Read Cita con la muerte Online
Authors: Agatha Christie
—¿Pardon?
—Quiero decir si, habiendo decidido tomarse unas vacaciones lejos del crimen, se ha encontrado, al llegar a cualquier sitio, que los cadáveres surgían a montones a su alrededor.
—Me ha ocurrido, sí. Más de una vez.
—¡Hum! —musitó el coronel Carbury, y se sumió en la abstracción.
Luego se puso en pie de un salto.
—En estos momentos, tengo un cadáver que no me gusta nada —dijo.
—¿De veras?
—Sí. Aquí en Amman. Se trata de una vieja norteamericana. Fue a Petra con su familia. Un viaje agotador, un calor excesivo para la época del año, la propia anciana,
que padecía una afección cardíaca, y las dificultades del viaje, más duro para ella de lo que había imaginado, obligaron a su corazón a hacer un esfuerzo excesivo. ¡Y estiró la pata!
—¿Aquí, en Amman?
—No, en Petra. Hoy han traído el cuerpo.
—¡Ah!
—Todo parece muy natural. Perfectamente posible. No podía suceder nada más lógico. Pero...
—Pero ¿qué?
El coronel Carbury se rascó la calva.
—¡Tengo la sospecha —dijo— de que su familia se la cargó!
—¿Y qué le hace pensar eso?
El coronel Carbury no contestó directamente a la pregunta.
—Parece que se trataba de una vieja muy desagradable. Nadie ha lamentado su muerte. Todos opinan que era lo mejor que podía ocurrir. De todos modos, va a ser muy difícil probar nada si la familia se mantiene unida y se apoyan unos a otros en las mentiras, llegado el caso. Uno no quiere complicaciones y menos aún incidentes internacionales. Lo más fácil sería dejar correr el asunto. En realidad, no hay donde agarrarse. Una vez conocí a un doctor. Me contó que a menudo tenía sospechas en casos relacionados con sus pacientes. ¡Se fue al otro mundo un poco antes de tiempo! Él decía que lo mejor es quedarse quieto, a menos que verdaderamente tengas algo condenadamente bueno para meterte de lleno. De lo contrario, se puede armar un lío tremendo, no se prueba nada y el resultado es una mancha en el historial de un médico honrado y trabajador. Algo así me decía. De todos modos —se rascó otra vez la cabeza—, yo soy un hombre muy ordenado —dijo inesperadamente.
El nudo de la corbata del coronel Carbury estaba casi debajo de su oreja izquierda; llevaba los calcetines caídos, su traje estaba lleno de manchas. Sin embargo, Hércules Poirot no sonrió. Veía, con la suficiente claridad, la escrupulosidad interior de la mente del coronel Carbury, sus hechos rigurosamente certificados, sus impresiones cuidadosamente ordenadas.
—Sí, soy un hombre ordenado —dijo Carbury e hizo un gesto con la mano—. No me gustan las cosas enredadas. Cuando me encuentro con un enredo, me gusta deshacerlo, ¿comprende?
Poirot asintió con la cabeza. Comprendía.
—¿No había ningún médico? —preguntó.
—Sí, dos. Pero uno de ellos estaba con malaria. El otro es una muchacha recién
graduada, aunque conoce bien su oficio, supongo. La vieja tenía el corazón enfermo. Tomaba desde hacía tiempo una medicina para eso. Que la palmase tan de repente no tiene nada de particular.
—Entonces, amigo mío, ¿qué es lo que le preocupa? —preguntó gentilmente Poirot.
El coronel Carbury dirigió una inquieta mirada a su visitante.
—¿Ha oído hablar alguna vez de un francés llamado Gerard? ¿Theodore Gerard?
—Sí, un hombre muy distinguido en su especialidad.
—Un loquero —confirmó el coronel Carbury—. Si sientes una pasión por la mujer de
la limpieza cuando tienes cuatro años, a los treinta y ocho empezarás a decir que eres el arzobispo de Canterbury. No sé por qué, y nunca lo he sabido, pero esos tipos lo explican de un modo muy convincente.
—El doctor Gerard es una autoridad en ciertas formas de neurosis profunda —aclaró Poirot con una sonrisa—. ¿Sus opiniones acerca de lo ocurrido en Petra se basan en esa línea de argumentación?
El coronel Carbury negó vigorosamente con la cabeza.
—No, no. ¡No me habría preocupado si hubiese sido así! Entiéndame, no es que no
me lo crea. Es sólo que no puedo comprenderlo, como cuando uno de mis beduinos salta del coche en mitad del desierto, toca el suelo con las manos y te dice dónde estás dentro de un radio de una milla o dos. No es magia, pero lo parece. No, la historia del doctor Gerard es bastante prosaica. Meros hechos. Supongo que le interesa... ¿me equivoco?
—No, no se equivoca.
—Estupendo. Entonces creo que llamaré a Gerard y lo haré venir aquí. Así podrá oír su historia de sus propios labios.
Después de que el coronel enviase a un ordenanza con el recado, Poirot preguntó:
—¿Quiénes forman esa familia?
—Su nombre es Boynton. Dos hijos varones, uno de ellos casado. Su mujer es una joven atractiva y agradable, del tipo tranquilo y sensible. Y dos hijas. Ambas muy guapas, pero con estilos totalmente diferentes. La más joven es un poco nerviosa, pero puede que sea tan sólo por la impresión.
—Boynton —dijo Poirot arqueando las cejas—. Curioso... muy curioso.
Carbury lo miró inquisitivamente, guiñando un ojo. Pero como Poirot no agregó nada, prosiguió él mismo:
—¡Parece ser que la madre era insoportable! Había que servirla en todo y tenía a la familia entera bailando a su alrededor. Y también tenía las cuerdas de la bolsa. Ninguno de ellos poseía un penique que fuera suyo.
—¡Muy interesante! ¿Sabe a quién va a parar la fortuna?
—Lo pregunté, como sin darle importancia. La dividirán a partes iguales entre todos.
Poirot asintió con la cabeza. Después preguntó:
—¿Cree usted que todos están implicados?
—No sé. Ahí está el problema. ¿Se trata de un plan fraguado de común acuerdo o fue la idea brillante de uno de ellos? No lo sé. ¡A lo mejor todo es una lucubración mía! En definitiva, me gustaría conocer su opinión como profesional. ¡Ah, aquí llega Gerard!
El francés entró con paso ligero, aunque no precipitado. Mientras estrechaba la mano del coronel Carbury dirigió a Poirot una aguda mirada de curiosidad.
—Le presento al señor Hércules Poirot —dijo Carbury—. Es mi invitado. Le he estado hablando del asunto de Petra.
—¿Ah, sí? —los veloces ojos de Gerard miraron a Poirot de arriba abajo—. ¿Le interesa?
Hércules Poirot levantó las manos.
—¡Ay! Irremediablemente, a uno siempre le interesa lo que tiene que ver con su trabajo.
—Es verdad —admitió Gerard.
—¿Quiere beber algo? —preguntó Carbury.
Sirvió un whisky con soda y lo colocó en la mesa, junto a Gerard. Luego levantó la jarra con gesto interrogante, pero Poirot negó con la cabeza. El coronel Carbury volvió a dejarla en la mesa y acercó un poco su silla.
—Bueno —dijo—. ¿Por dónde íbamos?
—Me parece —dijo Poirot dirigiéndose a Gerard— que el coronel Carbury no está satisfecho.
Gerard hizo un expresivo gesto.
—¡Y todo por mi culpa! —replicó—. Pero tal vez me equivoque. Recuérdelo, coronel Carbury, puedo estar completamente equivocado.
Carbury lanzó un gruñido.
—Explíquele al señor Poirot los hechos —indicó.
El doctor Gerard comenzó con una breve recapitulación de los acontecimientos precedentes al viaje a Petra. Hizo un breve esbozo de los distintos miembros de la familia Boynton y describió el estado de tensión emocional en el que se encontraban. Poirot escuchaba con interés.
Luego, Gerard procedió a relatar los hechos ocurridos en su primer día de estanciaen Petra y explicó cómo él había vuelto al campamento.
—Tenía un ataque de malaria, del tipo cerebral, y era bastante fuerte —explicó—. Por ello decidí administrarme una inyección intravenosa de quinina. Es lo habitual en esos casos.
Poirot asintió comprensivamente.
—La fiebre me dominaba. Fui tambaleándome hasta mi tienda. Al principio no pude encontrar mi botiquín. Alguien lo había cambiado de lugar y no estaba donde yo lo había dejado. Cuando por fin di con él, no encontraba la aguja hipodérmica. La busqué durante un rato. Luego renuncié, me bebí una fuerte dosis de quinina y me dejé caer en la cama.
Gerard hizo una pausa y luego prosiguió:
—La muerte de la señora Boynton no fue descubierta hasta después de la puesta de sol. Debido al modo en que estaba sentada, el respaldo del sillón sostenía su cuerpo y, por lo tanto, no cambió de posición. Sólo se dieron cuenta de que algo no iba bien cuando uno de los sirvientes fue a avisarla para la cena, a las seis y media.
Describió con todo detalle la situación de la cueva y la distancia que la separaba de la gran carpa.
—La señorita King, que es un médico cualificado, examinó el cuerpo. No me molestó, porque sabía que yo estaba con fiebre. De todos modos, no se podía hacer nada. La señora Boynton estaba muerta y hacía ya un buen rato de ello.
—¿Cuánto tiempo exactamente? —murmuró Poirot.
Gerard respondió lentamente:
—No creo que la señorita King prestara mucha atención a ese detalle. Presumo que no le dio demasiada importancia.
—¿Por lo menos se sabe cuándo fue vista con vida por última vez? —preguntó Poirot.
El coronel Carbury se aclaró la garganta y consultó un documento de apariencia oficial.
—La señora Boynton estuvo hablando con lady Westholme y la señorita Pierce poco después de las cuatro de la tarde. Lennox Boynton habló con su madre hacia las cuatro y media. La señora Lennox Boynton tuvo una larga conversación con ella aproximadamente cinco minutos después. Carol Boynton también habló con su madre, pero no es capaz de precisar exactamente la hora, aunque, por los indicios que se tienen, se supone que fue hacia las cinco y diez. Jefferson Cope, un americano, amigo de la familia, la vio dormida cuando regresaba al campamento con lady Westholme y la señorita Pierce. No habló con ella. Eso fue hacia las seis menos veinte. Raymond Boynton, el hijo más joven, parece haber sido la última persona que la vio con vida.
Cuando regresaba de dar un paseo, fue a verla y habló con ella, hacia las seis menos diez. El cadáver fue descubierto a las seis y media, cuando el criado fue a avisarla para la cena.
—¿Se le acercó alguien entre la hora en que Raymond Boynton habló con ella y las seis y media? —preguntó Poirot.
—Creo que no.
—¿Pero alguien pudo haberlo hecho? —insistió el detective.
—No lo creo. Desde poco antes de las seis hasta las seis y media, los criados estuvieron yendo de un lado a otro del campamento y los viajeros entraban y salían de sus tiendas. No hemos encontrado a nadie que viera a alguien acercándose a la anciana.
—Entonces Raymond Boynton es definitivamente la última persona que vio a su madre con vida, ¿no? —dijo Poirot.
El doctor Gerard y el coronel Carbury cambiaron una rápida mirada. El militar tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—Ahí es donde empezamos a meternos en aguas profundas —dijo—. Continúe, Gerard. Es todo suyo.
—Como ya le he dicho, Sarah King no vio ninguna razón, cuando examinó a la señora Boynton, para determinar la hora exacta de la muerte. Lo único que dijo fue que la señora Boynton llevaba muerta "poco tiempo". Sin embargo, cuando al día siguiente, por razones personales, intenté conocer los detalles y mencioné de pasada que la señora Boynton había sido vista con vida por última vez poco antes de las seis por su hijo Raymond, la señorita King, con gran sorpresa de mi parte, afirmó rotundamente que eso era imposible, que a esa hora la señora Boynton tenía que estar ya muerta.
Poirot arqueó las cejas.
—Extraño, muy extraño. ¿Y qué dice a eso el señor Raymond Boynton?
El coronel Carbury intervino abruptamente:
Jura que su madre estaba viva. Subió a verla y le dijo: "Ya he vuelto. ¿Has pasado una buena tarde?", o algo por el estilo. Dice que ella le respondió con un gruñido y le dijo que "estupendamente". Y entonces el joven se fue a su tienda. Poirot, perplejo, frunció el ceño.
—Curioso —dijo—. Muy curioso. Dígame, ¿anochecía?
—Sí, el sol se estaba poniendo.
—Curioso —repitió Poirot—. ¿Y usted, doctor Gerard, cuándo vio el cadáver?
—No lo vi hasta el día siguiente. A las nueve de la mañana, para ser exactos.
—Y, según usted, ¿a qué hora debió de ocurrir la muerte?
El francés se encogió de hombros.
—Es difícil decirlo con precisión después de tanto tiempo. Forzosamente tiene que haber un margen de varias horas. Si tuviera que declarar bajo juramento, lo único que podría decir es que la muerte había ocurrido como mínimo doce horas antes y como máximo dieciocho. Como ve, eso no puede serle de ninguna ayuda.
—Siga, Gerard —dijo el coronel Carbury—. Cuéntele todo lo demás.
—Por la mañana, al levantarme —dijo Gerard—, encontré la aguja hipodérmica. Estaba detrás de una caja de botellas, encima de mi mesita de noche.
Se inclinó hacia delante.
—Usted puede pensar, si quiere, que el día anterior la había pasado por alto. Me encontraba en un estado penoso debido a la fiebre y el abatimiento, temblando de la cabeza a los pies, y no sería la primera vez que uno es incapaz de encontrar una cosa que está allí todo el tiempo. Sólo puedo decir que estoy bastante convencido de que la aguja no estaba allí entonces.
—Todavía hay algo más —dijo Carbury.
—Sí, dos hechos de gran importancia y muy significativos. Había una marca en la muñeca de la muerta, una marca como la que causaría la inserción de una aguja hipodérmica. Su hija lo explica como el pinchazo de un alfiler.
—¿Qué hija? —preguntó Poirot.
—Su hija Carol.
—Sí. Siga, por favor.
—Y queda el último hecho. Al examinar mi botiquín, eché de menos una importante cantidad de digitoxín.
—El digitoxín —dijo Poirot— es un tóxico para el corazón, ¿no?
—Sí. Se obtiene de la
digitalis purpurea
, la dedalera común. Hay en ella cuatro principios activos: el digitalín, el digitonín, la digitaleína y el digitoxín. De éstos, el digitoxín es considerado como el constituyente más tóxico de las hojas de la digitalis. Según los experimentos de Kopp, es de seis a diez veces más fuerte que el digitalín o la digitaleína. En Francia está autorizado, pero no en la farmacopea británica.
—¿Y una dosis elevada de digitoxín..?
El doctor Gerard dijo con gravedad:
—Una dosis elevada de digitoxín administrada de golpe por vía intravenosa causaría la muerte instantánea por paro cardíaco. Se estima que cuatro miligramos podrían ser letales para un hombre adulto.