—Como el agua, señor.
—Bien. Entonces mira por dónde pisas, mantén la cabeza alta en todo momento y tendrás una posibilidad.
Sky asintió. Supuso que Ramírez esperaría que se sintiera agradecido por aquel regalito confidencial, pero lo que Sky sentía en realidad (aunque hizo lo que pudo por ocultarlo) era un auténtico desprecio. ¡Como si los deseos de Ramírez y de sus amigotes pudieran influir en él! Como si realmente tuvieran algo que decir en su elección como capitán. Los pobres ciegos estúpidos.
—Él no es nada —dijo Sky entre dientes—. Pero tengo que dejarle sentirse útil.
—Por supuesto —dijo Payaso, porque Payaso nunca había estado lejos—. Es lo que yo haría.
Cuando terminó el episodio, caminé por la explanada hasta encontrar una tienda en la que poder usar un teléfono durante unos minutos. Todos volvieron a confiar en los teléfonos después de que las veloces y elegantes redes de datos originales de la ciudad dejaran de funcionar. Era una especie de humillación para una sociedad cuyas máquinas habían llegado a elevar el arte de la comunicación a una forma natural de semitelepatía, pero los teléfonos se habían convertido en un accesorio menor de moda por derecho propio. Los pobres no los tenían, así que los ricos alardeaban de ellos; cuanto más grandes y llamativos fueran los teléfonos, mejor. El teléfono que acababa de alquilar parecía un tosco walkie-talkie con blindaje militar: una unidad de mano abultada y negra con una pantalla emergente de 2d y una matriz de botones grabados con caracteres canasianos.
Le pregunté al hombre que alquilaba el teléfono qué tenía que hacer para contactar con un número orbital y con alguien de la Canopia. Me dio una explicación larga y enrevesada para ambas cosas y yo me esforcé por recordar los detalles. El número orbital era más sencillo, ya que lo sabía (estaba grabado en la tarjeta de visita de los Mendicantes que me había dejado la hermana Amelia), pero tuve que pasar por cuatro o cinco capas de red con mucho temperamento antes de llegar hasta él.
Los Mendicantes dirigían su negocio de una forma interesante. Mantenían lazos con muchos de sus clientes mucho después de que dejaran el Hospicio Idlewild. Algunos de aquellos clientes, al ascender a puestos de poder en el sistema, les devolvían favores a los Mendicantes, donaciones que les permitían tener hábitats solventes. Pero iba más allá. Los Mendicantes confiaban en que sus clientes volverían a ellos para servicios adicionales… información y algo que solo podría describirse como un educadísimo espionaje, de modo que siempre les convenía ser fáciles de contactar.
Tuve que salir de la estación, a la lluvia, para que el teléfono me dejara entrar en cualquiera de los sistemas de datos supervivientes de la ciudad. Incluso así, pasé muchos segundos de intentos tartamudeantes antes de establecer una ruta de información con el Hospicio y, una vez que nuestra conversación comenzó, estuvo salpicada de significativos tiempos de retraso y pérdidas de información conforme los paquetes de datos rebotaban alrededor del espacio de Yellowstone, alejándose en alguna que otra parábola que nunca regresaba.
—Hermano Alexei, de los Mendicantes del Hielo, ¿en qué puedo ayudar a Dios a través de usted?
La cara que apareció en la pantalla estaba demacrada y tenía una mandíbula prominente; los ojos brillaban con una tranquila benevolencia, como los de un buho. Me di cuenta de que uno de los ojos lucía un cardenal morado oscuro.
—Bueno, bueno —dije—. Hermano Alexei. ¿Qué te ha pasado? ¿Te caíste sobre tu paleta?
—No estoy seguro de entenderte, amigo.
—Bueno, te refrescaré la memoria. Me llamo Tanner Mirabel. Llegué al Hospicio hace unos días, del
Orvieto
.
—No… no estoy seguro de recordarte, hermano.
—Qué gracioso. ¿No recuerdas cómo intercambiamos votos en la cueva?
Él rechinó los dientes, sin dejar de mantener aquella media sonrisa benevolente.
—No… lo siento. Estoy en blanco. Pero, por favor, continúa.
Llevaba la túnica de los Mendicantes, con las manos cruzadas sobre el estómago. Detrás de él pude ver las viñas que subían por los distintos peldaños hasta curvarse en lo alto, bañadas en la luz reflejada de los filtros solares del hábitat. Pequeñas casas y lugares de descanso salpicaban los peldaños, bloques de blanco fresco entre el abrumador verde florido, como icebergs en un mar salado.
—Tengo que hablar con la hermana Amelia —dije—. Fue amable conmigo durante nuestra estancia y me ayudó con mis asuntos personales. Creo recordar que tú y ella os conocéis, ¿no?
La expresión de placidez no disminuyó.
—La hermana Amelia es una de nuestras almas más caritativas. No me sorprende que desees mostrarle tu gratitud. Pero me temo que está indispuesta en las criptas. Quizá pueda, a mi manera, serte de ayuda, aunque mis servicios no puedan compararse con el grado de devoción que te ofreció la hermana Amelia.
—¿Le has hecho daño, Alexei?
—Que Dios te perdone.
—Corta el rollo piadoso. Te romperé la columna si le has hecho daño. Lo sabes, ¿verdad? Debería haberlo hecho cuando pude.
Él le dio vueltas a aquello antes de responder.
—No, Tanner… no le he hecho daño. ¿Satisfecho?
—Entonces, ponme con Amelia.
—¿Por qué tienes que hablar con ella con tanta urgencia y no conmigo?
—Por las conversaciones que tuvimos, sé que la hermana Amelia trató con muchos de los recién llegados que pasaban por el Hospicio y me gustaría saber si recuerda tratar con un tal señor… —empecé a decir Quirrenbach, pero me mordí la lengua.
—Perdona, no entendí el nombre del todo.
—No importa. Ponme con Amelia.
Él dudó, después me pidió que repitiera mi nombre de nuevo.
—Tanner —dije haciendo rechinar los dientes.
Era como si acabaran de presentarnos.
—Un momento de… mmm… paciencia, hermano. —Todavía tenía la misma expresión en la cara, pero la voz parecía algo tensa. Se levantó una de las mangas de la túnica y dejó al descubierto un brazalete por el que comenzó a hablar en voz baja y, posiblemente, en una lengua específica de los Mendicantes. Observé una imagen aparecer en el brazalete, pero era demasiado pequeña para que identificara más que una mancha rosa que podría haber sido una cara humana o incluso la hermana Amelia. Hubo una pausa de unos cinco o seis segundos antes de que Alexei se bajara la manga de la túnica.
—¿Y bien?
—No puedo contactar con ella de inmediato, hermano. Está atendiendo a los cachorros… a los enfermos, y sería muy poco aconsejable interrumpirla cuando está tan concentrada. Pero me han informado de que ella te busca con tanto interés como tú a ella.
—¿Me busca?
—Si quisieras dejarle un mensaje para que Amelia sepa dónde encontrarte…
Corté la conexión con el Hospicio antes de que Alexei terminara la frase. Me lo imaginé de pie entre las viñas, mirando con expresión sombría a la pantalla muerta con la que había estado hablando mientras sus palabras se quedaban flotando en el aire. Había fallado. No había logrado localizarme, como debía haber intentado. Parecía que la gente de Reivich también había logrado infiltrarse entre los Mendicantes. Habían esperado a que yo reanudara el contacto con la esperanza de que les revelara mi escondite por medio de alguna indiscreción.
Casi les había funcionado.
Me llevó varios minutos encontrar el número de Zebra, tras recordar que se había hecho llamar Taryn antes de revelar el nombre que usaba para sus contactos con el movimiento de los saboteadores. No tenía ni idea de si Taryn sería un nombre propio habitual en Ciudad Abismo, pero por una vez la suerte estaba de mi parte; había menos de media docena de personas con aquel nombre. No hacía falta llamarlos a todos, ya que el teléfono me mostró un mapa de la ciudad y solo un nombre aparecía cerca del abismo. La conexión fue mucho más rápida que con el Hospicio, pero distaba de resultar instantánea y seguía plagada de episodios de estática, como si la señal tuviera que arrastrarse por cables telegráficos que recorrieran continentes enteros en vez de solo saltar unos cuantos kilómetros de aire cargado de niebla tóxica.
—Tanner, ¿dónde estás? ¿Por qué te fuiste?
—Yo… —hice una pausa, casi a punto de contarle que estaba cerca de la Estación Central, si es que no resultaba ya de por sí obvio por la vista a mis espaldas—. No, mejor no te lo digo. Creo que confío en ti, Zebra, pero estás demasiado cerca del Juego. Será mejor que no lo sepas.
—¿Crees que te traicionaría?
—No, aunque no te culparía si lo hicieras. Pero no puedo arriesgarme a que nadie me encuentre a través de ti.
—¿Quién más queda por hacerlo? Hiciste un trabajo bastante completo con Waverly, por lo que he oído. —Su cara rayada llenó la pantalla; tono monocromo de piel resaltado por los ojos inyectados en rosa.
—Jugaba al Juego para ambos bandos. Debía saber que acabarían matándolo tarde o temprano.
—Puede que incluso fuera un sádico, pero era uno de nosotros.
—¿Qué se suponía que debía hacer… sonreír amablemente y pedirle que lo dejara? —Un chubasco de lluvia más fuerte azotó el cielo, así que me puse bajo la cornisa de un edificio para protegerme y cubrí el teléfono con una mano, mientras la imagen de Zebra bailaba como un reflejo en el agua—. No tenía nada personal en contra de Waverly, por si te lo preguntabas. Nada que una bala caliente no pudiera resolver.
—No usaste una bala, por lo que me han contado.
—Me colocó en una situación en la que matarlo era la única opción posible. Y lo hice de forma eficiente, por si te lo preguntabas. —Le ahorré los detalles de lo que había encontrado cuando alcancé a Waverly en el suelo; no cambiaría nada saber que lo habían cosechado en el Mantillo.
—Eres bastante capaz de cuidar de ti mismo, ¿no? Empecé a preguntármelo cuando te encontré en aquel edificio. Casi nunca llegan tan lejos. Sobre todo si les han disparado. ¿Quién eres, Tanner Mirabel?
—Alguien que intenta sobrevivir —respondí—. Siento lo que te quité. Tú cuidaste de mí y te estoy agradecido; si puedo hacer algo para recompensarte por lo que me llevé, lo haré.
—No tienes que irte a ninguna parte —dijo Zebra—. Te dije que te ofrecería un santuario hasta que terminara el Juego.
—Me temo que tengo algunos asuntos que atender. —Era un error; lo último que Zebra necesitaba saber era lo de Reivich, pero acababa de invitarla a especular sobre lo que podría llevar a un hombre a salir de su escondite.
—Lo raro es que —dijo ella— casi te creo cuando dices que me recompensarás. No sé por qué, pero creo que eres un hombre de palabra, Tanner.
—Llevas razón —dije—. Y creo que algún día eso acabará conmigo.
—¿Qué se supone que significa eso?
—No importa. ¿Hay alguna caza esta noche, Zebra? Pensé que tú lo sabrías mejor que nadie.
—La hay —dijo ella tras pensárselo—. Pero no veo qué tiene que ver contigo, Tanner. ¿Es que todavía no has aprendido la lección? Tienes suerte de seguir vivo.
Sonreí.
—Supongo que todavía no me he hartado lo bastante de Ciudad Abismo.
Devolví el teléfono alquilado a su dueño y medité mis opciones. La cara de Zebra y su timbre de voz acechaban tras todos mis pensamientos conscientes. ¿Por qué la había llamado? No había ninguna razón, solo la de disculparme, y ni siquiera aquello tenía sentido; era un gesto más dedicado a tranquilizar mi conciencia que a ayudar a la mujer a la que había robado. Sabía bien lo mucho que le afectaría mi traición y que no podría recompensarla en un futuro cercano. Pero algo me había hecho llamarla y, cuando intenté apartar mis motivos superficiales para descubrir lo que había debajo, solo pude encontrar una mezcla de emociones e impulsos; su olor; el sonido de su risa, la curva de sus caderas y la forma en que las rayas de su espalda se contorsionaban y liberaban cuando rodaba para apartarse de mí tras hacer el amor. No me gustó lo que vi, así que cerré la puerta a aquellos pensamientos como si se tratara de una caja de víboras…
Caminé de vuelta a la multitud del bazar y dejé que los ruidos empujaran a mis pensamientos hasta someterlos para poder concentrarme en el momento presente. Todavía tenía dinero; seguía siendo un hombre rico para el Mantillo, no importaba que contara con poca influencia en la Canopia. Tras preguntar por ahí y comparar precios, encontré una habitación en alquiler a unas cuantas manzanas de donde estaba, en lo que parecía ser uno de los distritos menos destartalados.
La habitación estaba desvencijada, incluso al compararla con otros lugares del Mantillo. Era un elemento cúbico en esquina dentro de una incrustación tambaleante de ocho pisos de estructuras unidas alrededor del pie del talud de una estructura mayor. Por otro lado, también parecía muy vieja y establecida, ya que se había ganado su propia capa parasítica de incrustaciones en forma de escaleras, rellanos horizontales, conductos de drenaje, espalderas y jaulas de animales; de modo que aunque el complejo no fuera el más seguro del Mantillo, estaba claro que ya había aguantado varios años y que probablemente no decidiera entender mi llegada como una señal para empezar a derrumbarse. Accedí a mi propia habitación a través de una serie de escaleras y rellanos de tránsito, mientras pasaba sobre las grietas del enrejado de bambú del suelo y la calle quedaba a una distancia inquietante. La habitación se iluminaba mediante lámparas de gas, aunque me había dado cuenta de que otras partes del complejo estaban equipadas con electricidad, suministrada por el constante zumbido de los generadores de metano que se encontraban más abajo, máquinas enzarzadas en una furiosa competición con los músicos callejeros locales, los pregoneros, los muecines, los vendedores y los animales. Pero pronto dejé de prestar atención a los ruidos y, tras bajar las persianas de la habitación se quedó sumida en una oscuridad tolerable.
La habitación no tenía muebles, salvo una cama, pero era lo único que necesitaba.
Me senté en ella y pensé en lo ocurrido. Me sentía libre de los episodios de Haussmann por el momento, y eso me permitió examinar lo que había experimentado hasta entonces con algo parecido a una fría indiferencia.
Tenían algo extraño.
Había llegado hasta allí para matar a Reivich pero, de forma casi accidental, estaba empezando a ver algo más grande, algo que no me gustaba. No eran solo los episodios de Haussmann, aunque eran una gran parte del problema. Sin duda, habían comenzado como algo normal. No es que me agradaran, pero como ya sabía a grandes rasgos la forma que tendrían, pensaba que podría librarme de ellos.