Cita con la muerte (13 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Cita con la muerte
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Poirot sonrió.

—Una cosa más —dijo Carbury—. No me es posible darle mucho tiempo. No puedo retener aquí a esas personas indefinidamente.

Poirot dijo con toda tranquilidad:

—Puede retenerlos durante veinticuatro horas. Mañana por la noche tendrá la verdad.

El coronel Carbury lo miró fijamente y con dureza.

—Está usted muy seguro de sí mismo, ¿no? —preguntó.

—Conozco mi habilidad —murmuró Poirot.

Incómodo ante esta actitud tan poco británica, el coronel Carbury miró hacia otro lado y se tocó el descuidado bigote.

—Bueno —murmuró—, depende de usted.

—¡Y si lo consigue, amigo mío —dijo Gerard—, es que es usted una auténtica maravilla!

Capítulo IV

Sarah King miró largamente a Hércules Poirot, con expresión interrogante. Observó su cabeza en forma de huevo, sus gigantescos bigotes, su aspecto de dandi y la sospechosa negrura de su cabello. Una mirada de duda asomó a sus ojos.

—Y bien, mademoiselle, ¿está usted satisfecha?

Sarah enrojeció al encontrarse con la mirada irónica y divertida del detective.

—Perdóneme, ¿cómo dice? —dijo torpemente.

—¡Du tout! Para usar una expresión que he aprendido hace poco, está usted pasándome revista, ¿no es cierto?

Sarah sonrió levemente.

—Bueno, de todos modos usted puede hacer lo mismo conmigo —dijo.

—Por supuesto. No he dejado de hacerlo.

Ella lo miró con aspereza. Había algo desagradable en el tono que empleaba. Pero Poirot estaba retorciéndose los bigotes con gran complacencia y Sarah pensó (por segunda vez): "¡Este hombre es un saltimbanqui!".

Recuperada la confianza en sí misma, se irguió en su silla y dijo en tono inquisitivo:

—Me parece que no acabo de entender el motivo de esta entrevista.

—¿El bueno del doctor Gerard no se lo explicó?

—No comprendo al doctor Gerard —dijo Sarah frunciendo el ceño—. Parece creer que...

—"Algo está podrido en el reino de Dinamarca." —citó Poirot—. Como ve, conozco a Shakespeare.

Sarah se desentendió de Shakespeare.

—¿A qué se debe exactamente todo este jaleo? —preguntó.


Eh bien
, todos queremos llegar a la verdad de este asunto, ¿no es así?

—¿Se refiere usted a la muerte de la señora Boynton?

—Sí.

—¿No le parece que es demasiado ruido para tan pocas nueces? Claro que usted es un especialista, señor Poirot. Es natural que usted...

Poirot terminó la frase en su lugar.

—Es natural que yo sospeche que se ha cometido un crimen siempre que se me presenta una oportunidad.

—Bueno, sí... tal vez.

—¿A usted no le cabe ninguna duda con relación a la muerte de la señora Boynton?

Sarah se encogió de hombros.

—De verdad, señor Poirot, si hubiese usted venido a Petra se habría dado cuenta de que el viaje hasta allí es excesivamente agotador para una anciana que tiene problemas cardíacos.

—¿Le parece que lo sucedido es algo perfectamente normal?

—Por supuesto. No me explico la actitud del doctor Gerard. Ni siquiera se enteró cuando ocurrió. Estaba enfermo, con fiebre. Como es natural, yo reconocería la superioridad de sus conocimientos médicos, pero en este caso no tiene nada en qué apoyarse. Si no están satisfechos con mi dictamen, supongo que podrán solicitar una autopsia en Jerusalén.

Poirot guardó silencio durante un minuto y después dijo:

—Hay un hecho, señorita King, del que usted todavía no sabe absolutamente nada. El doctor Gerard no se lo ha contado.

—¿De qué se trata? —preguntó Sarah.

—Una cantidad de cierta droga, digitoxín, le fue sustraída al doctor Gerard de su botiquín de viaje.

—¡Oh!

Rápidamente, Sarah comprendió el giro que aquel nuevo dato daba al suceso. Con la misma rapidez incidió en un punto dudoso.

—¿Está el doctor Gerard seguro de lo que dice? —preguntó.

Poirot se encogió de hombros.

—Como usted ya debe de saber por propia experiencia,
mademoiselle
, un médico acostumbra a ser muy cuidadoso con sus afirmaciones.

—Sí, desde luego. Eso es evidente. Pero en aquellos momentos, el doctor Gerard estaba guardando cama a causa de una malaria.

—Es cierto.

—¿Tiene alguna idea de cuándo pudieron haberle robado la droga?

—Dice que la noche de su llegada a Petra abrió el botiquín en busca de fenacetina.

Por lo visto, le dolía mucho la cabeza. Y está casi seguro de que, cuando volvió a poner la fenacetina en su sitio, a la mañana siguiente, todas las drogas estaban intactas.

—¿Casi seguro? —dijo Sarah.

Poirot se encogió de hombros.

—¡Sí, hay un rastro de duda! La duda que cualquier hombre honrado tendría.

Sarah asintió.

—Sí, lo sé. Siempre hay que desconfiar de la gente que está demasiado segura de algo. Pero de todos modos, señor Poirot, la evidencia es muy leve. En mi opinión...

Se detuvo. Poirot terminó la frase.

—En su opinión, mi investigación es improcedente.

Sarah lo miró directamente a la cara.

—Francamente, sí. ¿Está seguro de no estar fantaseando?

Poirot sonrió.

—La vida privada de una familia se ve desagradablemente turbada, sólo para que Hércules Poirot pueda divertirse jugando a los detectives, ¿es así cómo piensa?

—No quería ofenderle, pero ¿acaso no hay algo de eso?

—Entonces, usted está del lado de la familia Boynton, señorita.

—Supongo que sí. Todos han sufrido mucho. Deberían dejarles en paz.

—Y en cuanto a la maman, era antipática, tiránica, desagradable y, sin lugar a dudas, está mejor muerta que viva. Eso también, hein?

—Dicho de esa forma... —Sarah hizo una pausa y enrojeció—. No creo que se deba tener eso en cuenta.

—Pero, en cualquier caso, hay alguien que lo tiene en cuenta. Mejor dicho, usted lo tiene en cuenta. Yo... no. Para mí, da igual. La víctima podía ser una santa o un monstruo infame. No me importa. El hecho es uno y el mismo: una vida que ha sido... arrebatada. Siempre digo lo mismo, no apruebo el asesinato.

—¿Asesinato? —Sarah contuvo la respiración—. ¿Pero qué pruebas hay de que sea un asesinato? ¡Las más endebles que se puedan imaginar! ¡Ni siquiera el doctor Gerard está totalmente seguro!

Con calma, Poirot replicó:

—Pero existen otras evidencias, mademoiselle.

—¿Qué clase de evidencias? —su voz era áspera.

—La marca de un pinchazo en la muñeca de la mujer muerta, hecho con una aguja hipodérmica. Y algo más. Unas palabras que yo mismo escuché por azar en Jerusalén, una noche cuando iba a cerrar la ventana de mi cuarto. ¿Quiere saber cuáles fueron esas palabras, señorita King? Se lo voy a decir. Escuché al señor Raymond Boynton diciendo: "Lo ves, ¿verdad? Hay que matarla".

Observó cómo el color desaparecía del rostro de Sarah.

—¿Escuchó usted eso? —dijo

—Sí.

La muchacha miró fijamente hacia lo lejos. Finalmente, dijo:

—¡Tenía que ser usted quien lo oyera!

Poirot asintió.

—Sí, tuve que ser yo. Son cosas que suceden. ¿Comprende ahora por qué creo que debe haber una investigación?

—Sí. Creo que tiene usted toda la razón —dijo Sarah quedamente.

—¿Me ayudará?

—Claro.

Su tono era indiferente, inexpresivo. Sus ojos se encontraron con los de él en una fría mirada.

Poirot hizo una reverencia.

—Gracias, mademoiselle. Ahora le pido que me cuente con sus propias palabras exactamente todo lo que recuerde de ese día.

Sarah meditó un instante.

—Déjeme ver. Por la mañana fui de excursión. Ninguno de los Boynton nos acompañó. Los vi a la hora de la comida. Estaban terminando cuando nosotros llegamos. La señora Boynton, cosa rara, parecía estar de muy buen humor.

—Deduzco que no acostumbraba a ser amistosa.

—En absoluto —dijo Sarah con una ligera mueca.

Después describió cómo la señora Boynton había dado la tarde libre a su familia.

—¿También eso era raro?

—Sí. Normalmente los mantenía a todos a raya a su alrededor.

—¿Cree, tal vez, que de repente sintió remordimientos... que tuvo lo que se llama un bon moment?

—No, no lo creo —declaró Sarah.

—Entonces, ¿qué es lo que cree?

—Estaba desconcertada. Sospeché que quería jugar al gato y al ratón.

—Si quisiera explicarse mejor, mademoiselle.

—Los gatos se divierten dejando libre al ratón, para después volver a cazarlo. La señora Boynton tenía esa mentalidad. Pensé que estaba preparando alguna vileza.

—¿Qué pasó después, mademoiselle?

—Los Boynton se marcharon...

—¿Todos?

—No; la más joven, Ginebra, se quedó. Su madre le ordenó que fuera a descansar.

—¿Y ella quería hacerlo?

—No. Pero eso no importaba. Hizo lo que le mandaron. Los otros salieron a pasear y el doctor Gerard y yo nos reunimos con ellos.

—¿A qué hora ocurrió eso?

—Debían de ser las tres y media.

—¿Dónde estaba entonces la señora Boynton?

—Nadine, la joven señora Boynton, la había colocado en su silla, fuera de la cueva.

—Continúe.

—Al doblar el recodo del valle, el doctor Gerard y yo alcanzamos a los demás. Caminamos un trecho todos juntos. Luego, el doctor Gerard regresó al campamento. No tenía muy buen aspecto desde hacía ya un rato. Comprendí que era fiebre. Quise acompañarle, pero no me lo permitió.

—¿Qué hora era?

—Más o menos las cuatro, supongo.

—¿Y los demás?

—Seguimos el paseo.

—¿Todos juntos?

—Al principio, sí. Luego nos separamos —Sarah habló más deprisa, como presintiendo la siguiente pregunta—. Nadine Boynton y el señor Cope se fueron por un lado y Carol, Lennox, Raymond y yo, por otro.

—¿Y siguieron así?

—Bueno... no. Raymond Boynton y yo nos separamos de los otros. Nos sentamos en una roca y estuvimos admirando el paisaje. Luego, él se fue y yo me quedé allí un rato más. Eran aproximadamente las cinco y media cuando miré el reloj y pensé que era mejor volver al campamento. Llegué allí a las seis. El sol estaba a punto de ponerse.

—¿Pasó junto a la señora Boynton?

—Observé que continuaba sentada junto a su cueva.

—¿No le extrañó que no se hubiera movido?

—No, porque ya la había visto sentada en el mismo sitio la noche anterior, cuando llegamos.

—Ya veo.
Continuez
.

—Fui a la carpa. Los demás, excepto el doctor Gerard, estaban todos allí. Fui a lavarme y volví. Sirvieron la cena y uno de los criados fue a llamar a la señora Boynton. Volvió a todo correr diciendo que estaba enferma. Yo salí deprisa y fui a verla. Estaba sentada en su silla como antes, pero en cuanto la toqué me di cuenta de que estaba muerta.

—¿No tuvo usted ninguna duda de que su muerte había sido natural?

—No, ninguna. Estaba enterada de que padecía una dolencia cardíaca, aunque nadie me había especificado de qué enfermedad se trataba.

—¿Pensó simplemente que había quedado muerta allí sentada en su sillón?

—Sí.

—¿Sin pedir socorro?

—Sí. A veces pasa. Pudo incluso morir mientras dormía. Es más que probable que se adormeciera. De todos modos, todo el mundo en el campamento estuvo haciendo la siesta durante la mayor parte de la tarde. Nadie la habría oído a no ser que hubiese llamado muy fuerte.

—¿Se formó alguna opinión acerca del tiempo que llevaba muerta?

—Bueno, la verdad es que no pensé demasiado en ello. Era evidente que llevaba ya un rato.

—¿Qué entiende usted por un rato? —preguntó Poirot.

—Pues... más de una hora. Quizá mucho más. El calor acumulado en la roca podría haber evitado que el cuerpo se enfriase rápidamente.

—¿Más de una hora? ¿Está usted enterada, mademoiselle King, de que Raymond Boynton habló con ella aproximadamente una media hora antes y que entonces estaba viva y se encontraba perfectamente?

Sarah evitó la mirada de Poirot. Pero movió negativamente la cabeza.

—Raymond debe de estar equivocado. Tiene que haber sido más pronto.

—No, mademoiselle, no lo era.

Lo miró rotundamente. De nuevo, Poirot observó la firmeza de su boca.

—Bueno —dijo Sarah—. Soy joven y no tengo mucha experiencia con cadáveres. Pero sé lo bastante para estar segura de una cosa: ¡La señora Boynton llevaba muerta al menos una hora cuando yo examiné su cuerpo!

—Ésa es su versión —dijo inesperadamente Poirot— y está usted dispuesta a aferrarse a ella. Entonces, dígame por qué Raymond Boynton dice que su madre estaba viva cuando, de hecho, estaba muerta.

—No tengo ni idea —dijo Sarah—. Seguramente todos ellos se equivocan con relación a las horas. ¡Es una familia muy nerviosa e imaginativa!

—¿Cuántas veces ha hablado usted con ellos, mademoiselle?

Sarah calló un momento, frunciendo el ceño.

—Puedo decírselo con toda exactitud —replicó—. Hablé con Raymond Boynton en el pasillo del tren cuando me dirigía a Jerusalén. Conversé dos veces con Carol Boynton, una en la Mezquita de Omar y otra aquella misma noche en mi cuarto. Hablé una vez con la señora Lennox Boynton a la mañana siguiente. Eso es todo, hasta la tarde en que murió la señora Boynton, cuando salimos todos juntos a pasear.

—¿No tuvo ninguna charla con la propia señora Boynton?

Sarah enrojeció y se sintió incómoda.

—Sí. Cambié unas cuantas palabras con ella el día en que se marchaba de Jerusalén. En realidad, hice un poco el tonto.

—¿Ah?

La interrogación fue tan patente que, torpemente y a desgana, Sarah le hizo un resumen de la conversación.

Poirot pareció interesado e insistió:

—La mentalidad de la señora Boynton es muy importante para este caso —dijo—. Y usted es ajena a la familia. Una observadora objetiva. Por eso, lo que me ha contado de ella es muy significativo.

Sarah no respondió. Todavía se sentía sofocada e incómoda cuando pensaba en aquella entrevista.

—Gracias, mademoiselle —dijo Poirot—. Ahora hablaré con los otros testigos.

Sarah se levantó.

—Perdone, señor Poirot, quisiera hacerle una sugerencia...

—Por supuesto. Por supuesto.

—¿Por qué no aplaza todo este asunto hasta que se haya realizado la autopsia y se compruebe si sus sospechas son fundadas o no? Me parece que lo que está haciendo es algo así como poner el carro delante del caballo.

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