Ciudad abismo (74 page)

Read Ciudad abismo Online

Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Ciudad abismo
10.07Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Digamos que lo temía más que esperarlo, ¿vale?

No sabía por dónde empezar, ni siquiera con quién empezar. Mis recuerdos estaban dañados desde que llegara a la órbita de Yellowstone y había tenido que tratar con la complicación adicional del virus adoctrinador. El virus me había ofrecido un viaje no deseado a la psique de Sky Haussmann y, al mismo tiempo, aspectos de mi propio pasado habían empezado a aclararse; quién era; qué estaba haciendo; por qué quería matar a Reivich. Podía vivir con todo aquello, aunque resultara perturbador. Pero no se había detenido. Ni siquiera cuando empecé a pensar y a sentir el pasado de Sky; cuando se me revelaron secretos sobre sus crímenes que nadie más conocía. Tampoco se había detenido cuando empecé a tener pensamientos confusos sobre Gitta; a recordarla desde el punto de vista de Cahuella, en vez del mío.

Había comenzado a racionalizar incluso aquello, con cierto esfuerzo. ¿Contaminación de mis recuerdos con los de Cahuella? Bueno, era posible. Los recuerdos podían grabarse y transferirse, después de todo. No me imaginaba cómo podían haberse mezclado las experiencias de Cahuella con las mías, pero no era algo impensable.

Pero la verdad, la verdad que empezaba a vislumbrar, era mucho más inquietante.

Ni siquiera estaba en el cuerpo correcto.

—No es fácil de explicar —dije.

Zebra respondió con un siseo.

—La gente no entra en los salones de los Maestros Mezcladores y pide que la exploren en busca de tejidos dañados, a no ser que ya esperen encontrar algo.

—No, yo… —me detuve. ¿Me lo había imaginado o acababa de ver otra vez aquella cara, cerca de la multitud que rodeaba a Matusalén? Quizá comenzaba a alucinar de verdad, quizá había traspasado el límite tras ver lo que el Maestro me había enseñado. Quizá fuera mi destino ver a Reivich allá donde mirara a partir de ese momento, fueran cuales fueran las circunstancias.

—¿Tanner…?

No me atreví a observar la multitud con más atención.

—Tenía que haber visto algo en la exploración —respondí—. Una herida que debería estar ahí, pero no lo estaba. Algo que me ocurrió una vez. Se curó… pero nada se cura de una forma tan perfecta.

—¿Qué tipo de herida?

—Mis recuerdos me dicen que perdí un pie. Puedo decirte exactamente cómo ocurrió; lo que sentí exactamente. Pero no hay ni rastro de la herida.

—Bueno, el procedimiento que hizo que volviera a crecer debía ser muy sofisticado.

—Entonces, ¿qué pasa con la otra herida? ¿Una herida que el hombre para el que trabajaba recibió al mismo tiempo? Lo atravesó una descarga de arma láser, Zebra. Y eso sí apareció.

—Me estoy perdiendo, Tanner. —Miró a su alrededor y su mirada se detuvo en algo o alguien durante un momento antes de volverse de nuevo hacia mí—. ¿Intentas decirme que no eres quien crees ser?

—Digamos que me lo estoy pensando mucho. —Esperé un instante y después seguí—. Tú también lo has visto, ¿verdad?

—¿El qué?

—Reivich. Acabo de verlo; durante un instante pensé que me lo imaginaba. Pero no es así, ¿verdad?

Zebra abrió la boca para decir algo… para negarlo de forma rápida y convincente, pero no le salió. La máscara estaba rota.

—Todo lo que te dije era cierto —me dijo en voz baja, cuando recuperó la voz—. Ya no trabajo para él. Pero llevas razón. Acabas de verlo. —Tras una pausa, añadió algo más—. Solo que no era realmente Reivich.

Asentí; ya me había imaginado la verdad a medias.

—¿Un señuelo?

—Algo así, sí —miró su té—. Sabías que tendría tiempo de sobra para cambiar de apariencia en cuanto llegara a la ciudad. De hecho, sería lo más sensato que podía hacer. Y es exactamente lo que hizo. El Reivich real está ahí fuera, en alguna parte de la ciudad, pero necesitarías una muestra de tejido o ponerlo bajo el escáner de un Maestro Mezclador para saberlo con certeza. Pueden cambiarlo todo si disponen de tiempo suficiente, ¿sabes? Hasta puede que el ADN de Reivich no lo traicione, con el dinero suficiente. —Zebra hizo una pausa.

Por el rabillo del ojo podía ver al hombre, todavía rezagado al borde de la multitud reunida en torno al gran pez. Era él, sí… o, al menos, un facsímil realmente bueno.

—Reivich sabía que su tapadera era buena —siguió Zebra—, pero seguía queriendo eliminarte. Así podría dormir por las noches y, si quería, volver a adoptar su antigua apariencia e identidad.

—Así que persuadió a alguien para que asumiera su aspecto.

—No hizo falta la persuasión. El hombre estaba más que dispuesto.

—¿Alguien que deseaba morir?

Ella sacudió la cabeza.

—No más que cualquier otro inmortal de la Canopia. Creo que su nombre es Voronoff, aunque no lo sé seguro, ya que nunca estuve tan cerca de Reivich. No habrás oído hablar de él, pero el nombre de Voronoff es bastante conocido en los círculos de la Canopia. Es uno de los Jugadores más extremistas; alguien para el que la caza siempre iba a ser demasiado insulsa. Y, además, es bueno… o no seguiría vivo.

—Te equivocas —dije—. He oído hablar de Voronoff.

Le conté que había visto a aquel hombre saltar a la niebla del Abismo cuando Sybilline me había llevado al restaurante al final del tallo.

—Eso tiene sentido —dijo ella—. A Voronoff le va cualquier cosa que suponga un riesgo personal extremo, siempre que conlleve cierta dosis de habilidad. Los deportes peligrosos, cualquier cosa que le proporcione un chute de adrenalina y que lo obligue a enfrentarse a la delgada frontera entre la mortalidad y la longevidad. Nunca se rebajaría a volver a cazar; solo lo consideraría una diversión, no un juego de verdad. No porque sea injusto, sino porque no existe un riesgo real para los participantes.

—Salvo por un participante en concreto, claro.

—Ya sabes lo que quiero decir. —Se quedó en silencio un momento antes de seguir—. La gente como Voronoff son extremistas. Los métodos normales para controlar el aburrimiento ya no les funcionan. Es como si hubieran desarrollado una resistencia ante ellos. Necesitan algo más fuerte.

—Y ponerse en la línea de tiro era justo lo que buscaba.

—Era algo controlado. Voronoff tenía una red de espías e informadores que te seguían el rastro. La primera vez que creíste verlo, él ya te había visto —tragó saliva—. Aquella primera vez, mantuvo a Matusalén entre vosotros dos. No fue por accidente. Lo controlaba más de lo que te puedas imaginar.

—Pero fue un error. Lo hizo demasiado fácil. Hizo que me preguntara lo que estaba pasando.

—Sí —dijo Zebra con complicidad—. Pero ya era demasiado tarde para pararlo. Voronoff estaba fuera de nuestro control. —Miré su cara levemente rayada, pero no necesité decirle más, porque ella siguió sola—. A Voronoff le gustaba demasiado su papel. Le venía muy bien. Durante mucho tiempo actuó como debía: mantenía la debida distancia, nunca dejaba que lo vieras. La idea era que dejase un rastro de pistas que te condujeran hasta él, pero de forma que tú pensaras que lo habías logrado solo. Pero él quería algo más.

—Más peligro.

—Sí —dijo ella sin lugar a dudas—. Poner pistas para que las siguieras no le bastaba a Voronoff. Empezó a hacerse notar más; se puso en situaciones de mayor riesgo, pero siempre mantuvo cierto control. Por eso dije que es bueno. Pero a Reivich no le gustaba, por razones obvias. Voronoff ya no le servía. Se servía a sí mismo; había encontrado una nueva forma de evitar el aburrimiento. Y creo que interpretar ese papel le funcionaba.

—Pero a mí no.

Me puse de pie y casi volqué la mesa al hacerlo. Y una de mis manos se dirigía ya hacia el bolsillo.

—Tanner —dijo Zebra rápidamente; intentó agarrar el borde de mi abrigo mientras yo me alejaba de ella—, matarlo no cambiará nada.

—¡Voronoff! —dije con todas mis fuerzas; no llegué a gritarlo, pero proyecté la voz como los actores de renombre—. Voronoff… date la vuelta y sal de la multitud.

La pistola me brillaba en la mano y la gente comenzó a verla.

El hombre que se parecía a Reivich me miró a los ojos y consiguió no parecer demasiado sorprendido. Pero no era el único que me miraba. Había logrado llamar la atención de todo el mundo, y los que no intentaban leer mi expresión tenían la mirada fija en la pistola. Si la caza era tan endémica entre los habitantes de la Canopia como me habían hecho creer, muchos de ellos habrían visto y manejado armas de mucha más potencia que la pistola que yo llevaba. Pero nunca en un lugar tan público como aquel; nunca con una vulgaridad tan acusada. A juzgar por las miradas de sorpresa, desconcierto y asco, bien podía haber estado meando sobre el césped ornamental que rodeaba el estanque de las carpas.

—Quizá no me hayas oído, Voronoff. —Mi voz me pareció dulce y razonable—. Sé quién eres y de qué va esto. Si sabes algo sobre mí, también sabrás que soy muy capaz de usarla. —Lo estaba apuntando con la pistola cogida a dos manos y los pies ligeramente separados.

—Suéltala, Mirabel. —No era una voz que hubiera escuchado recientemente, ni tampoco provenía de la multitud. Sentí el contacto de algo frío, suave y metálico en la nuca—. ¿Estás sordo? He dicho que la sueltes. Hazlo rápido o tu cabeza caerá con ella.

Empecé a bajar la pistola, pero aquello no era suficiente para la persona que hablaba detrás de mí. Aumentó la presión contra mi cuello de forma que enfatizara que lo mejor para mí sería soltar la pistola.

Lo hice.

—Tú —dijo el hombre, obviamente dirigiéndose a Zebra—. Dale una patada a la pistola en mí dirección y ni se te ocurra hacer algo creativo.

Ella hizo lo que le mandó.

Vi una mano que entraba en mi campo de visión y cogía la pistola del suelo; la presión del arma contra mi cuello cambió ligeramente cuando el hombre se inclinó. Pero era bueno; podía notarlo (igual que Zebra), así que no sentí la tentación de pensar en algo creativo. Eso era bueno, porque ya no me quedaba nada de creatividad.

—Voronoff, imbécil —dijo la voz—. Mira la que has estado a punto de liar. —Y después, oí varios «clics» mientras inspeccionaba la pistola, seguidos de una exclamación de alegría del interlocutor escondido, cuya voz casi reconocí—. Está vacía. La puñetera cosa ha estado vacía todo el rato.

—No lo sabía —dije.

—Fui yo —intervino Zebra con un encogimiento de hombros—. No puedes culparme, ¿verdad? Tenía la sensación de que acabarías apuntándome con ella, así que tomé mis precauciones.

—La próxima vez no te molestes —dije.

—No es que importe mucho —dijo Zebra, en un pobre intento de ocultar su enfado—. No has intentado disparar la puta pistola ni una sola vez, Tanner.

Hice girar los ojos hacia arriba, como si pretendiera mirar detrás de mi propia cabeza.

—¿Tienes algo que ver con este payaso?

Con aquellas palabras me gané un dolor punzante entre las orejas.

—Vale —dijo el hombre proyectando la voz para que la oyera la gente que nos observaba—; soy de la seguridad de la Canopia; la situación está bajo control. —Vi de reojo cómo enseñaba brevemente una identificación; una tarjeta enmarcada en piel, con datos deslizándose por ella, que sacudió delante de la multitud.

Pareció tener el efecto deseado; más o menos la mitad de la gente se alejó y los demás fingieron no haber estado nunca interesados en lo que pasaba. La presión se relajó y el hombre se puso delante de mí, mientras se acercaba una silla. Voronoff también se unió a nosotros, la copia perfecta de Reivich se repantigó frente a mí con el disgusto pintado en la cara.

—Siento haber estropeado tu jueguecito —dije.

El otro hombre era Quirrenbach, aunque había cambiado su aspecto desde nuestro último encuentro y parecía más malvado, más delgado y mucho menos paciente y perplejo. La pistola que llevaba en la mano era tan pequeña y delicada que podía haber sido un encendedor efectista.

—¿Cómo va la sinfonía?

—Fue algo muy feo lo que me hiciste, Mirabel, al dejarme tirado de aquella forma. Supongo que debería darte las gracias por devolverme el dinero que ganaste con mis experienciales, pero perdona si no me siento abrumado por la gratitud.

Me encogí de hombros.

—Tenía un trabajo que hacer. Tú no estabas en él.

—¿Y qué te parece ahora ese trabajo? —preguntó Voronoff, todavía mirándome con desprecio—. ¿Te lo estás pensando dos veces, Mirabel?

—Dímelo tú.

Quirrenbach me dedicó una rápida sonrisa, como la de un simio agresivo.

—Demasiada arrogancia para alguien que ni siquiera sabía que su arma no estaba cargada. Quizá no seas tan buen profesional como creíamos. —Alargó una mano y cogió mi té, sin dejar de mirarme a los ojos—. Por cierto, ¿cómo sabías que no era Reivich?

—Adivina —dijo Zebra.

—Te podría matar por traicionarnos —le dijo Quirrenbach—. Pero ahora mismo no estoy seguro de poder reunir el entusiasmo necesario.

—¿Por qué no empiezas con Voronoff, gilipollas?

Miró a Zebra y después al hombre disfrazado de Reivich, como si sopesara la idea en serio.

—Eso no serviría, ¿verdad? —Después centró su atención en mí de nuevo—. Hemos liado una buena por aquí, Mirabel. No creo que tarde en llegar lo que aquí llaman «autoridades» para echar un vistazo y, la verdad, no creo que ninguno de nosotros quiera estar aquí cuando suceda.

—Entonces, ¿no eres de la seguridad de la Canopia?

—Siento destrozar tus ilusiones.

—Bueno, no te preocupes por eso —contesté—. Ya me las destrozaron hace bastante tiempo.

Quirrenbach sonrió y se puso de pie, con la diminuta pistola todavía en la mano, como si con un solo temblor de sus dedos pudiera hacerla añicos. Apuntó a Zebra y luego a mí, mientras sostenía la tarjeta falsa en la otra mano como un talismán. Entre tanto, Voronoff sacó su propia arma; entre los dos nos tenían bien cubiertos. Caminamos entre la multitud y Quirrenbach parecía retar a la gente a mostrar un interés más que pasajero. Ni Zebra ni yo intentamos resistirnos o escapar; no merecía la pena. Solo había tres vehículos aparcados en la plataforma de aterrizaje, formas oscuras y encapuchadas relucientes de agua de lluvia, con los brazos del techo parcialmente extendidos y listos para volar, como tres arañas muertas patas arriba. Uno era el coche en el que Zebra y yo habíamos llegado. Reconocí otro, aunque no el coche al que nos conducía Quirrenbach.

—¿Me vas a matar ya? —pregunté—. Porque si vas a hacerlo, podrías ahorrarte muchos problemas si me empujaras por este precipicio. No hace falta amenizar mis últimos momentos con un paseo por la Canopia.

Other books

Cellar Door by Suzanne Steele
Zoya by Danielle Steel
A Month by the Sea by Dervla Murphy
The Battle of the Crater: A Novel by Gingrich, Newt, Forstchen, William R., Hanser, Albert S.
Her Very Own Family by Trish Milburn
Garnets or Bust by Joanna Wylde
The Omega Command by Jon Land
Ntshona by Matthew A Robinson