Ciudad abismo (46 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Ciudad abismo
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—Lo convertiremos en una expedición —había dicho Cahuella mientras los dos estudiábamos el mapa sobre una mesa en el sótano de la Casa de los Reptiles—. Es territorio de cobras reales de primera clase, Tanner. Nunca hemos estado allí antes, nunca hemos tenido la oportunidad. Ahora Reivich nos la sirve en bandeja.

—Ya tienes una cobra real.

—Una cría —respondió él con desdén, como si casi no mereciera la pena tener el animal. Tuve que sonreír al recordar su aspecto triunfal tras la captura. Capturar una cobra real de cualquier tamaño era todo un logro, pero él ya había aumentado sus expectativas. Era el clásico cazador, incapaz de sentirse satisfecho. Siempre había una pieza más grande para burlarse de él, y él siempre se engañaba pensando que después de cazar aquella habría otra todavía más increíble.

Volvió a dar en el mapa.

—Quiero una adulta. Una casi adulta, para ser más precisos.

—Nadie ha cazado nunca a una cobra real casi adulta y viva.

—Entonces tendré que ser el primero, ¿no?

—Déjalo —le contesté—. Ya tenemos una caza bastante grande entre manos con Reivich. Siempre podemos usar esta excursión para delimitar el terreno y después regresar al cabo de unos meses con una expedición de caza completa. Ni siquiera tenemos un vehículo que pueda cargar con una cobra real muerta, así que para qué hablar de una viva.

—He estado pensando sobre eso —dijo Cahuella—. Y también he realizado algún trabajo preliminar sobre el problema. Vamos, déjame que te enseñe algo, Tanner.

Noté que el suelo se hundía bajo mis pies.

Atravesamos algunos pasillos que conectaban aquella zona con otra parte de los niveles subterráneos de la Casa de los Reptiles. En los viveros del sótano había cientos de vitrinas equipadas con humidificadores y controles de temperatura para mayor comodidad de sus huéspedes reptiles. La mayoría de las criaturas que hubieran llenado aquellas vitrinas se movían en condiciones de poca luz por el suelo de la selva. Los contenedores hubieran recreado hábitats realistas para ellas, con el tipo de flora adecuada. El contenedor mayor era una serie de estanques de piedra situados en distintos niveles en los que habrían introducido a una pareja de boas constrictor, pero los embriones se habían estropeado años atrás.

Si se adoptaba una definición estricta del término, en Borde del Firmamento no había ninguna criatura que fuera exactamente un reptil. Los reptiles, hasta en la Tierra, solo eran un posible resultado evolutivo de una amplia gama de posibilidades.

Los mayores invertebrados de la Tierra habían sido los calamares, pero en Borde del Firmamento las formas invertebradas también habían invadido la superficie. Nadie sabía realmente por qué la vida había seguido aquel camino, pero la mejor hipótesis era que un suceso catastrófico había reducido los océanos a la mitad de su área anterior, con lo que enormes nuevas áreas de terreno seco quedaron al descubierto. La vida en los bordes del océano lo habría entendido como un tremendo incentivo para adaptarse a la tierra firme. Nunca se había inventado la columna dorsal así que, a través de un ingenio lento, torpe y sin sentido, la evolución se las había apañado sin ella. La vida en Borde del Firmamento era realmente arrastrada. Los animales de mayor tamaño, las cobras reales, mantenían su rigidez estructural por medio de la presión de los fluidos circulatorios, bombeados por cientos de corazones distribuidos por el cuerpo de la criatura.

Pero tenían la sangre fría y regulaban su temperatura con respecto a lo que las rodeaba. En Borde del Firmamento nunca era invierno; nada que seleccionar para las criaturas al estilo mamífero. Aquella sangre fría era lo que más recordaba a los reptiles. Quería decir que los animales de Borde del Firmamento se movían lentamente, se alimentaban con poca frecuencia y vivían mucho tiempo. El mayor de ellos, la cobra real, ni siquiera se moría al estilo normal. Simplemente cambiaba.

El pasillo de conexión se ensanchaba hasta formar la cámara más grande del sótano, donde se guardaba la cría. Originalmente, la cámara se había pensado para contener a una familia de cocodrilos, pero por el momento estaban en hielo. Toda el área de exhibición que les habían asignado tenía el tamaño justo para la joven cobra real. Afortunadamente, no había crecido demasiado desde que estaba en cautividad pero, sin lugar a dudas, tendrían que construir una cámara aún mayor si Cahuella decía en serio lo de capturar a una casi adulta.

Yo llevaba meses sin ver a la cría. Sinceramente, no me interesaba mucho. Al final uno comprendía que la criatura realmente no hacía demasiado. Su apetito era despreciable una vez que se la había alimentado. Normalmente se enrollaba sobre sí misma y entraba en un estado no muy distinto a la muerte. Las cobras reales no tenían depredadores, así que podían permitirse digerir la comida y conservar la energía en paz.

En aquellos momentos observábamos el profundo pozo de paredes blancas que había sido pensado para los cocodrilos. Rodríguez, uno de mis hombres, estaba inclinado sobre el borde y barría el fondo con una escoba de diez metros de largo. Así estaba de lejos el suelo, rodeado por escarpadas paredes de cerámica blanca. A veces Rodríguez tenía que bajar al pozo para arreglar algo, tarea que nunca le había envidiado, aunque la cría estuviera al otro lado de una barrera. Pero había algunos lugares en la vida en los que era mejor no estar, y un pozo de serpientes era uno de ellos. Rodríguez me sonrió bajo el bigote, levantó la escoba y la colgó en la pared tras él, junto con un equipo de herramientas largas similares: garfios, arpones anestésicos, aguijadas eléctricas y demás.

—¿Cómo fue tu viaje a Santiago? —le pregunté. Había estado allí por negocios en nuestro nombre, para explorar nuevas líneas de comercio.

—Me alegro de estar de vuelta, Tanner. Ese lugar está lleno de gilipollas aristócratas. Hablan sobre acusar a la gente como nosotros de crímenes de guerra mientras esperan que la guerra no acabe nunca porque le añade cierto colorido a sus miserables vidas de ricachones.

—Algunos de nosotros ya hemos sido acusados —dijo Cahuella.

Rodríguez recogió algunas hojas de las cerdas de la escoba.

—Sí, eso he oído. De todos modos, el criminal de guerra de este año es el héroe del que viene, ¿no? Además… todos sabemos que no son las armas las que matan a las personas, ¿no es cierto?

—No, son los pequeños proyectiles de metal los que suelen encargarse de eso —contestó Cahuella sonriente. Apuntó con cariño a la aguijada para ganado, quizá recordando la vez en que la había usado para guiar a la cría hacia la jaula de transporte—. De todos modos, ¿cómo está mi bebé?

—Estoy un poco preocupado por esa infección en la piel. ¿Mudan el pellejo estas cosas?

—Creo que nadie lo sabe. Probablemente seamos los primeros en descubrir si lo hacen —Cahuella se inclinó sobre la pared, que le llegaba a la cintura, y miró al pozo. Parecía sin terminar. En algunos lugares se veían escasos intentos de vegetación, pero habíamos descubierto pronto que el comportamiento de la cobra real no tenía mucho que ver con lo que la rodeaba. Respiraba, olía a sus presas y, de vez en cuando, comía. Por lo demás, se quedaba enroscada como la estacha de un gran barco.

Hasta Cahuella se acabó aburriendo de ella tras un tiempo… después de todo, solo era una cría: él estaría muerto mucho antes de que se acercara a su tamaño adulto.

La cobra real no estaba visible. Me incliné sobre el borde, pero obviamente no estaba en el pozo en sí. Estaba en un hueco fresco y oscuro abierto en el muro frente a nosotros; allí era donde la cosa solía meterse para dormir.

—Está dormida —dijo Rodríguez.

—Sí —dije yo—. Vuelve dentro de un mes y quizá se haya movido.

—No —dijo Cahuella—. Mira esto.

Había una caja blanca de metal empotrada en nuestra parte de la pared; no me había dado cuenta hasta ese momento. Abrió la puerta de la caja y sacó algo parecido a un walkie-talkie: un mando con una antena y una matriz de controles.

—Estarás de broma, ¿no?

Cahuella se colocó de pie con las piernas ligeramente separadas y la unidad de control en una mano. Con la otra dio unos golpecitos vacilantes en la matriz de botones, como si no estuviera muy seguro de la secuencia a introducir. Pero, hiciera lo que hiciera, tuvo su efecto: escuché el inconfundible arrastrar seco de la serpiente al desenroscarse bajo nosotros. Era un sonido como el de una sábana alquitranada arrastrándose sobre cemento.

—¿Qué pasa?

—Adivina —respondió Cahuella. Se estaba divirtiendo, inclinado sobre el borde y observando a la criatura emerger de su escondite.

La cobra real podía ser una cría, pero no me hubiera gustado estar tan cerca de ninguna mayor. El cuerpo era como el de una serpiente, de veinte metros de largo, tan grueso como mi torso a lo largo de aquellos veinte metros. Se movía como una serpiente, claro: en realidad solo había una forma posible de movimiento para un depredador largo y sin extremidades, especialmente para uno que pesaba más de una tonelada. El cuerpo no tenía textura, era casi mortalmente pálido, ya que la criatura ajustaba la coloración de su piel a las paredes blancas de la cámara. No tenían depredadores, pero eran maestras de la emboscada.

La cabeza no tenía ojos. Nadie sabía con exactitud cómo las serpientes lograban camuflarse si eran ciegas, pero debían tener órganos ópticos distribuidos por la piel que les proporcionaran la función de coloración sin estar conectados al sistema nervioso superior. Tampoco era que fueran del todo ciegas, ya que la cobra real tenía un juego de ojos de gran agudeza, distanciados para lograr visión binocular. Pero los ojos estaban dentro del paladar superior de la mandíbula, como si se tratara de los sensores de calor de la boca de las serpientes venenosas. Solo cuando el animal abría la boca para atacar veía algo del mundo. Cuando llegaba a ese punto, una multitud de sentidos (sobre todo infrarrojos y olfato) ya se habían asegurado de haber encontrado una posible presa. Los ojos montados en la mandíbula solo estaban allí para guiar los momentos finales del ataque. Parecía algo profundamente extraño, pero lo cierto es que había oído hablar de una mutación en las ranas que hacía que los ojos les crecieran dentro de la boca, sin que por ello se menoscabase el bienestar del animal. Además, las serpientes terráqueas funcionaban casi tan bien cuando veían como cuando estaban ciegas.

Se detuvo. Había salido del todo del hueco y se había enroscado un poco sobre sí misma.

—¿Y bien? —pregunté—. Es un buen truco. ¿Me vas a decir cómo lo has hecho?

—Control mental —respondió Cahuella—. El doctor Vicuna y yo la drogamos y llevamos a cabo un pequeño experimento neural.

—¿Ese engendro ha estado aquí otra vez?

Vicuna era el veterinario residente. También era un antiguo especialista en técnicas de interrogatorio con un pasado que se rumoreaba escondía varios crímenes de guerra relacionados con experimentos médicos con prisioneros.

—El engendro es un experto en métodos de regimentación neural. Fue Vicuna el que trazó el mapa de los principales nodos de control del rudimentario sistema nervioso central de la cobra real. Vicuna fue el que desarrolló los sencillos implantes de estimulación eléctrica que colocamos en posiciones estratégicas por lo que, caritativamente, llamaremos el «cerebro» de la criatura.

Me contó que habían experimentado con los implantes hasta que pudieron conseguir una serie simple de patrones de comportamiento de la serpiente. Tampoco es que se tratara de un proceso muy sutil; los patrones de comportamiento de la serpiente eran bastante simples. La cobra real, al margen de lo mucho que creciera, era básicamente una máquina de cazar con unas cuantas subrutinas sencillas. Lo mismo pasaba con los cocodrilos hasta que los pusimos en hielo. Eran peligrosos, pero resultaba fácil trabajar con ellos cuando comprendías cómo funcionaba su cerebro. Los mismos estímulos siempre provocaban los mismos resultados en los cocodrilos. Las rutinas de las cobras reales eran distintas (adaptadas a la vida en Borde del Firmamento), pero no mucho más complejas.

—Solo toqué el nodo que le dice a la serpiente que es hora de levantarse a buscar comida —dijo Cahuella—. Por supuesto, en realidad no necesita alimentarse (le dimos una cabra viva hace una semana), pero su pequeño cerebro no lo recuerda.

—Estoy impresionado —respondí, aunque también me sentía incómodo—. ¿Qué más puedes conseguir que haga?

—Esta es buena. Observa.

Manipuló los controles y la cobra real se movió con la velocidad de un latigazo hacia la pared. Abrió las mandíbulas en el último instante y la cabeza roma golpeó los azulejos de cerámica con la fuerza suficiente como para romperse algunos dientes.

La serpiente, atontada, retrocedió enroscándose.

—Deja que lo adivine. Le has hecho pensar que había algo que merecía la pena comer.

—Es un juego de niños —dijo Rodríguez con una sonrisa ante la demostración. Estaba claro que ya lo había visto antes.

—Mira —dijo Cahuella—. Hasta puedo hacer que vuelva a su agujero.

Observé a la serpiente recuperarse y volver a insertarse educadamente en su agujero, hasta que la última de sus colas del grosor de un muslo desapareció de la vista.

—¿Tiene esto alguna utilidad?

—Sí, claro. —Me miró con una profunda decepción al ver que no lo había averiguado desde el principio—. El cerebro de una cobra real casi adulta no es mucho más complicado que el de esta. Si podemos coger una más grande, podremos drogarla mientras sigamos en la jungla. Sabemos que los tranquilizadores funcionan en la bioquímica de las serpientes gracias al trabajo con la cría. Cuando la cosa esté fuera de combate, Vicuna puede subirse en ella e implantarle el mismo hardware, conectado a otra unidad de control como esta. Entonces solo tendremos que dirigir a la serpiente hacia la Casa de los Reptiles y decirle que tiene comida delante de la nariz. Se arrastrará hasta llegar a casa.

—¿A lo largo de unos cuantos kilómetros de jungla?

—¿Qué la va a detener? Si empieza a mostrar indicios de malnutrición la alimentaremos. Si no, dejaremos que la cabrona siga arrastrándose… ¿verdad, Rodríguez?

—Lleva razón, Tanner. Podemos seguirla en nuestros vehículos; la protegeremos de cualquier otro cazador que quiera cargársela.

Cahuella asintió.

—Y cuando llegue aquí la aparcaremos en nuestro nuevo pozo de serpientes y le diremos que se enrosque y duerma un rato.

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