atrás para contemplarme.
—¿Estás bien? —pregunta.
No es la postura más cómoda del mundo, pero la expectativa de descubrir qué puede hacer resulta tan electrizante que asiento y jadeo débilmente con anhelo.
—Bien.
Saca el antifaz del bolsillo de atrás.
—Creo que ya has visto bastante —murmura.
Me pone el antifaz por encima de la cabeza hasta cubrirme los ojos. Se me acelera la respiración. Dios… ¿Por qué es tan erótico no ver nada? Estoy aquí, esposada y de rodillas sobre una mesa, esperando… con una dulce y ardiente expectación que me quema por dentro. Pero puedo oír, y de fondo sigue sonando ese ritmo melódico y constante que resuena por todo mi cuerpo. No me había dado cuenta hasta ahora. Debe de haberlo programado en modo repetición.
Christian se aparta. ¿Qué está haciendo? Se dirige hasta la cómoda y abre un cajón. Lo cierra otra vez. Al cabo de un segundo vuelvo a notar que está delante de mí. Noto un olor fuerte, picante y dulzón en el aire. Es delicioso, casi apetitoso.
—No quiero estropear mi corbata preferida —murmura mientras la desanuda lentamente.
Inhalo con fuerza cuando la tela de la corbata se desliza por mi cuerpo, haciéndome cosquillas a su paso. ¿Estropear su corbata? Escucho con atención para tratar de averiguar qué va a hacer. Se está frotando las manos. De pronto me acaricia la mejilla con los nudillos, recorriendo el perfil de mi mandíbula hasta la barbilla.
Sus caricias me provocan un delicioso estremecimiento que sobresalta mi cuerpo. Su mano se curva sobre mi nuca, y está resbaladiza por ese aceite aromático que extiende suavemente por mi garganta, a lo largo de la clavícula, y sobre mi hombro, trabajando delicadamente con los dedos. Oh, me está dando un masaje. No es lo que esperaba.
Pone la otra mano sobre mi otro hombro y emprende otro provocador recorrido a lo largo de mi clavícula. Emito un suave quejido mientras va descendiendo hacia mis senos cada vez más anhelantes, ávidos de sus caricias. Es tan excitante… Arqueo más el cuerpo hacia sus diestras caricias, pero él desliza las manos por mis costados, despacio, comedido, siguiendo el compás de la música y evitando deliberadamente mis pechos. Yo gimo, aunque no sé si es de placer o de frustración.
—Eres tan hermosa, Ana —me murmura al oído en voz baja y ronca.
Su nariz roza mi mandíbula mientras sigue masajeándome… bajo los senos, sobre el vientre, más abajo… Me besa fugazmente los labios y luego desliza la nariz por mi nuca, bajando por el cuello. Dios santo, estoy ardiendo… su cercanía, sus manos, sus palabras.
—Y pronto serás mi esposa para poseerte y protegerte —susurra.
Oh, sí.
—Para amarte y honrarte.
Dios…
—Con mi cuerpo, te adoraré.
Echo la cabeza hacia atrás y gimo. Él pasa los dedos por mi vello púbico, sobre mi sexo, y frota la palma de la mano contra mi clítoris.
—Señora Grey —susurra mientras sigue masajeándome.
Suelto un suave gruñido.
—Sí —musita mientras sigue excitándome con la palma de la mano—. Abre la boca.
Ya la tengo entreabierta porque estoy jadeando. La abro más, y él me introduce entre los labios un objeto metálico ancho y frío, una especie de enorme chupete con unas pequeñas muescas o ranuras, y algo que parece una cadena al final. Es grande.
—Chupa —ordena en voz baja—. Voy a meterte esto dentro.
¿Dentro? Dentro… ¿dónde? Me da un vuelco el corazón.
—Chupa —repite, y deja quieta la palma de la mano.
¡No, no pares! Quiero gritar, pero tengo la boca llena. Sus manos oleosas recorren nuevamente mi cuerpo hacia arriba y finalmente cubren mis desatendidos senos.
—No pares de chupar.
Hace girar delicadamente mis pezones entre el pulgar y el índice, con una caricia experta que los endurece y agranda, creando una oleada sináptica de placer que llega hasta mi entrepierna.
—Tienes unos pechos tan hermosos, Ana —susurra, y mis pezones responden endureciéndose aún más.
Él murmura complacido y yo gimo. Baja los labios desde mi cuello hasta uno de mis senos, sin dejar de chupar y mordisquear suavemente hasta llegar al pezón, y de repente noto el pellizco de la pinza.
—¡Ay! —gruño entrecortadamente a través del aparato que cubre mi boca.
Oh, por Dios… el pellizco produce una sensación exquisita, cruda, dolorosa, placentera. Me lame con dulzura el pezón prisionero, mientras procede a colocar la segunda pinza. El pellizco también es intenso… pero igualmente agradable. Gimo con fuerza.
—Siéntelo —sisea él.
Ah, lo siento. Lo siento. Lo siento.
—Dame esto.
Tira con cuidado del estriado chupete metálico que tengo en la boca, y lo suelto. Sus manos recorren otra vez mi cuerpo, descendiendo hacia mi sexo. Ha vuelto a untárselas de aceite, y se deslizan alrededor de mi trasero.
Ahogo un gemido. ¿Qué va a hacer? Cuando me pasa los dedos entre las nalgas, me tenso sobre las rodillas.
—Chsss, despacio —me susurra al oído, y me besa la nuca y me provoca e incita con los dedos.
¿Qué va a hacer? Desliza la otra mano por mi vientre, hasta mi sexo, y lo acaricia de nuevo con la palma. Introduce sus dedos dentro de mí y yo jadeo fuerte, gozando.
—Voy a meterte esto dentro —murmura—. No aquí. —Sus dedos se deslizan entre mis nalgas, untando el aceite—. Sino aquí.
Y hace girar los dedos una y otra vez, dentro y fuera, golpeando la pared frontal de mi vagina. Yo gimo y mis pezones presos se hinchan.
—Ah.
—Ahora, silencio.
Christian saca los dedos y desliza el objeto dentro de mí. Luego me coge la cara entre las manos y me besa, con su boca invadiendo la mía, y entones oigo un levísimo clic. En ese instante, el artilugio empieza a vibrar en mi interior… ¡ahí abajo! Y gimo. Es una sensación extraordinaria, que supera cualquier otra que haya experimentado antes.
—¡Ah!
—Tranquila —me calma Christian, y sofoca mis jadeos con su boca.
Sus manos descienden hacia mis senos y tiran con mucha delicadeza de las pinzas. Grito con fuerza.
—¡Christian, por favor!
—Chsss, nena. Aguanta.
Esto es demasiado… toda esta sobreestimulación, por todas partes. Mi cuerpo empieza a ascender, y yo, de rodillas, no puedo controlar la escalada. Dios… ¿seré capaz de soportar esto?