Ciudad abismo (66 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Ciudad abismo
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Había visto otra cara en el cristal, otra cara que conocía de pie junto a Reivich.

Ella se había borrado las marcas superficiales, pero la estructura ósea subyacente estaba bastante intacta y su expresión resultaba muy familiar.

Había visto a Zebra.

—Sigo esperando —dijo Chanterelle—. Tengo mis límites y ese significativo ceño tuyo empieza a poder con ellos, ¿sabes?

—Lo siento. Es solo que… —me di cuenta de que fruncía el ceño de nuevo—. Casi creo que podría gustarte tal como soy.

—No tientes tu suerte, Tanner. Hace tan solo un par de horas me apuntabas con una pistola. La mayoría de las relaciones que empiezan así suelen ir a peor.

—Normalmente estaría de acuerdo contigo. Pero resulta que tú también me apuntabas con una pistola y que la tuya era bastante más grande que la mía.

—Mmmm, quizá —no parecía muy convencida—. Pero si vamos a seguir adelante (y tómatelo como quieras), será mejor que empieces a explicarme ese oscuro y misterioso pasado tuyo. Aunque haya cosas que realmente no quieres que sepa.

—Bueno, de esas tengo bastantes, te lo puedo asegurar.

—Entonces sácalas a la luz. Para cuando lleguemos a mi casa quiero saber por qué iba a morir ese hombre. Y, si fuera tú, intentaría con todas mis fuerzas persuadirme de que se lo merecía, fuera quien fuera. De lo contrario, puede que empieces a perder mi estima.

El coche caía y se balanceaba, pero aquellos movimientos ya no me producían ningún mareo.

—Se merece morir —respondí—. Pero no puedo decir que sea un hombre malvado. Si yo hubiera estado en su lugar, habría hecho exactamente lo mismo que hizo él. —Salvo que lo habría hecho como un profesional, pensé, y no habría dejado a nadie vivo después.

—Mmm, mal comienzo, Tanner. Pero, por favor, continúa.

Pensé en contarle a Chanterelle la versión aséptica de la historia… hasta que me di cuenta de que no existía tal cosa. Así que le hablé sobre mis tiempos de soldado y cómo había entrado en la órbita de Cahuella. Le conté que Cahuella era un hombre poderoso y cruel, pero no realmente malvado, ya que también era leal y de confianza. No era difícil respetarlo y querer ganarse a cambio su respeto. Supongo que había algo primitivo en nuestra relación: él era un hombre que buscaba la excelencia en todo lo que lo rodeaba; en sus propiedades, en los equipos que reunía, en la forma en que escogía a sus compañeras de cama, como Gitta. También deseaba la excelencia de sus empleados. Yo me consideraba un buen soldado, guardaespaldas, hombre de armas, asesino; me valía cualquier etiqueta. Pero solo con Cahuella podía medir mi excelencia frente a cualquier tipo de absoluto.

—¿Un hombre malvado, pero no un monstruo? —preguntó Chanterelle—. ¿Y esa era razón suficiente para que trabajaras para él?

—También pagaba muy bien.

—Cabrón mercenario.

—Y había algo más. Yo le resultaba valioso porque tenía experiencia. Él no estaba dispuesto a arriesgarse a perder esa sabiduría poniéndome en situaciones de peligro indebido. Así que la mayor parte del trabajo que hacía para él era básicamente como asesor, casi nunca tenía que llevar un arma. Teníamos guardaespaldas de verdad para eso; versiones más jóvenes, más en forma y más estúpidas de mí mismo.

—¿Y qué tiene que ver en todo esto el hombre al que viste en Escher Heights?

—El nombre del hombre es Argent Reivich —dije—. Solía vivir en Borde del Firmamento. Su familia goza de una posición bastante buena por allí.

—También es un apellido antiguo en la Canopia.

—No me sorprende. Si Reivich ya tenía contactos aquí le resultaría fácil infiltrarse con rapidez en la Canopia, mientras que yo seguía hundido en el Mantillo.

—Te estás adelantando. ¿Qué trajo aquí a Reivich? ¿Y a ti, ya que estamos?

Le conté que las armas de Cahuella habían caído en manos equivocadas y que aquellas manos las habían usado contra la familia de Reivich. Le conté cómo Reivich había seguido el rastro de las armas hasta dar con mi jefe y su decisión de vengarse.

—Eso es bastante honorable por su parte, ¿no crees?

—Eso no se lo discuto —contesté—. Pero si yo lo hubiera hecho, me habría asegurado de que todos murieran. Ese fue su error; el único que no puedo perdonarle.

—¿No puedes perdonar que te dejara vivo?

—No fue un acto de piedad, Chanterelle. Todo lo contrario. El cabrón quería que sufriera por haberle fallado a Cahuella.

—Lo siento, pero tu lógica es un poquito demasiado tortuosa para mí.

—Mató a la mujer de Cahuella… a la mujer que yo debía proteger. Después nos dejó a Cahuella, a Dieterling y a mí vivos. Dieterling tuvo suerte, parecía muerto. Pero Reivich nos dejó vivos a Cahuella y a mí aposta. Quería que Cahuella me castigara por dejar morir a Gitta.

—¿Y lo hizo?

—¿Si hizo qué?

Ella parecía a punto de perder la paciencia conmigo.

—¿Te hizo algo Cahuella después?

La pregunta parecía bastante fácil de responder. No, claro que no lo había hecho… porque Cahuella había muerto después. Sus heridas habían acabado por matarlo, aunque no habían parecido especialmente peligrosas en aquellos momentos.

Entonces, ¿por qué me resultaba tan difícil responder a Chanterelle? ¿Por qué se me trababa la lengua al intentar decir lo obvio y algo más me venía a la cabeza? Algo que me hacía dudar de que Cahuella hubiera muerto…

—Nunca llegó a eso —dije finalmente—. Pero tuve que vivir con mi vergüenza. Supongo que eso ya es suficiente castigo de por sí.

—Pero no tenía que haber sucedido así; no desde la perspectiva de Reivich.

Estábamos atravesando una parte de la Canopia que parecía un mapa sólido de alveolos en un pulmón: glóbulos que se ramificaban sin parar, con puentes de filamentos oscuros que podían haber sido de sangre coagulada.

—¿Cómo podría haber sido de otra forma? —pregunté.

—Quizá Reivich te dejara vivo porque no tenía nada personal contra ti. Sabía que solo eras un empleado y que su problema era Cahuella y no tú.

—Bonita idea.

—Y puede que sea la correcta. ¿Se te ha ocurrido que no tienes por qué matar a ese hombre? ¿Que puede que le debas la vida?

Empezaba a cansarme de los derroteros que tomaba la discusión.

—No, no se me ha ocurrido… por la simple y pura razón de que es completamente irrelevante. No me importa lo que Reivich pensara de mí cuando decidió dejarme vivo, ya fuera por castigarme o por piedad. No importa en absoluto. Lo que importa es que mató a Gitta y que le juré a Cahuella que vengaría su muerte.

—Vengaría su muerte —Chanterelle sonrió sin ganas—. Es todo tan convenientemente medieval, ¿no? Honor feudal y vínculos de confianza. Juramentos de lealtad y venganza. ¿Has mirado el calendario últimamente, Tanner?

—No intentes entender esto, Chanterelle.

Ella sacudió la cabeza con vehemencia.

—Si lo hiciera empezaría a preocuparme por mi salud mental. ¿Para qué demonios has venido hasta aquí? ¿Para satisfacer una promesa ridícula, un ojo por ojo?

—Ahora que lo dices así, no veo que sea especialmente gracioso.

—No, no es nada gracioso, Tanner. Es trágico.

—Puede que para ti.

—Para cualquiera con un ángstrom de objetividad. ¿Te das cuenta del tiempo que habrá pasado cuando regreses a Borde del Firmamento?

—No me trates como a un niño, Chanterelle.

—Responde la puta pregunta.

Suspiré y me pregunté cómo habría dejado que las cosas se escaparan tanto de mi control. ¿Había sido nuestra amistad solo una anomalía? ¿Una desviación del estado natural de las cosas?

—Al menos tres décadas —contesté, como si el tiempo que expresaba no tuviera ninguna importancia, como si se tratara de semanas—. Y, antes de que me lo preguntes, soy perfectamente consciente de todas las cosas que pueden haber cambiado en ese tiempo. Pero no las importantes. Esas ya han cambiado y, por mucho que lo desee, no volverán atrás. Gitta está muerta. Dieterling está muerto. Mirabel está muerto.

—¿Qué?

—He dicho que Cahuella está muerto.

—No, no lo has hecho. Has dicho que Mirabel está muerto.

Observé la ciudad deslizarse junto a nosotros mientras me hervía la mente y me preguntaba en qué clase de estado me encontraría para tener semejante desliz. No era el tipo de error que podías achacar fácilmente a la fatiga. Estaba claro que el virus de Haussmann me producía un efecto peor de lo que me había atrevido a asumir; había pasado de infectar mis horas de vigilia con fragmentos de la vida y milagros de Sky a interferir con las hipótesis más básicas sobre mi propia identidad, minando la percepción que tenía de mí mismo. Los Mendicantes me habían dicho que su terapia desgastaría el virus en poco tiempo… pero los episodios de Sky se hacían cada vez más insistentes. Y, ¿por qué iba a molestarse el virus de Haussmann en hacerme confundir los sucesos que habían ocurrido en mi propio pasado en vez de en el de Sky? ¿Qué le podía importar que confundiera a Mirabel conmigo mismo?

No. No a Mirabel. A Cahuella.

Preocupado, no quería recordar el sueño que había tenido, aquel en el que había estado mirando al hombre sin pie de la sala blanca… intenté recuperar el hilo de la conversación.

—Solo digo que…

—¿Qué?

—Solo digo que, cuando regrese, no espero encontrarme lo que dejé. Pero no será peor. La gente que me importaba ya está muerta.

El virus Haussmann me estaba jodiendo de verdad.

Comenzaba a ver a Sky como si fuera yo y Tanner Mirabel empezaba a convertirse en… ¿qué? ¿Una tercera persona que realmente no era yo?

Recordaba mi confusión en casa de Zebra, después de haber repetido una y otra vez la partida de ajedrez en mi cabeza. A veces parecía ganar y a veces parecía perder.

Pero siempre era la misma partida.

Aquello debía haber sido el comienzo. El desliz solo significaba que el proceso había ido un paso más allá de mis sueños, como el virus Haussmann.

Inquieto, intenté volver a recuperar el hilo.

—Solo digo que cuando vuelva no espero encontrarme lo que dejé. Pero no será peor. La gente que me importaba ya estaba muerta cuando me fui.

—Creo que tiene que ver con la satisfacción —respondió ella—. Como en los antiguos experienciales, en los que el noble tira su guante y dice que exige una satisfacción. Así es como funcionas. Al principio, cuando solía permitirme aquellos experienciales, me parecía algo absurdo. Pensaba que resultaba demasiado cómico como para ser una parte real de la historia. Pero me equivocaba. No es solo que formara parte de la historia. Todavía sigue vivo y coleando, reencarnado en Tanner Mirabel. —Se había vuelto a colocar la máscara de gato, lo que servía para centrar la atención en la sonrisa burlona de su boca, una boca que de repente deseaba besar, aunque sabía que el momento (si es que alguna vez había existido) había desaparecido para siempre—. Tanner exige una satisfacción. Y va a hacer lo que sea necesario para conseguirla. No importa lo absurdo que sea. No importa que sea estúpido, ni que no tenga sentido, ni lo gilipollas que pueda acabar pareciendo.

—Por favor, no me insultes, Chanterelle. No por algo en lo que creo.

—No tiene nada que ver con creencias, zoquete pretencioso. Es solo tu estúpido orgullo masculino. —Sus ojos se convirtieron en rendijas y la voz adquirió un tono vengativo que yo conseguí seguir encontrando atractivo, oculto en un lejano lugar desde el que observaba nuestra discusión como si fuera un observador neutral—. Dime algo, Tanner. Un pequeño detalle que todavía no me has explicado.

—Solo lo mejor para ti, pequeña niña rica.

—Oh, muy incisivo. No abandones tu trabajo para dedicarte a los enfrentamientos dialécticos, Tanner, o puede que el ingenio de tus estocadas acabe con todos nosotros.

—Estabas a punto de preguntarme algo.

—Es sobre ese jefe tuyo, Cahuella. Estaba deseando ir en busca de Reivich él mismo cuando supo que se movía en dirección sur hacia la… ¿cómo la has llamado? ¿La Casa de los Reptiles?

—Sigue —dije con irritación.

—Entonces, ¿por qué no pensó Cahuella que debía acabar el trabajo? Seguro que cuando Reivich mató a Gitta convirtió el asunto en algo mucho más personal para Cahuella. Digamos que era más un caso de (¿me atreveré a decirlo?), satisfacción.

—Termina de una vez.

—Me pregunto por qué estoy hablando contigo y no con Cahuella. ¿Por qué no vino él hasta aquí?

Se me hacía difícil responder, al menos de forma que me resultara convincente. Cahuella había sido un hombre duro, pero nunca un soldado. Había habilidades que yo había aprendido hasta hacerlas instintivas y de las que Cahuella carecía… y le hubiera costado toda una vida aprenderlas. Conocía las armas, pero en realidad no conocía la guerra. Sus conocimientos sobre tácticas y estrategia eran estrictamente teóricos (jugaba bien y comprendía las sutilezas de las reglas), pero nunca se había visto lanzado al suelo por la conmoción de un obús, tembloroso como una medusa en la arena. Experiencias como aquella no tenían por qué hacerte mejor persona… aunque sí te cambiaban. Pero ¿acaso aquellas desventajas lo hubieran detenido? Después de todo, no se trataba de una guerra. Y tampoco es que yo hubiera ido muy bien equipado para el trabajo. Daba que pensar, pero me resultaba difícil apartar la idea de que Cahuella ya lo habría logrado.

Así que, ¿por qué había ido yo y no él?

—Le hubiera resultado difícil salir del planeta —dije—. Era un criminal de guerra. Su libertad de movimiento estaba restringida.

—Habría encontrado la forma —respondió Chanterelle. Lo más inquietante era que ella llevaba razón. Y era lo último en lo que quería pensar—. Ha sido un placer conocerte, Tanner. Creo.

—Chanterelle, no…

Cuando la puerta del teleférico nos separó, la vi sacudir la cabeza, con un rostro inexpresivo bajo aquella máscara de felina indiferencia. Su teleférico se elevó y se alejó con una serie de ruidos de alas batiendo, apuntalados por los crujidos musicales de los cables al tensarse y soltarse como catgut.

Al menos había resistido la tentación de tirarme al Mantillo.

Pero me había dejado en una parte de la Canopia que no conocía. ¿Qué es lo que esperaba yo? Supongo que en algún lugar de mi cabeza había pensado que podríamos acabar compartiendo cama al final de la tarde. Teniendo en cuenta que habíamos comenzado nuestra relación a punta de pistola e intercambiando amenazas, habría sido una cosa inesperada. Y ella era bastante bella (menos exótica que Zebra; quizá menos segura de sí misma), un rasgo que sin duda había sacado el protector que llevo dentro. Se me hubiera reído a la cara de haberlo oído (estúpido orgullo masculino) y, por supuesto, hubiera llevado toda la razón. Y qué. Me gustaba, y si necesitaba justificación para sentirme atraído por ella, no importaba mucho lo irracional que fuera.

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