Read Cincuenta sombras más oscuras Online

Authors: E. L. James

Tags: #Erótico, #Romántico

Cincuenta sombras más oscuras (59 page)

BOOK: Cincuenta sombras más oscuras
5.84Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Deberías ver al chico que pregunta por ti en recepción. ¿Cómo es que conoces a tantos tíos buenos, Ana?

José debe de haber llegado. Echo un vistazo al reloj: las seis menos cinco. Siento un pequeño escalofrío de emoción. Hace muchísimo que no le veo.

—¡Ana… uau! Estás guapísima. Muy adulta —exclama, con una sonrisa de oreja a oreja.

Solo porque llevo un vestido elegante… ¡vaya!

Me abraza fuerte.

—Y alta —murmura, sorprendido.

—Es por los zapatos, José. Tú tampoco estás nada mal.

Él lleva unos vaqueros, una camiseta negra y una camisa de franela a cuadros blancos y negros.

—Voy a por mis cosas y nos vamos.

—Bien. Te espero aquí.

* * *

Cojo las dos cervezas Rolling Rocks de la abarrotada barra y voy a la mesa donde está sentado José.

—¿Has encontrado sin problemas la casa de Christian?

—Sí. No he entrado. Subí con el ascensor de servicio y entregué las fotos. Las recogió un tal Taylor. El sitio parece impresionante.

—Lo es. Espera a que lo veas por dentro.

—Estoy impaciente. Salud, Ana. Seattle te sienta bien.

Me sonrojo y brindamos con las botellas. Es Christian lo que me sienta bien.

—Salud. Cuéntame qué tal fue la exposición.

Sonríe radiante y se lanza a explicármelo, entusiasmado. Vendió todas las fotos menos tres, y con eso ha pagado el préstamo académico y aún le queda algo de dinero para él.

—Y la oficina de turismo de Portland me ha encargado unos paisajes. No está mal, ¿eh? —dice orgulloso.

—Oh, eso es fantástico, José. Pero ¿no interferirá con tus estudios? —pregunto con cierta preocupación.

—Qué va. Ahora que vosotras os habéis ido, y también los otros tres tipos con los que solía salir, tengo más tiempo.

—¿No hay ninguna monada que te mantenga ocupado? La última vez que te vi estabas rodeado de una docena de chicas que se te comían con los ojos —le digo, arqueando una ceja.

—Qué va, Ana. Ninguna de ellas es lo bastante mujer para mí —suelta en plan fanfarrón.

—Claro. José Rodríguez, el rompecorazones —replico con una risita.

—Eh… que yo también tengo mi encanto, Steele.

Parece ofendido, y me arrepiento un poco de mis palabras.

—Estoy convencida de eso —le digo en tono conciliador.

—¿Y cómo está Grey? —pregunta, de nuevo afable.

—Está bien. Estamos bien —murmuro.

—¿Dijiste que la cosa va en serio?

—Sí, va en serio.

—¿No es demasiado mayor para ti?

—Oh, José. ¿Sabes qué dice mi madre? Que yo ya nací vieja.

José hace un gesto irónico.

—¿Cómo está tu madre? —pregunta, y de ese modo salimos de terreno pantanoso.

—¡Ana!

Me doy la vuelta, y ahí están Kate y Ethan. Ella está guapísima, con un bronceado fantástico, tonos rojizos en su rubia cabellera y una preciosa y deslumbrante sonrisa. Viste una camisola blanca y unos tejanos ajustados del mismo color que le hacen un tipo estupendo. Todo el mundo la mira. Yo me levanto de un salto para darle un abrazo. ¡Oh, cómo la he echado de menos!

Ella me aparta un poco para examinarme bien. Me mira de arriba abajo y yo me ruborizo.

—Has adelgazado. Mucho. Y estás distinta. Pareces más mayor. ¿Qué ha pasado? —dice con una actitud muy maternal—. Me gusta tu vestido. Te sienta bien.

—Han pasado muchas cosas desde que te fuiste. Ya te lo contaré luego, cuando estemos solas.

Ahora mismo no estoy preparada para la santa inquisidora Katherine Kavanagh. Ella me mira con suspicacia.

—¿Estás bien? —pregunta cariñosamente.

—Sí —respondo sonriendo, aunque estaría mejor si supiera dónde está Christian.

—Estupendo.

—Hola, Ethan.

Le sonrío, y él me da un pequeño abrazo.

—Hola, Ana —me susurra al oído.

—¿Qué tal la comida con Mia? —le pregunto.

—Interesante —contesta, muy críptico.

¿Oh?

—Ethan, ¿conoces a José?

—Nos vimos una vez —masculla José mirando intensamente a Ethan al estrecharle la mano.

—Sí, en Vancouver, en casa de Kate —dice Ethan, que le sonríe afablemente—. Bueno, ¿quién quiere una copa?

Voy al lavabo, y desde allí le mando un mensaje a Christian con la dirección del bar; a lo mejor se viene con nosotros. No tengo llamadas perdidas suyas, ni e-mails. Eso es muy raro en él.

—¿Qué pasa, Ana? —pregunta José cuando vuelvo a la mesa.

—No localizo a Christian. Espero que esté bien.

—Seguro que sí. ¿Otra cerveza?

—Claro.

Kate se me acerca.

—¿Ethan dice que una ex novia loca entró con una pistola en el apartamento?

—Bueno… sí.

Me encojo de hombros a modo de disculpa. Oh, vaya… ¿ahora tenemos que hablar de eso?

—Ana… ¿qué demonios ha pasado?

De pronto Kate se interrumpe y saca su móvil.

—Hola, nene —dice cuando contesta. ¡Nene! Frunce el ceño y me mira—. Claro —dice, y se vuelve hacia mí—. Es Elliot… quiere hablar contigo.

—Ana.

Elliot habla con voz entrecortada, y a mí se me eriza el vello.

—Es Christian. No ha vuelto de Portland.

—¿Qué? ¿Qué quieres decir?

—Su helicóptero ha desaparecido.

—¿El
Charlie Tango
? —digo en un susurro. Me falta el aire—. ¡No!

19

Contemplo las llamas, anonadada. Llamaradas centelleantes, anaranjadas con brotes azul cobalto, que danzan y se entrelazan en la chimenea del apartamento de Christian. Y, a pesar del calor que irradia el fuego y de la manta que me cubre los hombros, tengo frío. Un frío que me penetra hasta los huesos.

Oigo vagamente voces que susurran, muchas voces susurrantes. Pero es un zumbido distante, de fondo. No escucho las palabras. Lo único que oigo, lo único en lo que soy capaz de concentrarme, es en el tenue siseo del gas que arde en el hogar.

Me pongo a pensar en la casa que vimos ayer y en aquellas enormes chimeneas: chimeneas de verdad para troncos de leña. Me gustaría hacer el amor con Christian frente a un fuego de verdad. Me gustaría hacer el amor con Christian frente a este fuego. Sí, sería divertido. Seguro que a él se le ocurriría algún modo de convertirlo en memorable, como todas las veces que hemos hecho el amor. Incluso las veces en que solo hemos follado, me digo con ironía. Sí, esas también fueron bastante memorables… ¿Dónde está?

Las llamas bailan y parpadean, cautivándome, aturdiéndome. Me concentro solamente en su belleza brillante y abrasadora. Son hechizantes.

«Eres tú la que me has hechizado, Anastasia.»

Eso fue lo que dijo la primera vez que durmió conmigo en mi cama. Oh, no…

Me rodeo el cuerpo con los brazos, la realidad se filtra sangrante en mi conciencia y se me cae el mundo encima. El vacío que se ha apoderado de mis entrañas se expande un poco más. El
Charlie Tango
ha desaparecido.

—Ana. Tenga.

La voz de la señora Jones, insistiéndome con delicadeza, me transporta de nuevo a la habitación, al ahora, a la angustia. Me ofrece una taza de té. Se lo agradezco y cojo la taza, que repiquetea contra el platito en mis manos temblorosas.

—Gracias —susurro, con la voz quebrada por el llanto reprimido y por el enorme nudo que tengo en la garganta.

Mia está sentada frente a mí en el inmenso sofá en forma de U cogiendo de la mano a Grace, que está a su lado. Las dos me miran fijamente con la ansiedad y el sufrimiento impresos en sus hermosos rostros. Grace parece avejentada: una madre preocupada por su hijo. Yo parpadeo, sin expresión. No puedo ofrecerles una sonrisa tranquilizadora, ni una lágrima siquiera: no hay nada, solo palidez y ese creciente vacío. Observo a Elliot, a José y a Ethan, que están de pie junto a la barra del desayuno, hablando en voz baja con cara seria. Comentan algo en un tono muy quedo. Detrás se encuentra la señora Jones, que se mantiene ocupada en la cocina.

Kate está en la sala de la televisión, pendiente de los informativos locales. Oigo el débil sonido de la gran pantalla de plasma. No soy capaz de volver a ver la noticia —CHRISTIAN GREY, DESAPARECIDO— ni su atractivo rostro en la televisión.

Me da por pensar que nunca he visto a tanta gente en este gran salón, que aun así es tan enorme que les empequeñece a todos. Son pequeñas islas de gente perdida y angustiada en casa de mi Cincuenta. ¿Qué pensaría él de su presencia aquí?

En algún lugar Taylor y Carrick están hablando con las autoridades, que nos van proporcionando información con cuentagotas; pero todo eso no tiene ninguna importancia. El hecho es que él ha desaparecido. Hace ocho horas que desapareció. Y no hay noticias ni rastro de él. Lo único que sé es que la búsqueda se ha suspendido. Ya ha anochecido. Y no sabemos dónde está. Puede estar herido, hambriento o algo peor. ¡No!

Elevo una nueva plegaria silenciosa a Dios. Por favor, que Christian esté bien. Por favor, que Christian esté bien. La repito mentalmente una y otra vez: es mi mantra, mi tabla de salvación, algo a lo que aferrarme en mi desesperación. Me niego a pensar lo peor. No, eso ni pensarlo. Aún hay esperanza.

«Tú eres mi tabla de salvación.»

Las palabras de Christian acuden a mi memoria. Sí, la esperanza es lo último que se pierde. No debo desesperar. Sus palabras resuenan en mi mente.

«Ahora soy un firme defensor de la gratificación inmediata.
Carpe diem
, Ana.»

¿Por qué yo no he disfrutado del momento?

«Hago esto porque finalmente he conocido a alguien con quien quiero pasar el resto de mi vida.»

Cierro los ojos y rezo en silencio, meciéndome levemente. Por favor, no dejes que el resto de su vida sea tan breve. Por favor, por favor. No hemos pasado suficiente tiempo juntos… necesitamos más tiempo. Hemos hecho tantas cosas en las pocas semanas que han pasado. Esto no puede terminar. Todos nuestros momentos de ternura: el pintalabios, cuando me hizo el amor por primera vez en el hotel Olympic, él postrado de rodillas, ofreciéndose a mí… tocarle finalmente.

«Yo sigo siendo el mismo, Ana. Te quiero y te necesito. Tócame. Por favor.»

Oh, le amo tanto. No seré nada sin él, tan solo una sombra… toda la luz se eclipsará. No, no, no… mi pobre Christian.

«Este soy yo, Ana. Todo lo que soy… y soy todo tuyo. ¿Qué tengo que hacer para que te des cuenta de eso? Para hacerte ver que quiero que seas mía de la forma que tenga que ser. Que te quiero.»

Y yo a ti, mi Cincuenta Sombras.

Abro los ojos y una vez más contemplo el fuego con la mirada perdida, y recuerdos del tiempo que pasamos juntos revolotean en mi mente: su alegría juvenil cuando estábamos navegando y volando; su aspecto sofisticado, distinguido y terriblemente sexy en el baile de máscaras; bailar, oh, sí, bailar en el piso, dando vueltas por el salón con Sinatra de fondo; su esperanza silenciosa y anhelante ayer cuando fuimos a ver la casa… aquella vista tan espectacular.

«Pondré el mundo a tus pies, Anastasia. Te quiero, en cuerpo y alma, para siempre.»

Oh, por favor, que no le haya pasado nada. No puede haberse ido. Él es el centro de mi universo.

Se me escapa un sollozo ahogado, y me tapo la boca con la mano. No, he de ser fuerte.

De pronto José está a mi lado… ¿o lleva un rato aquí? No tengo ni idea.

—¿Quieres que llame a tu madre o a tu padre? —pregunta con dulzura.

¡No! Niego con la cabeza y aferro la mano de José. No puedo hablar, sé que si lo hago me desharé en lágrimas, pero el apretón cariñoso y tierno de su mano no supone ningún consuelo.

Oh, mamá. Me tiembla el labio al pensar en mi madre. ¿Debería llamarla? No. No soy capaz de afrontar su reacción. Quizá Ray; él sabría mantener la calma: él siempre mantiene la calma, incluso cuando pierden los Mariners.

Grace se levanta y se acerca a los chicos, distrayendo mi atención. Este debe de ser el rato más largo que ha conseguido permanecer sentada. Mia también viene a sentarse a mi lado y me coge la otra mano.

—Volverá —dice, y el convencimiento inicial de su tono de voz se quiebra en el último momento.

Tiene los ojos muy abiertos y enrojecidos, y la cara pálida y transida por la falta de sueño.

Levanto la vista hacia Ethan, que está mirando a Mia, y hacia Elliot, abrazado a Grace. Echo una ojeada al reloj. Son más de las once, casi medianoche. ¡Maldito tiempo! A cada hora que pasa aumenta ese devastador vacío que me consume y me asfixia. En mi fuero interno sé que me estoy preparando para lo peor. Cierro los ojos, elevo otra plegaria silenciosa y me aferro a las manos de José y Mia.

Vuelvo a abrir los ojos, y contemplo otra vez las llamas. Veo su sonrisa tímida: mi favorita de todas sus expresiones, un atisbo del verdadero Christian, mi verdadero Christian. Él es muchas personas: un obseso del control, un presidente ejecutivo, un acosador, un dios del sexo, un Amo, y, al mismo tiempo, un chiquillo con sus juguetes. Sonrío. Su coche, su barco, su avión, su helicóptero
Charlie Tango
… mi chico perdido, literalmente perdido ahora mismo. Mi sonrisa se desvanece y el dolor vuelve a lacerarme. Le recuerdo en la ducha, limpiándose la marca del pintalabios.

«Yo no soy nada, Anastasia. Soy un hombre vacío por dentro. No tengo corazón.»

El nudo que tengo en la garganta se hace más grande. Oh, Christian, sí tienes, sí tienes corazón, y es mío. Quiero adorarlo para siempre. Aunque él sea un hombre tan complejo y problemático, yo le quiero. Nunca habrá nadie más. Jamás.

Recuerdo estar sentada en el Starbucks sopesando los pros y los contras de mi Christian. Todos esos contras, incluso esas fotografías que encontré esta mañana, se desvanecen ahora como algo insignificante. Solo importa él, y si volverá. Oh, por favor, Señor, devuélvemelo, haz que esté bien. Iré a la iglesia… haré lo que sea. Oh, si consigo recuperarle, disfrutaré de cada momento. Su voz resuena de nuevo en mi mente: «
Carpe diem
, Ana».

Sigo contemplando las llamas con más vehemencia, las lenguas de fuego siguen ardiendo, centelleando, entrelazándose. Entonces Grace suelta un grito, y todo empieza a moverse a cámara lenta.

—¡Christian!

Me doy la vuelta justo a tiempo de ver a Grace, que estaba detrás de mí caminando arriba y abajo, cruzar el salón a toda velocidad, y ahí, de pie en el umbral, está un consternado Christian. Solo lleva los pantalones del traje y la camisa, y sostiene en la mano la americana, los calcetines y los zapatos. Se le ve cansado, sucio, y extraordinariamente atractivo.

BOOK: Cincuenta sombras más oscuras
5.84Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Al Oeste Con La Noche by Beryl Markham
Liz Ireland by The Outlaw's Bride
With Malice by Eileen Cook
Darius Jones by Mary B. Morrison
Rhett in Love by J. S. Cooper
Democracy 1: Democracy's Right by Christopher Nuttall