El tipo de suerte que parecía el preludio de la mala fortuna.
Metí la mano en el bolsillo y toqué el fajo de billetes que me quedaba. Tenía menos que al comienzo de la noche (la ropa y la consulta del Maestro Mezclador no habían salido baratas), pero todavía no estaba sin blanca. Volví sobre mis pasos hacia el saliente en el que Chanterelle me había dejado, y pensé sobre mi siguiente paso; solo sabía que quería volver a hablar con Zebra.
Mientras me preparaba para salir de la plaza, un grupo de famosillos vestidos con trajes brillantes surgieron de la noche, atendidos por mascotas, criados y cámaras flotantes, con todo el aspecto de una procesión de santos medievales servidos por querubines y serafines. Un par de palanquines de bronce con adornos barrocos los seguían, no mucho mayores que el ataúd de un niño, y un modelo más austero iba tras ellos a cierta distancia: una resistente caja gris con una diminuta ventana de rejilla en el frontal. No tenía manipuladores y se podía oír el ruido de sus motores al trabajar; dejaba un reguero grasiento tras él.
Yo tenía un plan, pero no era gran cosa. Me mezclaría con el grupo e intentaría averiguar si alguno conocía a Zebra. A partir de ahí podría encontrar la forma de llegar hasta ella, aunque significara obligar a uno de ellos a que me llevara en teleférico.
El grupo se detuvo y observé cómo un hombre con la cabeza en forma de media luna sacaba un estuche de Combustible de Sueños del bolsillo. Lo hizo con cuidado para asegurarse de que el resto de los viandantes no pudiera ver lo que tenía, pero sin intentar escondérselo al resto del grupo.
Me fundí con las sombras, satisfecho de que nadie me hubiera visto todavía.
Los otros miembros del grupo se arremolinaron en torno al hombre y vi el reflejo de las pistolas nupciales y de jeringuillas menos ceremoniales, mientras que tanto hombres como mujeres se bajaban los cuellos de las camisas para insertar el acero en la piel. Los dos palanquines tamaño infantil se quedaron con el grupo, pero el más sencillo empezó a dar vueltas a su alrededor y vi que un par de personas del grupo lo miraban nerviosas, incluso mientras esperaban a chutarse ellas mismas el Combustible.
El palanquín gris no formaba parte del grupo.
Llegué a esa conclusión cuando se detuvo; el frontal del palanquín se abrió con un silbido, expulsó vapor por las bisagras y un hombre salió de él casi a trompicones. Alguien del grupo gritó y lo señaló y, en ese mismo instante, el grupo al completo retrocedió; hasta los palanquines en miniatura huyeron corriendo del hombre.
Tenía un problema realmente grave.
La mitad de su cuerpo desnudo era engañosamente normal; de una belleza y juventud tan cruel como cualquier otro del grupo al que se había acercado. Pero la otra mitad estaba sumergida en una especie de reluciente crecimiento invasor que lo había dejado rígido, e incontables filamentos ramificados de color gris plata le perforaban la carne y salían al exterior sobresaliendo decenas de centímetros hasta convertirse en una indistinta neblina gris. Al moverse hacia delante, la neblina de filamentos producía un constante ruido metálico, casi inaudible, al desprenderse diminutos fragmentos, como si fueran semillas.
El hombre intentó hablar, pero lo que salió de su boca torcida fue solo un atroz gemido.
—¡Quemadlo! —gritó alguien del grupo—. ¡Por amor de Dios, quemadlo!
—La brigada está de camino —dijo otra persona.
El hombre con cabeza de media luna se acercó un poco más a la víctima de la plaga con un solo frasco casi vacío en la mano.
—¿Es esto lo que quieres?
La víctima de la plaga gimió algo y se acercó un poco más, a trompicones. Pensé que debía haber decidido correr el riesgo de quedarse con sus implantes sin tomar las precauciones adecuadas para protegerse. Quizá escogiera un palanquín barato sin la seguridad hermética de un modelo más caro. O quizá hubiera adquirido el dispositivo después de que le afectara la plaga, con la esperanza de que la propagación se ralentizara si se bloqueaba frente a la exposición.
—Toma, cógelo y déjanos en paz, rápido. La brigada no tardará mucho en llegar hasta aquí.
El hombre de cara de luna le tiró el frasco; la víctima de la plaga se lanzó para cogerlo con el brazo bueno. Pero no acertó y el frasco se destrozó contra el suelo y derramó su reserva de Combustible.
Pero la víctima cayó sobre él de todas formas; se dio contra el suelo de modo que la cara casi tocó el pequeño charco escarlata. El impacto levantó una nube gris de erupciones destrozadas de su cuerpo, pero no supe si el gemido que dejó escapar era de placer o de dolor. Con su brazo bueno, se acercó unas cuantas gotas de Combustible a la boca, mientras que el grupo observaba con horror y fascinación, manteniendo la distancia pero grabando el incidente con una cámara. El espectáculo ya había atraído también a otras personas y todos estudiaban al hombre como si sus contorsiones y gemidos fueran tan solo un extraño espectáculo callejero.
—Es un caso extremo —dijo alguien—. Nunca había visto ese grado de asimetría. ¿Crees que estamos lo bastante lejos?
—Lo averiguarás, tarde o temprano.
El hombre se retorcía con rigidez en el suelo cuando la brigada llegó desde el interior de la plaza. No tenían que estar muy lejos. Era un destacamento de técnicos blindados que impulsaban una máquina voluminosa que parecía un enorme palanquín abierto, marcado con símbolos de peligro biológico en bajorrelieve. Sin notar mi presencia, la víctima de la plaga siguió arañando el Combustible del suelo, incluso mientras empujaban sobre él la ruidosa máquina y bajaban la puerta sobre el frontal. Los técnicos se movían con velocidad quirúrgica y se comunicaban mediante gestos y susurros precisos, mientras la máquina latía y zumbaba. El grupo observó sin decir palabra; ya no quedaba ni rastro del Combustible de Sueños ni de los dispositivos que habían estado usando para administrarlo. Después, los técnicos hicieron que la máquina diera marcha atrás y dejaron solo suelo pulido, mientras uno de ellos barría el área con algo que parecía un cruce entre una escoba y un detector de minas. Después de unos cuantos barridos, levantó el pulgar en dirección a sus colegas y los siguió de vuelta a la plaza, detrás de la máquina ruidosa.
El grupo remoloneó, pero el incidente le había quitado el lustre a sus planes más inmediatos para aquella noche. Al poco rato se desvanecieron en el interior de un par de teleféricos privados y no tuve la oportunidad de insinuarme.
Pero noté algo en el suelo, cerca de donde el hombre de cara de luna había estado de pie. Primero pensé que sería otro frasco de Combustible de Sueños pero, al acercarme más (antes de que lo viera nadie), me di cuenta de que era un experiencial. Probablemente se le hubiera caído del bolsillo al sacar el estuche de Combustible.
Me arrodillé y lo recogí. Era delgado y negro, y la única marca que llevaba era un diminuto gusano plateado cerca de la parte de arriba.
Como con Vadim, había encontrado un juego de experienciales similares junto a su suministro de Combustible de Sueños.
—¿Tanner Mirabel?
La voz solo parecía levemente curiosa.
Me di la vuelta, porque la voz venía de detrás de mí. El hombre que había hablado llevaba un abrigo negro, con las mínimas concesiones necesarias a la moda de la Canopia. La cara era seria y gris, como la de un director de pompas fúnebres en un mal día. Su postura también mostraba cierta tirantez marcial, lo que se reflejaba en la forma en que se le definían los rígidos músculos del cuello.
Fuera quien fuera, era mejor no meterse con él.
Habló en voz baja, casi sin mover los labios, una vez captada mi atención total.
—Soy un experto profesional en seguridad —dijo—. Estoy armado con un arma neurotóxica que puede matarte en tres segundos de forma silenciosa y sin que nadie se fije en mí. Ni siquiera tendrías tiempo de guiñar el ojo en mi dirección.
—Bueno, ya basta de cumplidos.
—Reconoces que soy un profesional —dijo el hombre mientras asentía para enfatizar sus palabras—. Como tú, me han entrenado para matar de la forma más eficaz posible. Espero que eso nos proporcione una base común y que podamos discutir de forma razonable.
—No sé quién eres ni qué quieres.
—No tienes que saber quién soy. Aunque te lo dijera, me vería obligado a mentir y ¿qué sentido tendría eso?
—Parece justo.
—Bien. En cuyo caso, me llamo Pransky. En cuanto al otro asunto, es más fácil. Estoy aquí para acompañarte a ver a alguien que quiere reunirse contigo.
—¿Y si no quiero que me acompañen?
—La decisión es toda tuya. —Seguía hablando con calma y suavidad, como un joven monje que recitara su breviario—. Pero tendrás que contentarte con que tu cuerpo absorba una dosis de tetrodotoxina con bastante potencia como para matar a veinte personas. Por supuesto, puede que la bioquímica de tus membranas sea distinta a la del resto de lo seres humanos… o de los vertebrados superiores, ya puestos. —Sonrió y mostró una fila de brillantes dientes blancos—. Pero tendrás que decidirlo tú, me temo.
—Creo que no querría correr ese riesgo.
—Un tipo sensato.
Pransky hizo un gesto con la palma de la mano para que comenzara a andar y dejara atrás el estanque con forma de riñón, punto central de aquel anexo del edificio.
—Antes de que te lo creas demasiado —dije sin moverme—, puede que te guste saber que yo también estoy armado.
—Lo sé —respondió él—. Podría decirte ahora mismo la especificación de tu arma, si quisieras. También podría informarte de la probabilidad de que una de tus balas de hielo consiguiera matarme antes de que te inyectara la toxina y no creo que te impresionaran mucho tus opciones. Si eso no funciona, también podría decirte que la pistola está en estos momentos dentro de tu bolsillo derecho, pero no así tu mano, lo que limita bastante su utilidad. ¿Nos vamos?
Empecé a moverme.
—Trabajas para Reivich, ¿no?
Por primera vez, algo en su cara me dijo que no controlaba totalmente la situación.
—Nunca había oído hablar de él —respondió, irritado. Y yo me permití sonreír. No era una gran victoria, pero era mejor que nada. Por supuesto, Pransky podría mentirme. Si hubiera querido, estoy seguro de que lo habría disimulado mejor. Pero lo había cogido con la guardia baja.
Dentro de la plaza había un palanquín plateado vacío esperándome. Pransky esperó hasta que nadie nos prestó atención, después abrió la puerta del palanquín y vi un lujoso asiento rojo.
—Nunca adivinarías lo que voy a pedirte —dijo Pransky.
Subí a la máquina y me acomodé en el asiento. Después de que la puerta se cerrara, jugué con algunos de los controles del interior, pero ninguno hizo nada. Entonces, con un silencio mortal, el palanquín comenzó a moverse. Miré a través de la pequeña ventana verde y observé la plaza alejarse, mientras Pransky caminaba un poco por delante de mí.
Después comencé a dormirme.
Zebra me observó, una mirada larga y fría como si yo fuera un nuevo rifle. Su expresión era difícil de juzgar. Todas las teorías que yo había elaborado dependían de que ella pareciera muy contenta o muy enfadada por volver a reunirse conmigo.
Pero solo parecía preocupada.
—¿Qué demonios pasa? —pregunté—. Si no te importa que te lo pregunte.
Ella se enderezó con las piernas separadas y sacudió la cabeza lentamente antes de responderme.
—Tienes mucha cara preguntándome qué estoy haciendo después de lo que me hiciste tú a mí.
—Ahora mismo diría que estamos en paz.
—¿Dónde lo encontraste y qué estaba haciendo? —le preguntó a Pransky.
—Paseando —respondió el hombre—. Y llamando demasiado la atención.
—Intentaba llegar hasta ti —le dije a Zebra.
Pransky hizo un gesto hacia una de las sillas de corte utilitario que servían de mobiliario en la habitación a la que me habían llevado.
—Siéntate, Mirabel. No vas a salir corriendo a ninguna parte.
—Me sorprende que quisieras volver a verme —dijo Zebra—. Después de todo, no es que te quedaras mucho tiempo la primera vez.
Mi mirada se desvió hacia Pransky e intenté averiguar su papel en todo aquello y cuánto sabría.
—Dejé una nota —dije quejumbroso—. Y te llamé para disculparme.
—Y el hecho de que pensaras que podría saber dónde había un Juego, fue pura coincidencia.
Me encogí de hombros y exploré el espacio de parámetros de incomodidad que me ofrecía el inflexible asiento.
—¿A quién más podía llamar?
—Eres un pedazo de cabrón, Mirabel. No sé por qué estoy haciendo esto, ¿sabes? No te lo mereces en absoluto.
Zebra seguía pareciendo Zebra, a no ser que me concentrara en los detalles. Había apagado su tono de piel, de modo que las rayas parecían poco más que hojas de junco color gris que le rodeaban el contorno de la cara, líneas que se desvanecían del todo según la luz. La cresta de pelo negro rígido se había convertido en un rubio corte a lo
garçon
, acabado en un flequillo despuntado en la frente. La ropa no era ostentosa y llevaba un abrigo de corte similar al mío, uno que le llegaba más abajo de los tobillos cubiertos por botas de tacón de aguja y que acababa en un charco de tela negra alrededor de los pies. Lo único que faltaba era la matriz de toscos parches que adornaba el original de Vadim.
—Nunca pretendí merecer nada —respondí—. Aunque sí creo merecerme una explicación. ¿Podemos dar por hecho que tú y yo casi nos encontramos esta tarde, aunque había entre nosotros un sustancioso volumen de pescado de nombre Matusalén?
—Estaba detrás de ti —dijo Zebra—. Si me viste, viste mi reflejo. No es culpa mía que no te dieras la vuelta.
—Podrías haber dicho algo.
—Tampoco es que tú estuvieras excesivamente locuaz, Tanner.
—Vale; ¿podemos empezar otra vez? —Miré a Pransky, para solicitar su permiso tanto como el de Zebra—. ¿Y si os digo lo que pienso y partimos de ahí?
—Me parece bastante razonable —respondió el pequeño experto en seguridad.
Respiré hondo, consciente de que me estaba comprometiendo más que en cualquier otro momento desde mi llegada. Pero en aquel momento tenía que hacerlo.
—Estáis trabajando para Reivich —dije—. Los dos.
Pransky miró a Zebra.
—Mencionó antes ese nombre. No sé a quién se refiere.
—No pasa nada —dijo Zebra—. Yo sí.