Cita con la muerte (6 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Cita con la muerte
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—He ido... a ver a la señorita King... Sarah King.

—¿La joven que habló con Raymond anoche?

—Sí, madre.

—¿Tienes intención de volver a verla?

Carol movió los labios sin que de ellos brotara ni una sola palabra. Al fin asintió con la cabeza. Era el pánico... verdadero pánico.

—¿Cuándo?

—Mañana por la noche.

—No irás. ¿Lo comprendes?

—Sí, madre.

—¿Lo prometes?

—Sí, sí...

La señora Boynton se incorporó trabajosamente. Maquinalmente, Carol se acercó a ella para ayudarla. La anciana cruzó despacio la habitación, apoyándose en el bastón. Al llegar a la puerta se detuvo y se volvió hacia la aterrorizada muchacha.

—A partir de ahora, ya no tienes nada que ver con la señorita King, ¿entendido?

—Sí, madre.

—Repítelo.

—Ya no tengo nada que ver con la señorita King.

—Bien.

La señora Boynton salió de la habitación y cerró la puerta tras ella.

Con cierta dificultad, Carol atravesó la habitación. Se sentía muy enferma. Todo su cuerpo parecía como de madera, irreal. Se desplomó sobre la cama y lloró convulsivamente.

Era como si un hermoso paisaje se hubiese abierto ante ella, un paisaje de sol, árboles y flores...

Y de nuevo los negros muros se habían cerrado a su alrededor.

Capítulo VIII

—¿Puedo hablar con usted un momento?

Nadine Boynton se volvió muy sorprendida y miró fijamente a la desconocida joven de rostro bronceado.

—Desde luego...

Pero mientras lo decía lanzó, casi inconscientemente, una rápida e inquieta mirada por encima de su hombro.

—Me llamo Sarah King —continuó la desconocida.

—¡Ah!

—Señora Boynton, voy a decirle algo que le parecerá muy extraño. La otra noche estuve un buen rato hablando con su cuñada.

Una ligera sombra pareció alterar la serenidad del rostro de Nadine Boynton.

—¿Habló usted con Ginebra?

—No, con Ginebra no. Con Carol. La sombra desapareció.

—¡Oh... Carol!

Nadine Boynton pareció complacida, pero extrañada.

—¿Cómo lo consiguió?

—Vino a mi habitación —dijo Sarah—. Era bastante tarde.

Percibió claramente cómo las finas cejas de Nadine se arqueaban sobre su frente blanca.

—Estoy segura de que todo esto le parece muy raro —dijo Sarah con cierto embarazo.

—No —replicó Nadine Boynton—. Me alegra mucho. Mucho, de verdad. Es bueno que Carol tenga una amiga con quien hablar.

—Hicimos muy buenas migas —Sarah procuró elegir cuidadosamente las palabras—. De hecho habíamos quedado en vernos otra vez a la noche siguiente.

—¿De veras?

—Pero Carol no acudió.

—¿No?

La voz de Nadine era fría y reflexiva. Su rostro, suave y sereno, no permitía a Sarah descubrir nada.

—No. Ayer me crucé con ella en el vestíbulo. Le hablé, pero no me contestó. Me miró, pero se fue a toda prisa.

—Comprendo.

Hubo una pausa. A Sarah le resultaba difícil seguir hablando. Nadine Boynton agregó:

—Lo siento mucho. Carol es una chica bastante... nerviosa. Otra pausa. Sarah hizo acopio de valor.

—Verá, señora Boynton, estoy a punto de empezar a ejercer como médico. Creo que sería bueno para su cuñada no encerrarse lejos de la gente.

Nadine Boynton miró a Sarah con aire pensativo.

—Ya veo —dijo—. Usted es médico. Eso cambia las cosas.

—¿Comprende lo que quiero decir? —la apremió Sarah.

Nadine inclinó la cabeza. Continuaba pensativa.

—Tiene usted razón, desde luego —dijo al cabo de un par de minutos—. Pero existen algunas dificultades. Mi suegra está muy enferma y siente lo que podríamos llamar una repugnancia casi morbosa hacia todos los extraños que intentan introducirse en el círculo familiar.

—¡Pero Carol ya es una mujer! —protestó Sarah.

Nadine Boynton negó con la cabeza.

—¡Oh, no! —dijo—. En cuerpo, sí; pero no mentalmente. Si ha hablado con ella, lo habrá observado. En un caso de apuro, se comportaría siempre como una niña asustada.

—¿Cree que es eso lo que pasó? ¿Que se sintió asustada?

—Sospecho, señorita King, que mi suegra insistió en que Carol no volviera a hablar con usted.

—¿Y Carol accedió?

—¿La cree realmente capaz de hacer otra cosa? —dijo serenamente Nadine Boynton.

Las dos mujeres se miraron. Sarah tuvo la impresión de que tras la máscara de las palabras convencionales se comprendían muy bien la una a la otra. Nadine se daba cuenta de la situación, pero no estaba dispuesta a discutirla con ella.

Sarah se sintió desanimada. La noche anterior había creído que la mitad de la batalla estaba ganada. A través de aquellos encuentros secretos pensaba imbuir en Carol el espíritu de la rebelión. Sí, y también en Raymond. Aunque honradamente, ¿acaso no había sido en Raymond en quien había pensado desde el principio? Y ahora, en el primer asalto del combate, había sido ignominiosamente derrotada por aquella masa de carne con ojos diabólicos. Carol había capitulado sin luchar.

—¡Todo es un gran error! —gritó Sarah.

Nadine no respondió. Algo en su silencio produjo en Sarah una gran aprensión, como si una mano fría se le hubiese posado sobre el corazón. "Esta mujer conoce lo irremediable de todo esto mucho mejor que yo —pensó—. Ha vivido con ello."

Las puertas del ascensor se abrieron. La anciana señora Boynton salió. Se apoyaba en un bastón y Raymond la sujetaba por el otro lado.

Sarah dio un leve respingo. Observó que la mirada de la vieja iba de ella a Nadine y otra vez a ella. Estaba preparada para encontrar aversión en aquellos ojos, incluso odio. Pero no lo estaba para lo que vio, una alegría triunfal y maliciosa. Sarah dio media vuelta y se alejó. Nadine avanzó y se reunió con su suegra y su cuñado.

—Así que estabas aquí, Nadine —dijo la señora Boynton—. Me sentaré a descansar un rato antes de salir.

La acomodaron en un sillón de respaldo alto. Nadine se sentó a su lado.

—¿Con quién hablabas, Nadine?

—Con la señorita King.

—¡Ah, sí! La chica que habló con Raymond la otra noche. ¿Por qué no vas a hablar con ella ahora, Ray? Está allí, en la mesa escritorio.

Al mirar a Raymond, la boca de la anciana se ensanchó en una sonrisa maliciosa. El joven enrojeció. Volvió la cabeza y murmuró algo ininteligible.

—¿Qué dices, hijo?

—No quiero hablar con ella.

—Claro que no. Eso pensaba. No hablarás con ella. ¡No podrías por mucho que lo desearas!

Tosió repentina y ruidosamente.

—Me estoy divirtiendo mucho en este viaje, Nadine —dijo—. No me lo habría perdido por nada del mundo.

—¿No? —la voz de Nadine era totalmente inexpresiva.

—Ray.

—¿Sí, madre?

—Tráeme una hoja de papel para escribir... de aquella mesa de la esquina.

Raymond se alejó, obedientemente. Nadine levantó la cabeza. No miraba al chico, sino a la vieja. La señora Boynton se inclinaba hacia delante, con las aletas de la nariz dilatadas como si estuviera experimentando un gran placer. Ray pasó junto a Sarah. Ésta levantó la vista, con una repentina esperanza escrita en su rostro. Pero la ilusión murió cuando el joven se apresuró a coger una hoja de papel de la casilla y, sin detenerse, volvió sobre sus pasos atravesando la habitación. Cuando llegó junto a las dos mujeres tenía la frente perlada de sudor y estaba pálido como un muerto.

Muy suavemente, observando con atención la cara del joven, la señora Boynton murmuró:

—¡Ah!

Luego vio que los ojos de Nadine estaban fijos en ella. Algo en aquella mirada hizo que la suya brillara con una súbita furia.

—¿Dónde está esta mañana el señor Cope? —le preguntó.

Nadine bajó nuevamente los ojos. Respondió con su suave e inexpresiva voz:

—No lo sé. No lo he visto.

—Me gusta ese hombre —dijo la anciana—. Me gusta mucho. Deberíamos verle a menudo. Eso te agradaría, ¿no?

—Sí —replicó Nadine—. También a mí me es muy simpático.

—¿Qué le pasa a Lennox últimamente? Está muy aburrido y apagado. ¿Algún problema entre vosotros?

—No. ¿Por qué tendría que haber algún problema?

—No sé. Los matrimonios no siempre se llevan bien. ¿Quizá seríais más felices viviendo en vuestra propia casa?

Nadine no respondió.

—Bueno, ¿qué te parece la idea? ¿No te atrae?

Sonriendo y moviendo negativamente la cabeza, Nadine replicó:

—No creo que a usted le gustara, madre.

La señora Boynton parpadeó. Aguda y venenosamente dijo:

—Siempre has estado en mi contra, Nadine. En el mismo tono, la joven replicó:

—Lamento que piense eso.

La mano de la anciana se cerró sobre el bastón. Su rostro pareció volverse de color púrpura. Cambiando el tono, dijo:

—He olvidado mis gotas. ¿Quieres hacer el favor de ir a buscarlas?

—Claro.

Nadine se levantó y cruzó el salón hacia el ascensor. La señora Boynton la siguió con la mirada. Raymond languidecía sentado en una silla; sus ojos reflejaban un gran abatimiento.

Nadine subió y recorrió el pasillo. Entró en la antesala de su suite. Lennox estaba sentado junto a la ventana. Tenía un libro en las manos, pero no leía. Cuando Nadine entró, el joven se levantó.

—Hola, Nadine.

—He venido a buscar las gotas de mamá. Se las olvidó.

Entró en el dormitorio de su suegra. Tomó una botella que estaba en un estante del lavabo y cuidadosamente vertió en un vasito la dosis adecuada. Después acabó de llenarlo con agua. Al cruzar de nuevo la salita de estar, se detuvo.

—Lennox.

Pasaron unos instantes antes de que su marido respondiera. Parecía como si el mensaje tuviera que recorrer una larga distancia.

—Perdona... ¿Qué dices? —dijo al fin.

Nadine Boynton dejó cuidadosamente el vaso sobre la mesa. Después se acercó a su marido y permaneció de pie junto a él.

—Lennox, mira qué sol hace fuera, mira la vida. Es hermosa. Deberíamos estar ahí disfrutando de ella, en vez de estar aquí mirando por la ventana.

Hubo una nueva pausa.

—Lo siento —murmuró al fin Lennox—. ¿Quieres salir?

—¡Sí! —replicó vivamente su mujer—. Quiero salir, contigo. Salir al sol y a la vida... y vivir, los dos juntos.

Lennox se hundió en su sillón. Tenía la mirada inquieta de un animal acosado.

—Nadine, cariño... ¿tenemos que volver a empezar otra vez con eso?

—Sí, tenemos que hacerlo. Vámonos de aquí y vivamos nuestra propia vida en cualquier otra parte.

—¿Cómo vamos a hacerlo? No tenemos dinero.

—Podemos ganarlo.

—¿Cómo? ¿Qué podríamos hacer? No tengo ninguna preparación. Miles de hombres, hombres cualificados y más preparados que yo, están sin trabajo. No lo conseguiríamos.

—Yo ganaría para mantenernos a los dos.

—Pero nenita, si ni siquiera has acabado tus estudios. No hay esperanza... Es imposible.

—No, donde no hay esperanza es en la vida que llevamos ahora.

—No sabes lo que estás diciendo. Mamá se porta bien con nosotros. Nos da todos los lujos.

—Excepto la libertad. Lennox, haz un esfuerzo. Ven conmigo ahora... hoy mismo...

—¡Estás loca, Nadine!

—No, estoy completamente cuerda. Quiero tener mi propia vida, contigo, a la luz del sol, no aquí ahogados, a la sombra de una vieja tirana que se complace en hacernos desgraciados.

—Quizá mamá sea un poco autocrática...

—¡Tu madre está loca! ¡Completamente desquiciada! Débilmente, Lennox replicó:

—No es verdad. Tiene un gran talento para los negocios.

—Quizá.

—Y tienes que darte cuenta, Nadine, de que no vivirá para siempre. Se está haciendo vieja y su salud es muy mala. A su muerte, la fortuna de mi padre se repartirá a partes iguales entre todos. ¿Recuerdas que ella misma nos leyó el testamento?

—Cuando muera —murmuró Nadine—. Tal vez sea demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde? ¿Para qué?

—Para la felicidad.

Lennox murmuró:

—Demasiado tarde para la felicidad.

Se estremeció de pronto. Nadine se acercó a él y apoyó la mano en su hombro.

—Lennox, yo te amo. Es una batalla entre tu madre y yo. ¿Vas a ponerte de su parte o de la mía?

—De la tuya... de la tuya.

—Entonces, haz lo que te pido.

—¡Es imposible!

—No, no es imposible. Piensa, Lennox, que podríamos tener hijos...

—Mamá quiere que los tengamos. Nos lo ha dicho muchas veces.

—Ya lo sé. Pero yo no traeré hijos al mundo para que vivan en la oscuridad en la que habéis crecido vosotros. Tu madre podrá tener influencia sobre vosotros, pero no tiene ningún poder sobre mí.

Lennox murmuró:

—A veces la haces enfadar, Nadine. Eso no es muy prudente.

—¡Se enfada porque se da cuenta de que no puede influir en mi mente ni dictar mis pensamientos!

—Ya sé que eres siempre cortés y amable con ella. Eres maravillosa, demasiado buena para mí. Siempre lo has sido. Cuando dijiste que te casarías conmigo, fue como un sueño increíble.

—Cometí un error casándome contigo —dijo Nadine serenamente.

—Sí..., lo cometiste —musitó Lennox desesperanzado.

—No me entiendes. Lo que quiero decir es que si entonces me hubiera marchado y te hubiese pedido que me siguieras, lo habrías hecho. Estoy casi segura... No fui lo bastante lista para comprender a tu madre y lo que pretendía.

Calló un momento y luego prosiguió.

—¿Te niegas a marcharte conmigo? Bien, no te puedo obligar. ¡Pero yo soy libre de irme! Y creo... creo que me iré.

Lennox levantó la vista hacia ella y la miró fijamente con incredulidad. Por primera vez, su réplica fue rápida, como si la lenta corriente de sus pensamientos se hubiera visto por fin acelerada.

—Pero... pero —tartamudeó—. No puedes hacer eso. Mamá... mamá no querría ni oír hablar de ello.

—No podría detenerme.

—No tienes dinero.

—Puedo ganarlo, mendigarlo, robarlo o pedirlo prestado. ¡Entiéndeme, Lennox! ¡Tu madre no tiene poder sobre mí! Puedo irme o quedarme a mi voluntad. Estoy empezando a pensar que ya he aguantado esta vida demasiado tiempo.

—Nadine, no me dejes... no me dejes...

Lo miró pensativa, con calma, con una expresión inescrutable.

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