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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (65 page)

BOOK: Ciudad abismo
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—Hay cambios —dijo tras mesarse la barbilla varios minutos e internarse más en el ojo flotante—. Cambios genéticos profundos… pero no veo las firmas normales del trabajo de los Maestros.

—¿Firmas?

—Información de derechos de autor, codificada en pares de base redundantes. Probablemente los cortasangres no nos robaron las secuencias a nosotros en este caso, porque de ser así quedarían restos residuales del diseño de los Maestros Mezcladores. —Sacudió la cabeza para enfatizar sus palabras—. No; este trabajo no se originó en Yellowstone. Es bastante sofisticado, pero…

Me levanté del sofá y me limpié una lágrima de irritación de la mejilla.

—¿Pero qué?

—Seguramente no sea lo que pediste. —Bueno, eso ya lo sabía porque, para empezar, nunca había pedido nada. Pero emití los ruiditos de sorpresa y enfado adecuados porque sabía que el Maestro Mezclador disfrutaría con mi sobresalto ante el timo de los cortasangres—. Conozco el tipo de genes homeóticos necesarios para una pupila de gato y no veo cambios importantes en ninguna de las regiones cromosómicas correctas. Pero sí veo cambios en otros sitios, en las partes que no deberían haber sido tocadas.

—¿Puedes ser más específico?

—No de forma inmediata. No me ayuda el que las frecuencias sean fragmentarias en casi todas las cadenas. Los cambios específicos del ADN suelen insertarse mediante un retrovirus, uno que habríamos diseñado nosotros (o los cortasangres) y que estaría programado para efectuar las mutaciones correctas para la transformación deseada. En tu caso —continuó—, el virus no parece haberse copiado de forma eficaz. Hay muy pocas cadenas intactas en las que los cambios se expresen en su totalidad. Es algo ineficaz y puede que explique por qué los cambios no han empezado a modificar la estructura general de tus ojos. Pero tampoco es que no lo haya visto antes. Si de verdad se trata de un trabajo de los cortasangres, puede que signifique que usan técnicas que desconocemos.

—Y eso no es bueno, ¿verdad?

—Al menos cuando nos robaban las técnicas a nosotros había cierta garantía de calidad o de que no serían muy peligrosas —se encogió de hombros—. Ahora, me temo que no existe tal garantía. Me imagino que ya habrás comenzado a lamentar esa visita. Pero es demasiado tarde para lamentarse.

—Gracias por tu comprensión. Supongo que si puedes localizar los cambios, también podrás deshacerlos, ¿no?

—Eso será mucho más difícil que hacerlos. Pero podría conseguirse, por un precio.

—No me sorprende.

—Entonces, ¿necesitarás nuestros servicios?

Caminé hacia la puerta y dejé que Chanterelle pasara delante de mí.

—Me aseguraré de hacértelo saber, créeme.

No estaba seguro de cómo esperaba ella que reaccionara después del examen, si creía que las preguntas del Maestro Mezclador me activarían la memoria y de repente me daría cuenta de qué les pasaba a mis ojos y de cómo habían terminado así. Quizá era eso lo que se imaginaba. Y, solo quizá, yo también lo hacía; quizá me aferrara a la idea de que la naturaleza de mis ojos era algo que se me había olvidado momentáneamente, un aspecto retardado de la amnesia de reanimación.

Pero no había sucedido nada.

No sabía más que antes, pero estaba más inquieto porque había comprobado que estaba pasando algo de verdad y que no podía seguir quitándole importancia al hecho de que mis ojos brillaran en la oscuridad. Tenía que haber algo más. Desde la llegada a Ciudad Abismo cada vez era más consciente de una facultad que nunca antes había tenido: podía ver en la oscuridad, mientras que los demás necesitaban gafas intensificadoras de imagen o dispositivos de infrarrojos. Me había dado cuenta por primera vez (sin realmente ser consciente de ello) al entrar en el edificio en ruinas y mirar hacia arriba para ver la escalera que me había conducido hacia la seguridad y hacia Zebra. No podía haber la luz suficiente como para haber visto lo que vi pero, claro, había tenido otras cosas de las que preocuparme. Más tarde, después de que el teleférico se estrellara contra la cocina de Lorant, me había pasado lo mismo. Había salido a rastras del vehículo y había visto al cerdo y a su esposa mucho antes de que ellos me vieran a mí… aunque yo era el único que no llevaba gafas de visión nocturna. Y, de nuevo, estaba demasiado cargado de adrenalina como para reflexionar sobre el asunto y lo había dejado pasar, aunque para entonces ya no me resultaba tan fácil quitármelo de la cabeza.

Pero en aquel momento sabía que algún cambio genético profundo estaba teniendo lugar en mis ojos y que nada de lo ocurrido hasta entonces había sido cosa de mi imaginación. Quizá los cambios ya hubieran terminado, independientemente del grado de fragmentación genética que había observado el Maestro.

—Te dijera lo que te dijera —dijo Chanterelle—. No era lo que querías oír, ¿verdad?

—No me dijo nada. Tú estabas allí; escuchaste cada palabra de lo que dijo.

—Pensaba que quizá tendría algún sentido para ti.

—Eso esperaba yo, pero no.

Paseamos de camino al área abierta en la que estaba la tetería, mientras la mente me daba vueltas como un volante desenfrenado. Alguien había jugueteado con mis ojos a nivel genético y los había reprogramado de forma extraña. ¿Podría haberlo iniciado el virus de Haussmann? Quizá… pero ¿qué tenía que ver la visión nocturna con Sky? Sky temía la oscuridad; la temía de forma absoluta.

Pero no podía ver en ella.

El cambio no podía haber ocurrido después de la llegada a Yellowstone, a no ser que Dominika lo hubiera hecho mientras me quitaba el implante. Yo había estado consciente, pero lo bastante desorientado como para que pudiera hacerlo. Pero no encajaba. Había experimentado la visión nocturna antes de aquello.

¿Y qué pasaba con Waverly?

Era posible, especialmente desde el punto de vista cronológico. Había estado inconsciente en la Canopia mientras Waverly me instalaba el implante. Aquello le hubiera dado unas cuantas horas para administrarme el tratamiento genético y la aparición de cambios físicos en el ojo. Dado que los cambios podrían considerarse una especie de crecimiento controlado, no parecía suficiente tiempo; pero quizá sí lo fuera, ya que la zona de células afectadas era relativamente pequeña y no un órgano importante ni una región grande de la anatomía. Y, de repente, vi que era, al menos, posible desde el punto de vista de la motivación. Waverly trabajaba para ambos bandos y había informado a Zebra sobre mí para darme una oportunidad deportiva de sobrevivir al juego. ¿Sería también posible que me hubiera dado otra ventaja, la visión nocturna?

Era posible, sí. Hasta resultaba reconfortante.

Pero no estaba dispuesto a creérmelo.

—Querías echarle un vistazo a Matusalén —dijo Chanterelle mientras señalaba hacia el gran acuario de bordes metálicos que había visto antes—. Bueno, ahora es tu oportunidad.

—¿Matusalén?

—Ya lo verás.

Me abrí paso a empujones a través de la muchedumbre que rodeaba el acuario. Lo cierto es que no necesité empujar mucho. La gente tendía a apartarse de mi camino incluso antes de que los mirara a los ojos, con la misma expresión de insulto arrogante que había visto en la cara del Maestro Mezclador. Simpatizaba con ellos.

—Matusalén es un pez —dijo Chanterelle tras unirse a mí junto al cristal verde ahumado—. Uno muy grande y muy viejo. De hecho, es el más viejo.

—¿Cuántos años tiene?

—Nadie lo sabe, salvo que es al menos de la era amerikana. Eso hace que sea bastante más viejo que cualquier otro organismo vivo del planeta, con la posible excepción de unos cuantos cultivos bacterianos.

La carpa, enorme e hinchada, increíblemente anciana, llenaba el acuario como una vaca marina tomando el sol. Su ojo, grande como un plato, nos observaba con una completa ausencia de sentimientos; como si estuviéramos mirando un espejo ligeramente empañado. Unas cataratas blanquecinas atravesaban el ojo como cadenas de islas en un mar gris pizarra. Sus escamas eran pálidas y casi incoloras, y lo único que estropeaba el distendido volumen de su cuerpo eran las extrañas protuberancias y lagunas de carne enferma. Las agallas se abrían y cerraban con una lentitud que sugería que lo único que animaba al pez era el movimiento de las corrientes del acuario.

—¿Cómo es que Matusalén no murió como las otras carpas?

—Quizá le rehicieron el corazón o le dieron otros corazones o uno mecánico. O quizá simplemente no necesite mucho un corazón. Creo entender que hace mucho frío ahí dentro. El agua está casi helada, así que le meten algo en la sangre para mantenerla líquida. Su metabolismo es lo más lento posible sin llegar a pararlo. —Chanterelle tocó el cristal y los dedos dejaron una huella de escarcha en el frío—. Pero lo adoran. Los viejos lo adoran. Piensan que si entran en contacto con él tocando el cristal se aseguran su propia longevidad.

—¿Y qué hay de ti, Chanterelle?

Ella asintió.

—Una vez lo hice, Tanner. Pero, como todo, es solo una fase que se acaba superando.

Miré de nuevo al ojo de espejo y me pregunté lo que Matusalén habría visto en todos sus años de vida y si alguno de los datos se habrían filtrado hasta lo que pasaba por la memoria en un pez viejo e hinchado. En algún lugar había leído que los peces de colores tenían memorias excepcionalmente cortas; que eran incapaces de recordar algo durante más de unos segundos.

Ya había tenido bastantes ojos por un día; hasta los ojos ignorantes e inconscientes de una carpa inmortal y venerada. Así que bajé la vista por un momento, bajo la curva colgante de la mandíbula de Matusalén, hacia la vacilante penumbra verde botella del otro lado del acuario, donde una docena de caras se apretaba contra el cristal.

Y entonces vi a Reivich.

Era imposible, pero allí estaba; de pie, casi en frente de mí, al otro lado del acuario, con una expresión de calma suprema, como si se hubiera perdido en la contemplación del antiguo animal que estaba entre nosotros. Matusalén movió una aleta (un movimiento indescriptiblemente lánguido) y la corriente hizo que la cara de Reivich girara y se distorsionara. Cuando el agua se calmó, me atreví a imaginar que solo vería a uno de los lugareños con el mismo conjunto de genes de sosa belleza aristocrática.

Pero cuando el agua dejó de moverse, seguía mirando a Reivich.

Él no me había visto; aunque estábamos uno frente al otro, su mirada no se había cruzado con la mía. Yo desvié la cabeza, pero lo mantuve dentro de mi visión periférica; después metí la mano en el bolsillo para coger la pistola de balas de hielo y casi me sorprendí al darme cuenta de que seguía allí dentro. Quité el seguro.

Reivich seguía allí de pie, sin reaccionar.

Estaba muy cerca. A pesar de lo que le había dicho a Chanterelle antes, me sentía bastante seguro de poder meterle una bala en aquel mismo instante, sin ni siquiera sacar la pistola del escondite del abrigo. Si disparaba tres balas hasta podría evitar la distorsión causada por el agua intermedia; asegurar mi ángulo de tiro. ¿Dejarían las balas la pistola con la suficiente velocidad inicial como para atravesar dos capas de cristal blindado y el agua entre ellas? No podía saberlo y quizá fuera una pregunta teórica. Había otra cosa estorbándome en el ángulo desde el que quería disparar a Reivich.

No podía matar a Matusalén, ¿no?

Claro que sí. Era solo cuestión de apretar el gatillo y liberar a la carpa gigante de cualquier simplista estado mental en el que estuviera, seguramente nada lo bastante sofisticado como para considerarlo miseria, seguro. No sería un crimen más atroz que estropear una valiosa obra de arte.

El ciego cuenco de plata del ojo de Matusalén atrajo mi mirada.

No podía hacerlo de ninguna manera.

—Mierda —dije.

—¿Qué pasa? —preguntó Chanterelle, casi bloqueándome mientras yo me apartaba del lateral de cristal y me introducía entre los empujones de la gente que estiraba el cuello para vislumbrar al pez de fábula.

—Acabo de ver a alguien. Al otro lado de Matusalén. —Tenía la pistola medio sacada del bolsillo; solo hubiera hecho falta que alguien me echara un simple vistazo para que supiera lo que iba a hacer.

—Tanner, ¿estás loco?

—Es muy probable que sufra varios tipos de locura —respondí—. Pero me temo que eso no cambia nada. Estoy muy contento con mi estado delirante actual.

Y entonces, como si paseara tranquilamente, comencé a rodear el acuario mientras el sudor de la palma de mi mano empapaba el metal de la pistola. La saqué un poco del bolsillo con la esperanza de que el gesto pareciera casual, como si alguien se sacara una pitillera, pero se detuviera antes de completar la acción, como si algo lo hubiera distraído.

Di la vuelta a la esquina.

Reivich se había ido.

28

—Ibas a matar a alguien —dijo Chanterelle mientras su teleférico nos llevaba a casa saltando de rama en rama y balanceándose a través de la vegetación de coral con forma de cerebro y cubierta de farolas de la Canopia, con el Mantillo colgado debajo, todo a oscuras salvo por las manchas de algunas hogueras.

—¿Qué?

—Tenías la pistola medio sacada del bolsillo como si fueras a usarla. No de la forma en que me la enseñaste a mí, no como amenaza, sino como si no fueras a decir ni una palabra antes de apretar el gatillo. Como si fueras a ir hasta esa persona, disparar e irte tan tranquilo.

—No tendría mucho sentido mentirte, ¿verdad?

—Tienes que empezar a hablar conmigo, Tanner. Tienes que empezar a contarme algo. Dijiste que no me gustaría la verdad porque complicaría las cosas. Bueno, créeme, esto ya es lo bastante complicado. ¿Estás dispuesto a dejar caer la máscara o vamos a tener que seguir con este juego?

Yo seguía reviviendo todo el incidente en la cabeza. Aquella cara era la de Argent Reivich y había estado de pie tan solo a unos metros de mí, en un lugar público.

¿Era posible que me hubiera visto desde el primer momento y que fuera mucho más listo de lo que yo me imaginaba? Si me había reconocido, podría haberse alejado de la zona en dirección opuesta mientras yo caminaba hacia Matusalén. Había estado demasiado concentrado en la idea de que estuviera frente al cristal como para prestar atención a la gente que se marchaba. Así que era posible, sí. Pero si aceptaba que Reivich había notado mi presencia desde el principio, se abría toda una serie de preguntas mucho más perturbadoras. ¿Por qué se había quedado allí si ya me había visto? Y, ¿cómo nos habíamos encontrado con tanta facilidad? En aquellos momentos ni siquiera lo estaba buscando; solo estaba reconociendo el terreno antes de iniciar el verdadero trabajo de cerrar la red. Como si aquello no me bastara, al revisar en mi mente los pocos segundos entre el momento en el que había descubierto a Reivich y el momento en el que me había dado cuenta de su marcha, me percaté de que había pasado algo más. Había visto algo o a alguien, pero mi mente lo había reprimido para centrar mi atención en el asesinato inminente.

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