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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (54 page)

BOOK: Ciudad abismo
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Después levanté la mirada y seguí la línea de mi ruta de descenso. Otros dos teleféricos me seguían, a unos doscientos metros por encima y a esa misma distancia de mí. Una figura de negro estaba inclinada en el más cercano y llevaba sobre el hombro algo que, mientras lo miraba, dejó escapar una luz demasiado intensa para describirla con palabras. Una línea de aire rosa ionizado me pasó cerca con la fuerza de un pistón, y el ozono me dio en la nariz casi antes de oír el trueno del túnel de vacío abierto por el arma de rayos.

Miré abajo. Habíamos bajado otros cien metros, pero todavía estaba demasiado alto para mi gusto. Me pregunté cómo se las apañaría el vehículo con un solo brazo.

Encendí el rifle de Zebra y recé por que el arma no estuviera equipada con un sistema de reconocimiento de usuario. Si lo tenía, ella lo había apagado. Al notar que estaba poniendo el arma a la altura del hombro, la mira se ajustó para poner en línea con mis ojos sus sistemas de proyección retinal. Sentí temblar el arma cuando los giroscopios y los acumuladores se pusieron en marcha, como si alguna energía mágica los atravesara. Las células de energía de emergencia hacían que mis bolsillos pesaran como lastre de plomo; esperé a que el sistema de puntería retinal se ajustara a mis ojos para poder disparar. Durante un momento el sistema pareció confundido, quizá porque estaba configurado para los peculiares ojos oscuros y equinos de Zebra y le costaba ajustarse a los míos. Las gráficas retinales seguían saltando, casi enfocando… y después se dispersaban en un cenagal de símbolos de error indescifrables.

Otra línea de aire rosa me pasó de largo, y después otra que arañó el lateral del teleférico. El olor a metal y plástico quemados llenó la cabina durante un instante.

—Mierda —dije. El sistema retinal no funcionaba, pero mi objetivo no estaba perdido en el horizonte, ni tampoco era necesaria una precisión absoluta. Solo quería sacar a aquel cabrón del cielo de un disparo y si aquel acto acababa siendo algo asqueroso con más daños colaterales de la cuenta, que así fuera.

Disparé un tiro y sentí el retroceso del rifle darme un codazo en el hombro.

El rastro de mi rayo se quedó atrás y no le dio al coche más cercano por muy poco. Aquello era bueno. Había pretendido fallar el primer tiro. Me gané algunos disparos de respuesta, por lo que me lancé de vuelta a la cabina para esquivar el tiro. Estaba forzando a mi adversario a ampliar sus objetivos, lo obligaba a decidir entre inutilizar mi vehículo y acabar conmigo. Volví a salir, me puse el arma al hombro con un movimiento rápido, de forma casi inconsciente, y aquella vez no pensaba fallar.

Disparé.

Como apuntaba al frontal del primer vehículo, tenía un objetivo más fácil y vulnerable que mi adversario. El teleférico voló por los aires en una nube gris de entrañas fundidas. Supuse que el conductor habría muerto de forma instantánea, pero el tirador había caído del coche durante el primer momento de la explosión. Vi caer en picado a la figura de negro, junto con su arma, y no oí nada cuando la persona dio en el suelo en medio de una confusión de puestos y viviendas amontonadas.

Algo iba mal. Lo podía ver venir; se me revelaba. Otro episodio de Haussmann. Luché contra él; desesperado, intenté anclarme al presente, pero era como si una segunda capa de realidad, más débil, intentara cubrirme.

—Vete al infierno —dije.

El otro coche se rezagó y siguió descendiendo durante un instante; después regresó con un elegante y rápido intercambio de brazos de cable. Lo observé subir a la Canopia y después, por primera vez desde que fuera consciente del ataque, me di cuenta de que la sirena todavía chillaba en la cabina. Salvo que en aquel momento había aumentado su nivel de urgencia.

Dejé el arma y avancé por el inquieto coche hasta alcanzar la silla de control. Podía sentir cómo el episodio de Haussmann se abría paso hasta mi cabeza, como si estuviera a punto de darme un ataque.

El suelo se acercaba demasiado deprisa. Me di cuenta de que casi estábamos cayendo… quizá nos deslizáramos por un solo cable. La gente, los rickshaws y los animales huían del área hacia la que nos dirigíamos, aunque no parecían ponerse de acuerdo sobre la zona más probable de aterrizaje. Me senté en la silla y me hice cargo de los controles, más bien al azar, con la esperanza de que algo de lo que hiciera frenase la velocidad de descenso. El suelo se acercó tanto que podía ver las expresiones de la gente del Mantillo y ninguno parecía muy contento con mi llegada.

Y entonces choqué contra el Mantillo.

La sala de cónclaves se encontraba en las profundidades del
Palestina
; separada del resto de la nave mediante enormes puertas de mamparo hermético con volutas de metal ornamentado, como si se tratara de enredaderas de aleación. Dentro había una gran mesa rectangular rodeada de veinte asientos con respaldo alto, de los que menos de una docena estaban ocupados. El tema de los mensajes de casa era de suma importancia para la seguridad, así que se consideraba normal que las demás naves solo hubieran enviado a dos o tres delegados por cabeza. Estaban ya sentados a la mesa y sus rígidos uniformes se reflejaban en la pulida superficie de caoba, tan oscura y reflectante que parecía un trozo de agua iluminada por la luna en perfecta quietud. Del centro de la mesa surgía un aparato de proyección que repasaba los esquemas técnicos incluidos en el primer mensaje, unas gráficas esqueléticas de deslumbrante complejidad que cobraban vida.

Sky estaba sentado junto a Balcazar y escuchaba los débiles ruidos del chaleco médico del anciano.

—… y parece que esta modificación nos proporcionaría un control más elaborado de la topología de la botella de contención del que tenemos —dijo el principal experto en propulsión del
Palestina
, tras detener uno de los diagramas—. Si lo unimos a otras cosas que hemos visto, esto nos daría un perfil de aceleración más pronunciado… Por no mencionar la capacidad de desacelerar el flujo sin sufrir retroceso magnético. Eso nos permitiría apagar cualquier motor de antimateria mientras sigamos teniendo combustible en la reserva, y después volver a encenderlo… algo que no podemos hacer con el diseño actual.

—¿Podríamos hacer esas modificaciones si decidiéramos fiarnos de ellas? —preguntó Omdurman, el comandante en jefe del
Bagdad
. Llevaba una túnica negra brillante con sellos grises y blancos que indicaban su rango. Unido a la palidez de su piel y al negro profundo del cabello y la barba, casi parecía un estudio monocromático.

—En principio, sí. —Bajo una capa de transpiración, la cara del técnico de propulsión resultaba impasible—. Pero seré sincero con ustedes. Estaríamos realizando unas alteraciones a gran escala a pocos centímetros de la botella de confinamiento, que debe seguir funcionando a la perfección todo el tiempo que estemos trabajando. No podemos aislar la antimateria en otro sitio hasta que acabemos. Un movimiento en falso y no necesitaremos tantos asientos en el siguiente cónclave.

—A la mierda el siguiente cónclave —murmuró Balcazar.

Sky suspiró y metió un dedo entre el húmedo borde del cuello de la camisa y la piel. En la habitación hacía un calor desagradable, casi hasta resultar soporífero. Todo parecía estar mal en aquella nave. El interior del
Palestina
tenía un aura de extrañeza que Sky no esperaba; y aquella sensación aumentaba al ver cosas que no le resultaban nada extrañas. La configuración de la nave y el diseño le habían resultado familiares al instante, así que desde el momento en que los escoltaron al capitán y a él desde la lanzadera supo exactamente dónde estaba. Aunque eran visitantes diplomáticos y no prisioneros, los pusieron bajo vigilancia armada constante; pero si la supervisión hubiera sido lo bastante relajada como para permitirle introducirse en la nave, estaba seguro de haber podido encontrar el camino a cualquier parte sin ayuda y quizá sin que lo vieran, a partir de sus propios conocimientos de los ángulos muertos y atajos del
Santiago
, que probablemente habían sido repetidos en el
Palestina
. Pero, al margen de la topología básica, en casi todos los demás respectos la nave era sutilmente distinta, como si se hubiera despertado en un mundo casi correcto, pero equivocado en los detalles más mundanos. La decoración era diferente, había señales y marcas escritas en un idioma y unos símbolos desconocidos; había eslóganes y murales pintados en sitios donde el
Santiago
solo tenía paredes blancas. La tripulación llevaba uniformes distintos, con unos sellos de rango que él no sabía interpretar y, cuando hablaban entre ellos, casi no entendía nada. Tenían equipos distintos y se saludaban de forma agresiva a la menor oportunidad. Su lenguaje corporal era como escuchar la misma canción un poco desafinada. La temperatura interna era más alta que la de su nave y más húmeda… y por todas partes se percibía un constante olor a comida. No era del todo desagradable, pero servía para reforzar la sensación de extrañeza que sentía. También podría ser su imaginación, pero parecía haber más gravedad, sus pisadas parecían golpear el suelo con más fuerza. Quizá hubieran aumentado un poco la velocidad de giro, de modo que cuando llegaran a Final del Camino contaran con una ventaja sobre los demás colonos. Quizá solo lo habían hecho para que la gente se sintiera incómoda durante el cónclave y, ya que estaban, también subieron la calefacción. O quizá se lo estaba imaginando todo de verdad.

El cónclave en sí había sido tenso, pero no tanto como para temer (si podía decirlo así) por la salud del capitán. Balcazar estaba más alerta, casi del todo lúcido, ya que el relajante que le había administrado Rengo estaba diseñado para eliminarse a la llegada. Sky observó que algunos de los otros miembros más antiguos de las tripulaciones estaban casi tan enfermos como su propio capitán; llevaban también artilugios biomédicos y sus ayudantes les revoloteaban por encima. Era una colección bastante idiosincrásica de ferretería resollante; casi como si las máquinas hubieran decidido reunirse y hubieran arrastrado con ellas a sus anfitriones humanos.

Sobre todo habían hablado de los mensajes, claro. Todos coincidían en que el origen de los dos mensajes era genuino, aunque aquello no asegurara su veracidad, y en que probablemente no se tratara de un complejo engaño perpetrado por una de las naves de la Flotilla contra las demás. Cada componente de frecuencia de los mensajes de radio había sufrido un retraso específico en relación a su vecino, debido a las nubes de electrones interestelares que yacían entre Sol y la Flotilla. Aquella mancha hubiera sido muy difícil de fingir de forma convincente, incluso suponiendo que hubieran podido colocar un transmisor lo bastante lejos de las naves para enviar el mensaje. Nunca se mencionó la sexta nave y el capitán no aludió a nada relacionado con ella. Quizá fuera realmente cierto que solo se conocía su existencia en el
Santiago
. En otras palabras, era un secreto que merecía la pena guardar.

—Por supuesto —dijo el experto en propulsión—, podría tratarse de una trampa.

—Pero ¿por qué querría alguien enviarnos información para hacernos daño? —preguntó Zamudio, el comandante de la nave anfitriona—. Nos pase lo que nos pase, no supondrá ninguna diferencia para nadie en casa. Así que, ¿por qué intentar dañarnos?

—El mismo argumento podría aplicarse si los datos pudieran beneficiarnos —respondió Omdurman—. Tampoco tendría sentido que nos los enviaran. Salvo la decencia humana común.

—A la mierda la decencia humana… que se vaya al infierno —dijo Balcazar.

Sky habló en aquel momento y elevó el tono por encima de la voz del capitán.

—Lo cierto es que se me ocurren razones para ambas cosas. —Lo miraron con impaciencia, como si complacieran a un crío que quisiera contar un chiste. Poca gente en la sala debía conocerlo, solo sabían que se suponía que era el hijo de Titus Haussmann. Le venía muy bien: que lo subestimaran le resultaba satisfactorio para sus planes.

Siguió hablando.

—Puede que la organización que lanzó la Flotilla todavía exista de alguna forma, y quizá sea clandestina. Todavía podrían tener cierto interés en ayudarnos en nuestro camino, aunque solo sea para asegurarse de que sus esfuerzos anteriores no fueran en vano. Puede que sigamos siendo la única expedición interestelar en curso; no lo olviden. Puede que sigamos siendo la única esperanza de que la humanidad alcance otra estrella.

Omdurman se acarició la barba.

—Supongo que sería posible. Somos como una gran mezquita en construcción: un proyecto que llevará cientos de años y que nadie verá en su totalidad.

—A la mierda… a la mierda todos.

Omdurman dudó, pero fingió no haberlo escuchado.

—… pero aquellos que saben que morirán antes de llegar al final pueden sentir cierta satisfacción al contribuir de alguna forma al conjunto, aunque solo sea en la astilla más diminuta del dibujo más insignificante. El problema es que sabemos muy poco sobre lo que ocurrió en nuestro planeta.

Zamudio sonrió.

—Y aunque nos enviaran más noticias, seguiríamos sin saber hasta qué punto fiarnos de ellas.

—De vuelta al principio, en otras palabras —dijo Armesto, del
Brasilia
. Era el capitán más joven; no mucho mayor que Sky. Sky lo estudió con cuidado para definir el perfil de un posible enemigo; uno que no podría conocer realmente hasta que pasaran años o décadas.

—De igual modo, se me ocurren razones para que puedan querer matarnos —dijo Sky. Se volvió a Balcazar—. Con su permiso, por supuesto.

La cabeza del capitán se irguió de golpe, como si hubiera estado a punto de dormirse.

—Adelante, Titus, muchacho.

—Supongan que no somos los únicos en juego. —Sky se inclinó sobre la mesa y puso los codos sobre la caoba—. Hace un siglo que despegamos. Puede que haya naves más rápidas sobre el tablero; quizá estén ya en camino. Quizá haya facciones que quieran evitar que lleguemos a Cisne, para poder reclamarlo. Por supuesto, podrían luchar por él, pero nosotros somos cuatro naves grandes y tenemos armamento nuclear. —Los dispositivos de los que hablaba se habían subido a bordo para ingeniería paisajística cuando llegaran a Final del Camino, para poder abrir pasos en las montañas o para excavar puertos naturales… pero podían usarse como armas sin ningún problema—. No seríamos presa fácil. Desde su punto de vista, sería mucho más simple persuadirnos para que nos autodestruyéramos.

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