Brillo ocular, lo llamaban.
Pero me gustaba bastante la idea. Mucho antes de que vieran mi brillo ocular, yo los habría visto a ellos.
La unión fue más profunda que eso, claro está. Habían llenado mis retinas de bastones de genes alterados con una eficiencia casi óptima en la detección de fotones, gracias a formas modificadas de pigmentos básicos de cromoproteínas fotosensibles; solo era cuestión de realizar unos pequeños retoques en unos cuantos genes del cromosoma X. Yo tenía un gen que normalmente solo heredaban las mujeres, que me permitía diferenciar matices del color rojo que nunca antes había imaginado. Hasta tenía un grupo de células derivadas de las serpientes, muescas repartidas por el borde de la córnea que eran capaces de registrar infrarrojos y ultravioletas cercanos, y que habían desarrollado conexiones neuronales hasta mi centro óptico, de modo que procesaba la información como superposiciones sobre mi campo visual normal, igual que hacían las serpientes. Pero todavía tenía que activar la visión de serpiente. Como todas mis facultades, podía activarse y suprimirse mediante retrovirus adaptados que disparaban breves cánceres controlados que erigían o desmantelaban las estructuras celulares necesarias en cuestión de días. Pero necesitaba tiempo para aprender a usar bien cada facultad. Primero, la visión nocturna mejorada. Después, más adelante, los colores añadidos a mi visión normal.
Empujé la tela que separaba la tienda para entrar en la parte de Tanner, donde nuestra mesa de ajedrez todavía seguía montada; todavía mostraba el jaque mate que había ganado yo, como siempre.
Tanner, desnudo salvo por unos pantalones cortos color caqui, estaba arrodillado junto a su cama, como un hombre atándose los zapatos o examinándose una ampolla en el pie.
—¿Tanner?
Él levantó la mirada hacia mí, con las manos hundidas en algo negro. Emitió un gemido y, cuando mi visión se agudizó, vi porqué. Le quedaba muy poco pie por debajo del tobillo y lo que quedaba parecía más carbón que carne humana, igual de propenso a romperse en fragmentos negros al más leve toque.
Entonces reconocí el olor a carne humana incinerada.
Dejó de gemir de repente, como si una subrutina de su mente hubiera decidido que aquel gesto resultaba innecesario para su supervivencia inmediata y cancelara el dolor. Después habló, con una calma y una precisión ridículas.
—Estoy herido de bastante gravedad, como probablemente verás. No creo que vaya a serte de mucha ayuda —y a continuación—. ¿Qué les pasa a tus ojos?
Una figura entró por una de las rajas de la tienda. Las gafas de visión nocturna le colgaban del cuello y la luz de la linterna montada sobre su pistola jugueteó sobre nosotros hasta posarse en mi cara. Su camuflaje intentaba lograr la compatibilidad con el interior.
Le abrí un agujero en las tripas.
—A mis ojos no les pasa nada —dije cuando la persistencia de la imagen de la descarga del arma se disolvió hasta convertirse en una magulladura rosa del tamaño de un pulgar en mi campo visual. Pasé por encima del cadáver del agresor, con cuidado de no meter mi pie descalzo en las entrañas chorreantes. Caminé hasta el bastidor de los rifles, saqué un arma de haz bosónico enorme pero superflua (demasiado pesada para usarla con mis enemigos a tan corta distancia), y la lancé a la cama de Tanner.
—A mis ojos no les pasa nada de nada. Ahora usa esto de muleta y empieza a ganarte tu sueldo. Te conseguiremos un pie nuevo si salimos de esta, así que tómatelo como una pérdida temporal.
Tanner se miró la herida, después miró la pistola y después volvió a mirar la herida, como si sopesara ambas cosas.
Después me moví.
Apoyé el peso en el cargador del rifle bosónico e intenté recluir el dolor en un compartimento sellado en el fondo de mi mente. Tenía el pie arruinado, pero lo que Cahuella había dicho era cierto. Podía vivir sin él (el tiro había realizado un trabajo de cauterización muy profesional) y, si sobrevivía al ataque, solo me costaría unas semanas de incomodidad conseguir un pie nuevo. En términos de mortalidad, había sufrido peores heridas cuando era un soldado de a pie y luchaba contra la CN. Pero mi cabeza no parecía verlo de la misma forma. Lo que veía era que parte de mí ya no estaba conmigo y no sabía bien cómo procesar aquella ausencia.
La luz (fría, azul y artificial) atravesó la tienda. Dos de los enemigos (había contado tres antes de que el muerto me disparara) seguían allí afuera. Nuestra tienda era lo bastante grande como para que pareciera contener una fuerza mayor de la que en realidad escondía, así que los otros dos podrían estar abriendo fuego de contención antes de entrar a terminar con los que quedaran vivos.
Me abrí paso por encima del cadáver y mi visión se oscureció en los bordes, como si estuviera mirando a través de un tubo de nubes de mal agüero. Me arrodillé hasta que conseguí llegar al hombre muerto, le desenganché la linterna y le cogí las gafas de visión nocturna. Cahuella le había disparado a ciegas, en la oscuridad más absoluta y, aunque el tiro había quedado demasiado bajo para mi gusto, había cumplido su función. Recordé que unas horas antes lo había visto disparar tiros a la noche, como si allí hubiera algo que solo él podía ver.
—Te hicieron algo a ti y a Dieterling —dije apretando los dientes para hablar y con la esperanza de resultar comprensible—. Los Ultras…
—Para ellos no es nada —contestó él, mientras su ancha silueta se volvía hacia mí como un muro—. Todos lo tienen. En sus naves viven en una oscuridad casi total, para poder bañarse en la gloria del universo con mayor facilidad una vez dejada atrás la luz del sol. ¿Vas a vivir, Tanner?
—Si alguno de nosotros lo consigue. —Encendí las gafas de visión nocturna que me había puesto y vi cómo la habitación se iluminaba en distintos tonos de verde colérico—. No he perdido mucha sangre, pero no puedo hacer nada con la conmoción. Seguro que empezará pronto y entonces no te seré de mucha utilidad.
—Coge una pistola, algo útil a corta distancia. Veamos cuántos daños podemos causar.
—¿Dónde está Dieterling?
—No lo sé. Puede que muerto.
Automáticamente, casi sin tener que pensarlo, cogí una pistola compacta del bastidor, activé su célula de energía y oí el silbido agudo al cargarse los condensadores.
Gitta gritó desde la zona contigua.
Cahuella me empujó a un lado para adelantarme y después se quedó inmóvil justo tras la cortina. Casi lo derribé y el cargador del rifle bosónico se arrastró por el suelo al intentar aproximarme andando. Ya no necesitaba las gafas, la habitación estaba iluminada por la lámpara incandescente de la tienda, que Gitta debía haber encendido. Estaba de pie en el centro de la sala, con una manta color pardo apretada contra el cuerpo.
Uno de los atacantes estaba detrás de ella; con una mano le tiraba del pelo hacia atrás para sujetarla, mientras que con la otra apoyaba un cuchillo de malignos bordes serrados en la blancura convexa de su garganta.
Gitta no gritó. Los únicos sonidos que se permitía eran pequeños y furtivos, como los de alguien que se ahoga.
El hombre que la retenía se quitó el casco. No era Reivich, solo un matón medianamente competente que podría haber luchado conmigo o contra mí en la guerra o contra ambos bandos. Tenía la cara arrugada y el pelo recogido en un moño alto, como un samurai. No sonreía del todo (la situación era demasiado tensa para eso), pero algo en su expresión me decía que se estaba divirtiendo.
—Podéis parar o podéis dar un paso adelante —dijo el tipo con una voz dura y sin acento, aunque sorprendentemente razonable—. De cualquier modo, voy a matarla. Es solo cuestión de tiempo.
—Tu amigo está muerto —dijo Cahuella, sin necesidad—. Si matas a Gitta, te mataré a ti también. Solo que por cada segundo que ella sufra, te haré sufrir una hora. ¿Te parece lo bastante generoso?
—Que te jodan —dijo el hombre, después de lo cual le pasó el cuchillo a Gitta por el cuello. Una oruga de sangre se formó bajo el camino de la incisión, pero el asesino procuró no apretar demasiado. Pensé que era bueno con el cuchillo. ¿De cuántas formas habría practicado para poder cortar con tanta precisión?
Gitta tuvo el valor de no inmutarse casi nada.
—Tengo un mensaje para ti —dijo mientras levantaba ligeramente la hoja de la piel de Gitta, de modo que la flor escarlata del borde quedó claramente a la vista—. Es de parte de Argent Reivich. ¿Te sorprende? No debería, porque creo entender que ya lo esperabas. Solo que no tan pronto.
—Los Ultras nos mintieron —dijo Cahuella.
El hombre sonrió, pero solo un segundo. El placer lo guardaba todo en los ojos, entrecerrados hasta parecer eufóricas rendijas. Me di cuenta de que tratábamos con un psicópata y de que sus acciones eran esencialmente aleatorias.
No habría una salida negociada.
—Están divididos en facciones —dijo el hombre—. Especialmente entre tripulaciones. Orcagna te mintió. No hace falta que te lo tomes como algo personal. —Tensó el puño de nuevo alrededor del cuchillo—. Y ahora, ¿serías tan amable de bajar esa pistola, Cahuella?
—Hazlo —susurré, todavía detrás de él—. No importa lo buena que sea tu visión, la única zona de su cuerpo que no cubre Gitta es diminuta y dudo que tengas ya tanta confianza en tu puntería.
—¿No sabes que es de mala educación susurrar? —dijo el hombre.
—Hazlo —siseé—. Puedo salvarla.
Cahuella soltó la pistola.
—Bien —dije yo todavía susurrando—. Ahora escucha atentamente. Puedo darle sin herir a Gitta. Pero tú estás en medio.
—Habla conmigo, gilipollas. —El hombre apretó el cuchillo contra la piel de Gitta, de modo que la hoja hundió un valle de carne sin llegar a romperla. Con un solo movimiento podía cortarle la arteria carótida.
—Voy a disparar a través de ti —le dije a Cahuella—. Es un arma láser, así que solo importa la línea de tiro. Desde el ángulo en el que voy a disparar no le daré a ningún órgano vital. Pero prepárate.
La mano del hombre hundió más el cuchillo, de modo que el valle se abrió y la sangre manó de sus profundidades. El tiempo se ralentizó y observé cómo comenzaba a arrastrar el cuchillo por su cuello.
Cahuella comenzó a hablar.
Disparé.
El delgado haz de partículas lo atravesó por la espalda, a poco más de dos centímetros a la izquierda de la columna, en la región lumbar superior, más o menos por la vértebra número veinte o veintiuno. Esperaba haber evitado la vena subclavicular y que el ángulo del rayo hubiera dirigido su energía entre el pulmón izquierdo y el estómago. Pero no era cirugía de precisión y sabía que Cahuella tendría suerte de no terminar muerto. También sabía que, si era cuestión de morir para salvar a Gitta, lo aceptaría de corazón e incluso me ordenaría hacerlo. De todos modos, presté poca atención a Cahuella, ya que la posición de Gitta limitaba de forma eficaz la gama de ángulos a elegir. En definitiva, era cuestión de salvarla a ella, no importaba lo que le pasara a su marido.
El rayo de partículas se disparó en menos de una décima de segundo, aunque la estela de iones permaneció en el aire hasta mucho después, además del rastro que había grabado en mi visión. Cahuella cayó al suelo delante de mí, como un saco de maíz lanzado desde el techo.
Y también lo hizo Gitta, con un agujero limpio abierto en la frente, los ojos todavía abiertos y aparentemente alerta, y la sangre todavía brotando de la herida parcial en la garganta.
Había fallado.
No había forma de borrarlo; ni de suavizar ni de endulzar aquel único y ácido mensaje. Había intentado salvarla, pero la intención no significaba nada. Lo que importaba era el verdugón rojo sobre los ojos donde yo la había disparado, aunque pretendiera alcanzar al hombre que la amenazaba con el cuchillo.
El rayo ni siquiera lo había rozado.
Había fallado. En el único momento en el que lo más importante era no fallar; en el único momento de mi vida en el que realmente pensaba que podía ganar… había fallado. Me había fallado a mí mismo y a Cahuella, por haber traicionado el terrible peso de la confianza que me había dado de forma implícita, sin decir palabra. Su herida era grave, pero con la atención adecuada no dudada de su supervivencia.
Pero no había forma de salvar a Gitta. Me pregunté cuál de los dos era el afortunado.
—¿Qué ocurre? —me preguntó Zebra—. Tanner, ¿qué te pasa? No me mires de esa forma, por favor. Empiezo a pensar que de verdad puedes hacerlo.
—¿Puedes darme una buena razón para no hacerlo?
—Solo la verdad.
Sacudí la cabeza ligeramente.
—Lo siento, pero eso ya me lo has dado y no basta ni por asomo.
—No era toda la verdad. —Su voz era tranquila y, en cierto modo, parecía aliviada—. Cuando me robaste supe que eras el hombre del que huía Reivich. Sabía que tú eras el asesino.
—No te costó mucho deducirlo, ¿no?
—No, pero era importante estar segura. Reivich quería que aisláramos al hombre y lo quitáramos de en medio. Que lo matáramos, para ser exactos.
Asentí.
—Eso tendría sentido.
—Tenía que hacerlo en cuanto tuviera pruebas definitivas de que tú eras el asesino. De esa forma, Reivich podría quitarse el asunto de la cabeza para siempre, no le preocuparía haber matado al hombre equivocado y que el asesino estuviera todavía en alguna parte.
—Tuviste más de una oportunidad para matarme. —Mi mano se relajó un poco sobre la pistola—. Entonces, ¿por qué no lo hiciste?
—Casi lo hice. —Zebra empezó a hablar más deprisa, bajando la voz aunque ya casi no podía oírla—. Podría haberlo hecho en el apartamento, pero dudé. No puedes culparme. Así que dejé que te llevaras la pistola y el coche, porque sabía que podía rastrear las dos cosas.
—Tenía que haberme dado cuenta. En aquel momento me pareció demasiado fácil.
—Espero que no me creas tan tonta como para dejar que aquello pasara por accidente. Aunque también tenía otra forma de seguirte si eso fallaba. Todavía tenías el implante del Juego —hizo una pausa—. Pero entonces estrellaste el coche y te quitaste el implante. Eso solo dejaba la pistola y no recibía unas señales muy claras de ella. Quizá se averió en el accidente de coche.
—Después te llamé desde la estación, después de visitar a Dominika.
—Y me dijiste dónde ibas a estar después. Contraté a Pransky para que me ayudara. Es bueno, ¿no crees? Admito que sus habilidades sociales podrían mejorar, pero a ese tipo de gente no se le paga por su encanto y diplomacia. —Zebra cogió aire y se limpió la lluvia acumulada en las cejas, dejando al descubierto una franja de carne limpia bajo la capa de agua sucia—. Pero no es tan bueno como tú. Te vi atacar a los Jugadores… cómo heriste a tres de ellos y secuestraste al cuarto, a la mujer. Te tuve a tiro todo el tiempo. Podía haberte roto el cráneo a un kilómetro de distancia y no hubieras sentido nada antes de que los sesos se te desparramaran por el suelo. Pero no podía hacerlo. No podía matarte así. Y en ese momento traicioné a Reivich.