Grité y lancé una patada; mi pie dio de lleno en la cara del cerdo. La cosa cayó hacia atrás con un gruñido de rabia y dejó caer el arco. Pero los otros también estaban armados, los dos llevaban unos largos cuchillos curvos. Cogí el arco caído y esperé que la cosa funcionara cuando la disparase.
—Retroceded. Alejaos de mí.
El cerdo al que había golpeado se puso de nuevo de pie. Movía las mandíbulas como si intentara hablar, pero solo salía una serie de bufidos. Entonces fue hacia mí moviendo las patas delanteras en frente de mi cara.
Disparé el arco; la flecha se clavó en la pata del cerdo.
Chilló y cayó hacia atrás mientras agarraba el extremo que sobresalía de la flecha. Observé cómo goteaba la sangre, con un brillo casi luminoso. Los otros dos cerdos se movieron hacia mí, pero caminé hacia atrás arrastrando los pies mientras sacaba una flecha nueva de la reserva del arco, la ponía en su sitio con torpeza y tiraba hacia atrás del mecanismo. Los cerdos levantaron sus cuchillos, pero no se atrevieron a acercarse. Después gruñeron enfadados y comenzaron a arrastrar al herido de vuelta a la oscuridad. Me quedé helado durante un instante y después seguí subiendo; esperaba poder llegar al hueco antes de que los cerdos o los cazadores me encontraran.
Casi lo conseguí.
Sybilline fue la primera en verme y chilló de placer o de furia. Levantó una mano y apareció en ella su pistolita gracias al resorte de la pistolera escondida en la manga, tal y como yo había supuesto. Casi al mismo tiempo, el relámpago de un disparo iluminó la habitación y el dolor de su brillo se me clavó los ojos.
Su primer disparo destrozó la escalera por debajo de donde yo me encontraba, con lo que toda la estructura se derrumbó como una tormenta de nieve espiral. Sybilline tuvo que agacharse para esquivar los escombros y después disparó de nuevo. Yo estaba con medio cuerpo dentro del techo, a medio camino de lo que hubiera al otro lado, y alargaba la mano para buscar algún asidero. Entonces sentí su tiro roerme el muslo, primero con suavidad y después haciendo que el dolor se abriera como una flor al alba.
Solté el arco. Bajó dando trompicones por el tramo de escaleras hasta llegar al rellano, donde vi cómo un cerdo lo agarraba desde la oscuridad con un gruñido triunfal.
Fischetti levantó su arma, disparó de nuevo y aquel tiro se encargó de lo que quedaba de la escalera. Si hubiera tenido una puntería algo mejor (o si yo hubiese sido más lento) el tiro también se habría encargado de mi pierna.
Pero, en vez de eso, mantuve a raya el dolor, me deslicé hacia el techo y me quedé muy quieto. No tenía ni idea de qué tipo de arma había usado la mujer; no sabía si mi herida la había causado un proyectil o un pulso de luz o plasma, ni tampoco conocía la gravedad de la herida. Probablemente sangrara, pero mis ropas estaban tan mojadas y la superficie en la que estaba tumbado estaba tan húmeda que no podía saber dónde terminaba la sangre y empezaba la lluvia. Y, durante un momento, aquello careció de importancia. Había escapado de ellos, aunque solo por el tiempo que les costara encontrar la forma de subir a aquel nivel del edificio. Tenían datos técnicos sobre la estructura, así que no les llevaría mucho saber si existía una ruta.
—Levántate, si puedes. —La voz era tranquila y desconocida; no provenía de abajo, sino de un poco por encima de mí—. Vamos; no hay mucho tiempo. Ah, espera. Supongo que no puedes verme. ¿Así está mejor?
Y, de repente, solo pude cerrar bien los ojos para no quedar cegado por el resplandor. Había una mujer de pie junto a mí, vestida como los demás jugadores de la Canopia en distintos tonos de negro: botas oscuras hasta los muslos con tacones extravagantes, gabán negro azabache que rozaba el suelo y se levantaba por encima de su cuello para rodearle la cabeza, que a su vez estaba metida dentro de un casco que era más una filigrana negra que algo sólido, como una gasa, con unas gafas que le cubrían media cara y parecían los ojos de múltiples facetas de los insectos. Lo que podía ver de su cara, dentro de todo aquello, era tan pálido que parecía literalmente blanca, como un bosquejo sin entintar. Un tatuaje negro en diagonal le recorría las mejillas y se estrechaba hacia los labios, que eran del rojo más oscuro imaginable, casi de cochinilla.
En una mano llevaba un rifle enorme, y su chamuscado cañón de descargas de energía estaba dirigido hacia mi cabeza. Pero no parecía apuntarme con él.
La otra mano, con un guante negro, estaba extendida hacia mí.
—He dicho que será mejor que te muevas, Mirabel. A no ser que tengas pensado morir aquí.
Ella conocía el edificio o, al menos, parte de él. No tuvimos que alejarnos mucho. Eso era bueno, porque la locomoción ya no era mi punto fuerte. Podía más o menos moverme si permitía que la pared soportara casi todo mi peso para liberar la pierna herida, pero no era nada rápido ni elegante y sabía que no podría mantenerme más de una docena de metros antes de que la pérdida de sangre, la conmoción o la fatiga se hicieran notar.
Subimos un tramo de escaleras (aquella vez intacto) y después salimos al aire nocturno. Los anteriores minutos habían sido tan miserables que el aire entró en mis pulmones como algo refrescante, fresco y limpio. Pero me sentía al borde de la inconsciencia y todavía no tenía una idea clara de lo que estaba ocurriendo. Ni siquiera cuando me enseñó un teleférico, aparcado en una especie de cueva cubierta de escombros en el lateral del edificio, pude ajustar mis percepciones para aceptar que me estaban rescatando.
—¿Por qué haces esto? —le pregunté.
—Porque el Juego apesta —dijo ella mientras se detenía para enviar una orden silenciosa al vehículo, que hizo que cobrara vida y se acercara hasta nosotros, para lo que sus garfios plegables tuvieron que buscar asideros entre las ruinas colgantes que cubrían el techo de la cueva.
—Los jugadores creen que cuentan con el apoyo tácito de la Canopia, pero no es así. Quizá antes, cuando no era tan bárbaro… pero no ahora.
Caí en el interior del vehículo y me tendí en el asiento de atrás. Entonces vi que mi ropa Mendicante estaba llena de sangre, como si se tratara de óxido. Pero parecía que la herida ya no sangraba y, aunque me sentía mareado, no había empeorado en los últimos minutos.
—¿Hubo un tiempo en el que esto no era bárbaro? —pregunté mientras ella se colocaba en el asiento del conductor y ponía los controles en línea.
—Antes, sí… justo después de la plaga. —Con las manos enfundadas en guantes cogió un par de joysticks de latón gemelos y los empujó hacia delante; sentí que el teleférico se deslizaba hasta salir de la cueva mientras sus brazos emitían ruidos rápidos—. Las víctimas solían ser criminales; gente del Mantillo a la que habían capturado cuando invadía la Canopia o cometía crímenes contra los de su propia clase; asesinos, violadores o saqueadores.
—Claro, eso lo justifica todo.
—No es que lo apruebe. En absoluto. Pero al menos existía cierto equilibrio moral. Aquella gente era basura. Y los perseguía más basura.
—¿Y ahora?
—Estás hablador, Mirabel. La mayoría de las personas que reciben un disparo como ese no quieren hacer nada más que gritar. —Mientras hablaba dejamos la cueva y, durante un instante, sentí aquel mareo de caída libre que producía la caída del teleférico antes de encontrar un cable cercano y corregir su descenso. Después, comenzamos a subir—. En respuesta a tu pregunta —dijo ella—, empezó a resultar difícil encontrar víctimas adecuadas. Así que los organizadores empezaron a volverse menos… ¿Cómo decirlo? ¿Exigentes?
—Ya entiendo —dije—. Lo entiendo porque lo único que hice fue meterme por error en la zona equivocada del Mantillo. Por cierto, ¿y tú quién eres? ¿Y adónde me llevas?
Ella levantó una mano y se quitó el casco y las gafas de múltiples caras de modo que, cuando se volvió hacia mí, pude verla bien.
—Me llamo Taryn —contestó ella—. Pero mis amigos en el movimiento saboteador me llaman Zebra.
Me di cuenta de que la había visto aquella misma noche, entre la clientela del tallo. Me había parecido bella y exótica entonces, pero en aquellos instantes lo era aún más. Quizá ayudaba el hecho de estar tumbado y dolorido después de haber sufrido un disparo, enfebrecido por la adrenalina causada por mi inesperada salvación. Bella y extraña… y, con la luz adecuada, quizá ni siquiera humana. La piel era blanca como la cal o delineada en negro. Las franjas le cubrían la frente y las mejillas y, por lo que recordaba haber visto en el tallo, una gran parte del resto de su cuerpo. Tenía rayas negras que le salían del rabillo de los ojos y se torcían hacia arriba, como un extravagante rímel aplicado con precisión maníaca. El pelo estaba peinado en una cresta rígida y negra que probablemente le recorriera toda la espalda.
—Creo que nunca he conocido a nadie como tú, Zebra.
—No es nada —respondió ella—. Algunos de mis amigos piensan que soy bastante conservadora, poco arriesgada. No eres del Mantillo, ¿verdad, señor Mirabel?
—Conoces mi nombre, ¿qué más sabes sobre mí?
—No tanto como me gustaría. —Levantó la mano de los controles tras poner la máquina en una especie de piloto automático que le permitía escoger su propia trayectoria a través de los intersticios de la Canopia.
—¿No deberías estar conduciendo esta cosa?
—Es seguro, Tanner, créeme. El sistema de control de los teleféricos es bastante inteligente… casi tan inteligente como las máquinas que teníamos antes de la plaga. Pero es mejor no pasar demasiado tiempo en el Mantillo con una máquina como esta.
—Sobre mi anterior pregunta…
—Sabemos que llegaste a la ciudad vestido con ropa Mendicante y que ellos conocen a alguien llamado Tanner Mirabel. —Estaba a punto de preguntarle a Zebra cómo sabía todo aquello, pero ella siguió hablando—. Lo que no sabemos es si se trata de una identidad construida cuidadosamente para algún otro propósito. ¿Por qué dejaste que te capturaran, Tanner?
—Sentía curiosidad —respondí, sintiéndome como un estribillo repetitivo en una sinfonía de tercera fila… quizá uno de los primeros intentos de Quirrenbach—. No sabía mucho sobre los estratos sociales de Yellowstone. Quería llegar a la Canopia y no sabía cómo hacerlo sin amenazar a nadie.
—Es comprensible. No hay ninguna forma.
—¿Cómo averiguaste todas esas cosas?
—A través de Waverly. —Me miró con cuidado con los ojos negros entrecerrados, lo que hacía que las rayas de uno de los lados de la cara se le juntaran—. No sé si se presentó, pero Waverly fue el hombre que te disparó con el rayo aturdidor.
—¿Lo conoces?
Ella asintió.
—Es uno de los nuestros… o al menos simpatiza con nosotros y tenemos los recursos para asegurar su sumisión. Le gusta permitirse ciertas cosas.
—Me dijo que era un sádico, pero pensé que era parte de la broma.
—No lo era, créeme.
Una ola de dolor me recorrió la pierna e hice una mueca.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—Waverly nos lo pasó. Antes de eso, nunca habíamos oído hablar de Tanner Mirabel. Pero una vez tuvimos el nombre, pudimos hacer una búsqueda y confirmar tus movimientos. Aunque no consiguió mucho. O nos mintió (lo que no puede descartarse, no es que confíe mucho en ese cabrón tuerto) o tus recuerdos están muy confusos.
—Tuve amnesia de reanimación. Por eso pasé algún tiempo con los Mendicantes.
—Waverly parecía pensar que la cosa era más profunda. Que podrías tener algo que esconder. ¿Es eso posible, Tanner? Si voy a ayudarte, me ayudaría poder confiar en ti.
—Soy quien crees que soy —dije, y fue lo único que conseguí decir en aquellos momentos. Lo curioso era que no estaba muy seguro de creérmelo.
Entonces pasó algo extraño, una fuerte y aguda interrupción de mis pensamientos. Seguía consciente, seguía sabiendo que estaba sentado en el teleférico de Zebra; que nos movíamos por Ciudad Abismo por la noche y que ella me había rescatado de la partida de caza de Sybilline. Era consciente del dolor en la pierna… aunque había disminuido hasta convertirse en una palpitación de molestia muy concentrada.
Y, a pesar de todo, un pedazo de la vida de Sky Haussmann se me acababa de revelar.
Los anteriores episodios habían llegado durante estados de inconsciencia, como sueños orquestados, pero aquel había explotado, ya construido, dentro de mi mente. El efecto era perturbador y desconcertante, e interrumpió el flujo normal de mis pensamientos como un pulso electromagnético que causara un caos momentáneo en un sistema informático.
Afortunadamente, el episodio no fue largo. Sky estaba todavía con Balcazar
(Dios
, pensé,
hasta recuerdo los nombres de los personajes secundarios
); seguía conduciéndolo a través del espacio hacia la reunión (el cónclave) a bordo de la otra nave, el
Palestina
.
¿Qué había pasado la última vez? Eso era… Balcazar le había contado a Sky que la sexta nave era real; la nave fantasma.
La que Norquinco había llamado
Caleuche
.
Cuando terminó de darle vueltas en la cabeza a la revelación, y de examinarla desde todos los ángulos, ya casi estaban allí. El enorme
Palestina
surgió delante de ellos; se parecía mucho al
Santiago
(todas las naves de la Flotilla seguían más o menos el mismo diseño), pero no tenía el mismo grado de decoloración alrededor de su casco rotativo. Había estado mucho más lejos del
Islamabad
cuando explotó, y el relámpago de energía se había debilitado por la ley de la inversa de los cuadrados de la distancia de la propagación radiante hasta convertirse en una suave brisa, en vez del flujo asesino que había grabado la sombra de su madre en la superficie de su propia nave. Habían tenido problemas, por supuesto. Brotes virales, psicosis y rebeliones; además, allí habían muerto tantos durmientes como en el
Santiago
. Pensó en su carga de muertos; cadáveres fríos esparcidos por su eje como fruta podrida.
—Vuelo diplomático TG5, orden de transferencia a la red de atraque del
Palestina
—dijo una voz dura.
Sky hizo lo que le pidieron; se produjo una sacudida cuando la nave mayor secuestró la aviónica de la lanzadera y la colocó en su curso de aproximación, según parecía con poca preocupación por la comodidad de sus ocupantes humanos. Proyectado en la ventana de la cabina, el pasillo de aproximación flotaba en el espacio rodeado de un esqueleto de neón naranja. El fondo de estrellas comenzó a dar vueltas; estaban siguiendo la misma rotación que el
Palestina
y se deslizaban hacia un módulo de aparcamiento abierto. Unas figuras con trajes desconocidos flotaron hasta allí para recibirlos, aunque los apuntaban con unas armas que no parecían muy acordes con la cordialidad diplomática.