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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (51 page)

BOOK: Ciudad abismo
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La serpiente se lanzó, abrió la enorme boca y sus dos ojos de ataque me miraron relucientes desde el rojo paladar de la boca para ubicarme.

Disparé, directo a la boca.

Los impulsos láser confundieron su ataque y la cabeza cayó sobre la tierra junto a mí. Enfadada, la serpiente se levantó con la boca abierta y emitió un terrible rugido y un olor parecido al de un campo de batalla cubierto de cadáveres. Yo había disparado diez impulsos rápidos, una descarga estroboscópica que le había abierto diez cráteres negros en el paladar. Podía ver las heridas de salida, del grosor de un dedo, esparcidas por la parte de atrás de la cabeza. La había dejado ciega.

Pero tenía la suficiente memoria como para recordar aproximadamente dónde me encontraba. Me tambaleé hacia atrás cuando la cabeza bajó de nuevo… y entonces vi el destello de un metal brillante surcando el aire y oí el arco de Cahuella.

El dardo se había clavado en el cuello de la serpiente y había descargado al momento su ración de tranquilizante.

—¡Tanner! ¡Sal de ahí echando leches!

Metió la mano en la cartuchera y sacó otro dardo, después tiró para preparar el arco y deslizó en su sitio el segundo dardo. Un instante después se unió al primero en el cuello de la serpiente. Aquello era (si había hecho bien la suma y si los dos dardos estaban preparados para adultas grandes) aproximadamente dieciséis veces más de la dosis necesaria para dormir a aquel espécimen.

Yo ya estaba fuera de peligro, pero seguí disparando. Y entonces me di cuenta de que tenía otro problema.

—Cahuella… —dije.

Debió de darse cuenta de que no lo miraba a él, sino por encima de su hombro, ya que se paró y siguió mi mirada, inmóvil en el acto de coger otro dardo.

La otra serpiente se había dado la vuelta formando un bucle, y la cabeza volvía a surgir por el lado izquierdo del sendero, a solo veinte metros de Cahuella.

—La llamada de socorro…

Hasta aquel momento ni siquiera sabíamos que podían llamarse. Pero llevaba razón: al herir a la serpiente pequeña había alertado a la primera, y Cahuella había quedado atrapado entre dos cobras reales.

Pero entonces la pequeña comenzó a morir.

No fue nada repentino. Casi parecía un dirigible derribado; la cabeza caía, incapaz de seguir apoyada en el cuello, que a su vez también colgaba cada vez más de forma inexorable.

Algo me tocó el hombro.

—Échate a un lado, hermano —me dijo Dieterling.

Parecían haber pasado años desde que dejara el coche, pero no podía haber sido más de medio minuto. Dieterling debía haberse quedado cerca de mí, pero durante casi todo el rato Cahuella y yo nos habíamos sentido completamente solos.

Miré lo que llevaba Dieterling y lo comparé con el arma que yo había imaginado apropiada para la tarea.

—Bonita —dije.

—La herramienta adecuada para el trabajo, eso es todo.

Me pasó por delante y se puso al hombro el bazooka negro mate que había sacado del arsenal. Tenía un escorpión grabado en un lateral y un enorme cargador semicircular que sobresalía de forma asimétrica por el otro lado. Una pantalla de tiro se colocó en su sitio delante de sus ojos, repleta de listas de datos y dianas superpuestas. Dieterling la apartó y miró atrás para asegurarse de que yo estaba fuera del alcance de la línea de retroceso; después apretó el gatillo.

Lo primero que hizo fue abrir un agujero en la primera serpiente, como un túnel. Pasó a través de él, con las botas chapoteando en una alfombra roja incalificable.

Cahuella le lanzó el último dardo a la serpiente grande, pero las dosis que le quedaban estaban calibradas para animales mucho más pequeños. Ni siquiera parecía notar que le habían disparado. Recordé que tenían muy pocos receptores del dolor por el cuerpo.

Dieterling lo alcanzó, con las botas rojas hasta la rodilla. La adulta se acercaba, la cabeza no estaba a más de tres metros de ambos.

Los dos hombres se dieron la mano e intercambiaron las armas.

Dieterling le dio la espalda a Cahuella y regresó caminando tranquilamente hacía mí. Llevaba el arco bajo el brazo, porque ya no servía de nada.

Cahuella levantó el bazooka y empezó a infligir graves daños a la serpiente.

No fue bonito. Tenía el bazooka ajustado para fuego rápido y los minicohetes salían del cañón dos veces por segundo. Parecía que estaba podando a la serpiente, tijeretazo a tijeretazo. Primero le arrancó la cabeza, de modo que el cuello truncado quedó en el aire, con un borde rojo. Pero la criatura se seguía moviendo. Perder el cerebro no parecía suponerle un gran estorbo. El rugido de su cuerpo al arrastrarse no había disminuido nada.

Así que Cahuella siguió disparando.

Permaneció donde estaba, con las piernas separadas, lanzando cohete tras cohete en la herida, mientras la sangre y las entrañas de la serpiente cubrían los árboles a ambos lados. La serpiente seguía avanzando, aunque cada vez quedaba menos de ella y el cuerpo se iba limitando a la cola. Cuando solo quedaban unos cuantos metros, el cuerpo, finalmente, cayó al suelo retorciéndose. Cahuella le metió un último cohete por si acaso y después se dio la vuelta y caminó hacia mí con el mismo paso lacónico que había usado Dieterling.

Cuando se acercó más a mí, vi que su camisa llevaba una película roja encima, que la cara estaba cubierta por una delicada capa de colorete. Me pasó el bazooka. Yo le puse el seguro, pero no era necesario; el último tiro que había disparado también era el último proyectil del cargador.

De vuelta en el vehículo, abrí la caja en la que llevábamos los cargadores de repuesto y metí uno nuevo en el bazooka; después lo volví a colocar con las otras armas. Cahuella me miraba como si esperara que yo dijera algo. Pero ¿qué podía decirle? En realidad no podía felicitarlo por su habilidad como cazador. Aparte del valor que había demostrado y de la fuerza física necesaria para sostener el bazooka, hasta un niño podría haber matado así a una serpiente.

En vez de hablar, observé a los dos animales brutalmente asesinados que yacían tirados en nuestro sendero, casi irreconocibles.

—No creo que Vicuna pudiera habernos ayudado mucho —dije.

Él me miró y después sacudió la cabeza, tanto para mostrar su disgusto por mi error (que lo había obligado a salvar su propia vida y a perder la oportunidad de capturar a su presa) como para reconocer que lo que decía era cierto.

—Calla y conduce, Tanner —me dijo.

Aquella noche montamos el campamento para la emboscada.

El rastro de Orcagna nos mostraba que el grupo de Reivich estaba a treinta kilómetros al norte de nuestra posición y que se movía hacia el sur al mismo ritmo constante que había mantenido durante días. No parecían descansar por la noche como nosotros pero, como su velocidad media era algo menor que la nuestra, no cubrían mucho terreno cada día. Entre nosotros y ellos había un río que habría que vadear, pero si Reivich no cometía ningún error grave (y seguía su costumbre de no parar por la noche), estaría a cinco kilómetros de nosotros cuando llegara el alba.

Montamos las tiendas burbuja, pero las envolvimos en una capa exterior de tela de camuflaje. Estábamos metidos en pleno territorio de las cobras reales, así que exploré la zona con cuidado usando sensores térmicos y acústicos de alta resolución. Captarían el movimiento de cualquier adulta moderadamente grande. Las crías eran una cosa totalmente distinta, pero al menos no podrían aplastarnos todo el campamento. Dieterling examinó los árboles del área y confirmó que ninguno de ellos había generado crías recientemente.

—Así que preocupaos por la otra docena de depredadores locales —dijo al reunirse con Cahuella y conmigo en el exterior de una de las tiendas.

—Quizá sea estacional —comentó Cahuella—. Me refiero al momento de dar a luz. Eso podría influir en nuestra siguiente expedición de caza. Deberíamos planificarla con cuidado.

Lo miré con desilusión.

—¿Todavía quieres usar el juguete de Vicuna?

—Sería un tributo al buen doctor, ¿no? Es lo que él hubiera querido.

—Quizá. —Pensé en las dos serpientes que se habían cruzado en nuestro camino—. También sé que casi nos matan.

Él se encogió de hombros.

—Los libros de texto dicen que no viajan en parejas.

—Así que hiciste los deberes. No ayudó, ¿verdad?

—Salimos de esta. Y tampoco ha sido gracias a ti, Tanner… —me clavó la mirada y después señaló a Dieterling con la cabeza—. Al menos él sabía el tipo de arma que necesitábamos.

—¿Un bazooka? —pregunté—. Sí, funcionó, ¿verdad? Pero no es lo que yo llamaría deporte.

—Ya no se trataba de un deporte —dijo Cahuella. Su humor cambió de forma caprichosa y me puso una mano en el hombro—. De todos modos, hiciste lo que pudiste con el láser. Y hemos aprendido una valiosa lección que nos será muy útil cuando volvamos la próxima temporada.

Vi que lo decía muy en serio. Realmente quería conseguir aquella casi adulta.

—Bien —dije mientras me sacudía su mano de encima—. Pero la próxima vez dejaré que Dieterling lleve toda la expedición. Yo me quedaré en la Casa de los Reptiles y haré el trabajo por el que me pagas.

—Te pago para que estés aquí —respondió Cahuella.

—Sí. Para que acabe con Reivich. Pero cazar serpientes gigantes no figuraba en las condiciones de mi contrato la última vez que lo miré.

Él suspiró.

—Reivich sigue siendo nuestra prioridad, Tanner.

—¿Ah, sí?

—Por supuesto. Todo lo demás es solo un… decorado. —Asintió y se metió en su tienda burbuja.

Dieterling abrió la boca.

—Escucha, hermano…

—Lo sé. No tienes por qué disculparte. Hiciste bien al coger el bazooka y yo cometí un error.

Dieterling asintió y después fue al arsenal a seleccionar otro rifle. Comprobó la mira y se lo colgó al hombro.

—¿Qué haces?

—Voy a comprobar la zona otra vez.

Me di cuenta de que no llevaba sus gafas de amplificación de imagen.

—Está oscureciendo, Miguel… —le señalé las mías, que estaban en una mesa junto al mapa que mostraba el avance de Reivich.

Pero Miguel Dieterling sonrió y se dio la vuelta.

Más tarde, mucho más tarde, después de que hubiera montado casi la mitad de las trampas y las emboscadas (pondría las demás al salir el sol; si lo hubiera hecho antes podríamos haberlas disparado nosotros), Cahuella me invitó a su tienda.

—¿Sí? —dije, esperando otra orden.

Cahuella me indicó un tablero de ajedrez, bañado en la insípida luz verde de las lámparas luminiscentes de la tienda burbuja.

—Necesito un adversario.

El tablero de ajedrez estaba colocado en una mesa plegable, con sillas también plegables con respaldo de lona colocadas a ambos lados. Me encogí de hombros. Jugaba al ajedrez y hasta lo hacía bien, pero el juego no me seducía mucho. Lo veía como una tarea más y sabía que no podía permitirme ganar.

Cahuella se inclinó sobre el tablero. Llevaba un mono cruzado por correas; varias dagas y otros instrumentos de tiro colgaban del cinturón y en el cuello lucía un colgante con forma de delfín. Cuando sus manos se movían por el tablero me recordaba a un general de antaño colocando sus pequeños tanques y soldados de infantería sobre una maqueta de arena. Y, mientras tanto, la cara permanecía plácida e imperturbable y el brillo de las lámparas se reflejaba de forma extraña en sus ojos, como si parte de aquel resplandor proviniera de dentro de él. Y, mientras tanto, Gitta estaba sentada junto a nosotros y de vez en cuando le servía a su esposo un dedal de pisco; casi nunca hablaba.

Yo me encontraba en una posición difícil… difícil debido a las contorsiones tácticas que me obligaba a realizar. Era mejor jugador de ajedrez que Cahuella, pero a él no le gustaba perder. Por otro lado, era lo bastante astuto como para saber si su oponente no lo estaba dando todo, así que tenía que satisfacer su ego en los dos frentes. Me esforcé a conciencia y arrinconé a Cahuella, pero incorporé una debilidad en mi posición… algo realmente sutil, pero también potencialmente mortal. Después, justo cuando parecía a punto de jaque, dejé que viera mi punto débil, como la repentina apertura de una delgada fractura. Pero a veces no conseguía ver mis debilidades y yo no tenía más remedio que dejarlo perder. En aquellas ocasiones lo mejor que podía hacer era lograr que el margen de mi victoria pareciera lo más pequeño posible.

—Me has vuelto a ganar, Tanner…

—Pero has jugado bien. Tienes que dejarme que gane de vez en cuando.

Gitta apareció al lado de su marido y le sirvió otro centímetro de pisco en el vaso.

—Tanner siempre juega bien —dijo ella mirándome—. Por eso es un adversario digno de ti.

Me encogí de hombros.

—Hago lo que puedo.

Cahuella derribó las piezas del tablero, como si tuviera una rabieta, pero mantuvo la voz calmada.

—¿Otra partida?

—Por qué no —dije, aunque sabía con cansada certeza que aquella vez tenía que perder.

Terminamos la partida de ajedrez. Cahuella y yo tomamos unos últimos sorbos de pisco y después revisamos nuestro plan para la emboscada, aunque ya lo habíamos repasado docenas de veces y sabíamos que todo estaba cubierto. Pero era el tipo de ritual que teníamos que aguantar. Más tarde, comprobamos por última vez las armas; después, Cahuella cogió la suya y me habló en voz baja al oído.

—Voy a salir un momento, Tanner. Quiero hacer las últimas prácticas. Prefiero que no me molesten hasta que acabe.

—Puede que Reivich vea los disparos.

—Se avecina mal tiempo —respondió Cahuella—. Supondrá que son relámpagos.

Asentí con la cabeza, insistí en comprobar los ajustes de la pistola por él, y después dejé que se introdujera en la noche. Sin linterna, con el pequeño láser de miniatura sujeto en diagonal a la espalda, se perdió rápidamente de vista. Era una noche oscura y deseé que supiera manejarse por la zona de jungla que rodeaba el claro. Como Dieterling, confiaba en su habilidad para ver en la oscuridad.

Pasaron unos cuantos minutos antes de que oyera el impulso de su arma: descargas regulares cada pocos segundos seguidas de pausas más largas que sugerían que estaba comprobando sus pautas de disparo o buscando nuevos objetivos. Cada impulso era un marcador estroboscópico que iluminaba las copas de los árboles con un nítido rayo de luz y perturbaba la vida animal del techo del bosque; sombras negras que pasaban sobre las estrellas. Después vi otra cosa (también negra, pero más grande) que obstaculizaba todo un cúmulo de estrellas por el oeste. Era una tormenta, como había predicho Cahuella, que se arrastraba desde el océano, lista para envolver a la Península en el monzón. Como si aprobara mi diagnóstico, el aire antes tranquilo y cálido de la noche se agitó y una brisa comenzó a jugar con las copas de los árboles. Regresé a la tienda, encontré una linterna y seguí el camino que había tomado Cahuella, guiado por los impulsos intermitentes de su pistola, como si fuera la luz de un faro. La maleza era traicionera y me llevó varios minutos abrirme paso hasta el lugar, un pequeño claro en el que Cahuella estaba disparando. Le iluminé el cuerpo con la linterna para anunciar mi llegada.

BOOK: Ciudad abismo
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