Read Cita con la muerte Online
Authors: Agatha Christie
No. Eran las luces oscilantes las que hacían que pareciese tan grande. Pero tenía que ser un ídolo de alguna clase, sentado allí, inmóvil, desplegando su influjo sobre aquel lugar...
De pronto, Sarah reconoció la figura y sintió cómo su corazón daba un vuelco. La sensación de paz y de huida que el desierto le había producido desapareció en aquel instante. De la libertad, había sido conducida nuevamente al cautiverio. Había descendido cabalgando hasta aquel oscuro y sinuoso valle, y allí, como una sacerdotisa de algún culto olvidado, como un Buda femenino, monstruoso y abultado, aparecía la señora Boynton.
¡La señora Boynton estaba allí! ¡En Petra!
Sarah contestó maquinalmente a las preguntas que le iban formulando. ¿Quería cenar en seguida? La cena estaba servida. ¿Prefería lavarse antes? ¿Quería dormir en una tienda o en una cueva?
La respuesta a esta última pregunta fue inmediata. Una tienda. Sólo de pensar en dormir en una cueva, se estremeció y recordó la imagen de aquella monstruosa figura sedentaria que había divisado. (¿Por qué sería que había algo en aquella mujer que no parecía humano?)
Al fin, siguió a uno de los criados indígenas. Llevaba unos pantalones de montar color caqui con unas espinilleras remendadas y descuidadas y una chaqueta raída que tendría que haber sido desechada hacía tiempo. Sobre su cabeza, el típico tocado nativo, el cheffiyah, dotado de largos pliegues que protegían el cuello y fijado por medio de una trenza negra de seda fuertemente ajustada en la coronilla. Sarah se quedó admirada ante su relajada y rítmica forma de andar, el modo descuidado pero altivo de llevar la cabeza. Sólo la parte europea de su vestimenta parecía ridícula e inadecuada. "La civilización es un error —pensó Sarah—. ¡Un completo error! ¡Si no fuera por la civilización no existiría una señora Boynton! ¡En una tribu salvaje probablemente la habrían matado y se la habrían comido hace años!".
Se dio cuenta, con cierto humor, de que estaba extremadamente cansada, al límite de sus fuerzas. Después de lavarse con agua caliente y empolvarse la cara, volvió a sentirse ella misma, fría, serena y avergonzada por su reciente pánico.
Se pasó el peine por la espesa y negra melena, haciendo esfuerzos con la vista para poder ver su propio reflejo en un espejo del todo inadecuado, a la luz oscilante de una pequeña lámpara de petróleo.
Después, apartando el toldo que cubría la entrada de su tienda, salió y se hundió en la oscuridad, preparada para descender hasta la gran carpa que se encontraba más abajo.
—¿Usted... aquí?
Fue como un grito apagado, desconcertado, incrédulo.
Se volvió y encontró frente a ella los ojos de Raymond Boynton. ¡Cuánta perplejidad había en ellos! Algo que la mantuvo silenciosa y casi asustada. Algo como una increíble alegría. Era como si estuviera teniendo una visión del Paraíso: su expresión era de sorpresa, aturdimiento, gratitud y humildad. Nunca en toda su vida olvidaría Sarah aquella mirada. De ese modo debían de alzar la vista los condenados para ver el Paraíso...
—Usted... —repitió.
Aquel tono bajo y vibrante removió algo en el interior de Sarah. Hizo que su corazón diera un vuelco dentro del pecho. Se sintió avergonzada, asustada, humilde y, casi al mismo tiempo, contenta, con arrogancia. Contestó simplemente:
—Sí.
Él se le acercó, todavía perplejo, todavía sin acabárselo de creer. Entonces, inesperadamente, tomó su mano.
—Es usted —dijo—. Es real. Al principio creí que era un fantasma, porque he estado pensando mucho en usted —calló un momento y después agregó—: La amo, ¿sabe? La amé desde el momento en que la vi en el tren. Ahora lo sé. Y quiero que usted lo sepa también, para que... para que comprenda que no soy yo, mi verdadero yo, el que... el que se comporta como un canalla. Ni siquiera ahora puedo responder de mí mismo. ¡Podría hacer... cualquier cosa! Podría pasar de largo junto a usted o fingir que no la veo, pero quiero que comprenda que no soy yo el responsable, yo mismo, el de verdad. Es culpa de mis reflejos. No puedo fiarme de ellos... ¡Cuando ella me dice que haga algo, lo hago! ¡Mis reflejos lo hacen! ¿Lo entiende, verdad? Desprécieme si quiere...
Sarah lo interrumpió. En voz baja y con inesperada dulzura, le dijo:
—No le desprecio.
—¡De todas maneras, soy despreciable! Debería... ser capaz de portarme como un hombre.
En parte como un eco del consejo de Gerard, pero sobre todo a causa de sus propios conocimientos y sus propias esperanzas, Sarah contestó:
—A partir de ahora lo será —detrás de la dulzura de su voz, resonaba la certeza y un autoritarismo consciente.
—¿De veras? —la voz de él era triste—. Quizá...
—Estoy segura de que de ahora en adelante tendrá el valor suficiente. Raymond se levantó y echó hacia atrás la cabeza.
—¿Valor? Sí, eso es todo lo que necesito. ¡Valor!
De pronto, se inclinó hacia ella y rozó su mano con los labios. Un minuto después se había marchado.
Sarah bajó a la carpa. Allí encontró a sus tres compañeros de viaje. Estaban sentados a la mesa, comiendo. El guía estaba explicando que había allí otro grupo de excursionistas.
—Llegaron hace dos días. Marchan pasado mañana. Americanos. ¡La madre, muy gorda, muy difícil llegar hasta aquí! Cargada en silla por porteadores... dijeron trabajo muy duro... mucho calor... sí.
Sarah soltó una carcajada. Desde luego, bien mirado, la cosa no dejaba de tener gracia.
El rechoncho guía la miró agradecido. Aquel trabajo no le resultaba demasiado fácil. Lady Westholme le había llevado la contraria tres veces aquel día, con el Baedeker en la mano, y, al llegar, había protestado por la cama que le habían asignado. Menos mal que uno de los miembros del grupo parecía estar de buen humor.
—¡Ja! —exclamó lady Westholme—. Creo que esa gente estaba en el Salomón. He reconocido a la madre en cuanto hemos llegado. Me parece que la vi hablar con ella en el hotel, señorita King.
Sarah se sonrojó culpablemente, esperando que lady Westholme no hubiera escuchado aquella conversación.
"¡Verdaderamente, no sé lo que se apoderó de mí!" —pensó angustiada.
Mientras tanto, lady Westholme había dado su veredicto:
—Gente sin ningún interés. Muy provincianos —dijo.
La señorita Pierce la animó con adulaciones y lady Westholme se embarcó en un relato acerca de la historia de ciertos americanos prominentes e interesantes que había conocido hacía poco tiempo.
Como el tiempo era muy caluroso, demasiado para la época del año, decidieron reanudar la marcha por la mañana temprano.
Los cuatro se reunieron para desayunar a las seis en punto. No se veía ni rastro de ninguno de los Boynton. Después de que lady Westholme protestase porque no había fruta, tomaron té, leche condensada y huevos fritos, los cuales nadaban en una buena cantidad de manteca y estaban rodeados de tocino salado.
Luego iniciaron la excursión. Lady Westholme y el doctor Gerard discutían, animadamente por parte de aquélla, el valor exacto de las vitaminas en la dieta y el tipo de nutrición apropiada para las clases trabajadoras.
De pronto, oyeron una llamada procedente del campamento y se detuvieron para esperar que otra persona se uniese a la expedición. Era el señor Jefferson Cope, que corría hacia ellos con la cara roja y sofocada a causa del esfuerzo.
—Si nos les importa, me gustaría ir con ustedes esta mañana. Buenos días, señorita King. ¡Qué sorpresa encontrarles a usted y al doctor Gerard aquí! ¿Qué les parece todo esto?
Con un ademán señaló las fantásticas rocas rojas que se extendían por todas partes.
—Me parece maravilloso y también un poco horrible —dijo Sarah—. Siempre me lo había imaginado como un lugar romántico y de ensueño: la Ciudad Rosa. Pero es mucho más real de lo que pensaba. Tan real como... un filete de ternera crudo.
—Ése es justamente el color que tiene —confirmó el señor Cope.
—Pero, de todas maneras, es maravilloso —admitió Sarah.
El grupo comenzó a escalar. Dos guías beduinos los acompañaban. Ambos eran altos y de andar ágil. Subían balanceándose con gran despreocupación, calzados con unas botas de clavos que les permitían fijar completamente los pies en el resbaladizo suelo de la falda de la montaña. Pronto empezaron las dificultades. Sarah y el doctor Gerard resistían bien las alturas, pero el señor Cope y lady Westholme no se sentían muy felices y a la pobre señorita Pierce tuvieron casi que llevarla en brazos por los lugares más peligrosos, mientras ella, con los ojos cerrados y la cara verde, gemía sin cesar.
—Nunca he podido mirar hacia abajo desde las alturas... Nunca. ¡Desde que era una niña!
En una ocasión dijo que quería volver atrás, pero cuando se volvió a mirar el descenso, su piel se volvió aún más verde y de mala gana decidió que lo único que podía hacer era seguir adelante.
El doctor Gerard se mostró amable y tranquilizador. Se colocó detrás de la señorita.
Pierce aguantando un bastón entre ella y la escarpada pendiente a modo de barandilla. La mujer confesó que la ilusión de ir andando por un raíl la había ayudado mucho a vencer la sensación de vértigo.
Sarah, jadeando un poco, se dirigió al guía, Mahmoud, quien, a pesar de su corpulencia, no manifestaba signos de agotamiento, y le preguntó:
—¿Nunca tienen problemas para traer a la gente aquí arriba? A la gente mayor, quiero decir.
—Siempre... siempre tenemos problemas —admitió Mahmoud serenamente.
—¿Y siempre los traen?
Mahmoud se encogió de hombros.
—Les gusta venir. Han pagado dinero para ver estas cosas. Desean verlas. Los guías beduinos son muy listos... saben dónde pisan... siempre se las arreglan.
Por fin llegaron a la cima. Sarah respiró hondo.
Por todas partes, a sus pies y alrededor, se extendían las rocas de color rojo sangre. Un paisaje extraño e increíble sin igual en ningún otro lugar del mundo. Allí, sumidos en el aire puro de la mañana, permanecieron de pie, como dioses, observando un mundo inferior, un mundo de resplandeciente violencia.
Aquél era, según les explicó el guía, el "Lugar del Sacrificio", el "Lugar Elevado". Les enseñó el corte abierto a sus pies, en la roca plana.
Sarah se separó de los otros, de las tópicas frases que brotaban con tanta facilidad de los labios del guía. Se sentó en una roca; introdujo los dedos en su espesa y negra melena y contempló el mundo a sus pies. Al cabo de un rato, notó la presencia de alguien a su lado. La voz del doctor Gerard dijo:
—¿Se da usted cuenta de lo apropiada que fue la tentación del demonio en el Nuevo Testamento? Satán llevó a Nuestro Señor a la cumbre de una montaña y le enseñó el mundo. "Todo esto te daré si de hinojos me adorares." ¡Cuánto mayor no es la tentación de ser el dios del poder material cuando se está en un lugar elevado! Sarah asintió, pero sus pensamientos estaban claramente en otro lugar y Gerard la observó con cierta sorpresa.
—Está usted meditando muy profundamente —dijo.
—Sí, así es —se volvió hacia él con cara de perplejidad—. Es una idea maravillosa... tener un lugar para sacrificios aquí arriba. A veces pienso que el sacrificio es necesario... ¿No le parece? Quiero decir que se puede llegar a tener demasiado respeto por la vida. La muerte no es en realidad tan importante como nosotros pretendemos.
—Si es eso lo que piensa, señorita King, no debería haber adoptado nuestra profesión. Para nosotros, la muerte es y debe ser siempre el enemigo.
Sarah se estremeció.
—Sí, supongo que tiene razón. No obstante, a menudo la muerte puede resolver un problema. Puede llegar a significar, incluso, una vida más completa para alguien...
—¡Es conveniente para nosotros que un hombre muera por el pueblo! —citó Gerard gravemente.
—Yo no quería decir... —se interrumpió. Jefferson Cope venía hacia ellos.
—Éste es verdaderamente un sitio muy notable —declaró el americano—. Muy notable. Me alegro enormemente de no habérmelo perdido. No me importa confesar que, aunque la señora Boynton es ciertamente una mujer extraordinaria y, sinceramente, admiro su ánimo al decidirse a venir aquí, viajar con ella complica mucho las cosas. Su salud es mala y supongo que eso la hace ser un poco desconsiderada con los sentimientos de las otras personas, pero lo cierto es que no se le ocurre pensar que a su familia tal vez podría apetecerle salir de excursión sin ella. Está tan acostumbrada a tenerlos a todos a su alrededor, que supongo que no piensa...
El señor Cope se interrumpió. Su afable rostro expresó cierto malestar y turbación.
—¿Saben? —dijo—. Me ha llegado cierta información acerca de la señora Boynton que me ha afectado mucho.
Sarah volvía a estar perdida en sus propios pensamientos. La voz del señor Cope flotaba apaciblemente en sus oídos como el murmullo agradable de una lejana corriente de agua. En cambio, el doctor Gerard dijo:
—¿De veras? ¿De qué se trata?
—Mi informadora es una dama a quien conocí en el hotel de Tiberíades. Tiene que ver con una sirvienta que estuvo empleada en casa de la señora Boynton. La chica, se lo resumo, estaba... había...
El señor Cope hizo una pausa, dirigió una leve mirada a Sarah y bajó la voz:
—Iba a tener un niño. Por lo visto, la vieja señora lo descubrió, pero aparentemente se portó muy bien con la muchacha. Luego, pocas semanas antes de que naciera el niño, la despidió y la echó de la casa.
El doctor Gerard arqueó las cejas.
—¡Ah! —murmuró pensativo.
—La persona que me lo contó estaba muy bien informada de los hechos. No sé si usted estará de acuerdo conmigo, pero a mí me parece que hacer una cosa así es una crueldad, es no tener corazón. No puedo entenderlo...
El doctor Gerard lo interrumpió.
—Tendría que intentarlo. Ese incidente, no me cabe la menor duda, proporcionó a la señora Boynton un gran placer.
El señor Cope lo miró estupefacto.
—¡No señor! —dijo con énfasis—. No puedo creerlo. Es algo inconcebible.
Suavemente, el doctor Gerard citó:
"De modo que volví y consideré todas las opresiones perpetradas bajo el sol. Y había llantos y lamentaciones por parte de aquellos que estaban oprimidos y no tenían consuelo, pues con sus opresores estaba el poder, de manera que nadie pudiese venir a confortarlos. Y alabé verdaderamente a los muertos porque ya están muertos, sí, más que a los vivos que todavía permanecen en la vida; sí, aquel que no es, está mejor que si estuviera muerto o vivo, pues no sabe nada acerca del mal que se ha establecido para siempre en la tierra... "