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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (75 page)

BOOK: Ciudad abismo
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—No sé cómo me las he apañado sin tus brillantes e ingeniosos comentarios, Mirabel —dijo Quirrenbach con un suspiro de resignación—. Y, por cierto, aunque no sea asunto tuyo, la sinfonía se va desarrollando de forma espléndida, gracias.

—¿No era una tapadera?

—Pregúntamelo dentro de cien años.

—Si vamos a hablar sobre gente que duda en matar a otra gente —intervino Voronoff—, puede que surja tu nombre, Mirabel. Podrías haberme derribado cuando nos encontramos por primera vez junto a Matusalén. Me sorprende que ni siquiera lo intentaras. Y no me digas que había un pez en medio. Puede que seas muchas cosas, Mirabel, pero no te considero un sentimental.

Llevaba razón, había dudado, aunque prefería no admitirlo. En otra vida (o, al menos, en otro mundo), hubiera derribado a Reivich (o a Voronoff) casi antes de que mi mente registrara su presencia. No habría tenido lugar ningún debate ético sobre el valor de un pez inmortal.

—Quizá supiera que no eras mi hombre —dije.

—Y también puede que no tuvieras el valor necesario. —Estaba oscuro, pero pude ver el rápido reflejo de la sonrisa de Quirrenbach—. Conozco tu pasado, Mirabel. Todos lo conocemos. Una vez fuiste bastante bueno, allá en Borde del Firmamento. El problema es que no supiste retirarte a tiempo.

—Si estoy tan acabado, ¿por qué me tratáis con tanta atención?

—Porque eres una mosca —respondió Voronoff—. Y a veces hace falta aplastarlas.

El vehículo se preparó al acercarnos; una puerta se abrió en un lateral, como si se tratara de una lengua babeante con unos lujosos escalones incrustados en la superficie interna. Un par de gorilas tapaban la puerta, armados con rifles de tamaño indecente. Cualquier intención de ofrecer resistencia se desvaneció en ese momento. Eran profesionales. Tenía la sensación de que ni siquiera me permitirían la dignidad de dejarme saltar por la borda; que si lo intentaba me meterían un par de balas en la columna en pleno descenso.

—¿Adónde vamos? —pregunté, no muy seguro de querer conocer la respuesta, ni de si podía esperar una respuesta sincera.

—Al espacio —respondió Quirrenbach—. Para una reunión con el señor Reivich.

—¿Al espacio?

—Siento decepcionarte, Mirabel. Pero Reivich no está en Ciudad Abismo. Has estado persiguiendo sombras.

33

Miré a Zebra. Ella me miró. Ninguno de los dos dijo nada.

El vehículo en el que los gorilas nos escoltaban apestaba a nuevo y los adornos de piel exudaban suntuosidad. Había un compartimento trasero aislado con seis asientos y una mesa central con forma de montículo, con suave música ambiental y elegantes diseños de neón grabados en el techo. Voronoff y uno de los gorilas se sentaban frente a nosotros, con las armas preparadas. Quirrenbach y el otro hombre entraron en el compartimento delantero, visibles solo como sombras ahumadas a través de la división.

El coche se elevó suavemente, con unos ligeros toques de los brazos del techo, como si alguien hiciera ganchillo a gran velocidad.

—¿Qué ha querido decir con «al espacio»? —pregunté.

—A un lugar llamado Refugio. Uno de los carruseles orbitales superiores —respondió Voronoff—. No es que te suponga gran diferencia. Quiero decir que no es que te hayas unido a la excursión por gusto, ¿no?

Alguien me había mencionado antes la existencia de Refugio, pero no terminaba de ubicar la referencia.

—¿Qué pasará cuando lleguemos?

—Eso lo decidirá Reivich y ya te lo hará saber. Puedes llamarlo negociación, si quieres. Pero no esperes encontrar muchas fichas de juego en la mesa, Mirabel. Por lo que he oído, te has quedado sin blanca.

—Todavía me quedan algunos ases en la manga. —Pero sonaba tan convincente como un vagabundo borracho presumiendo de sus proezas sexuales. A través de las ventanas laterales podía ver la masa cristalina de Escher Heights quedarse atrás y, dato importante, también vi el otro coche, el vehículo que no pertenecía a Zebra, desplegar sus brazos al máximo y comenzar a seguirnos a una distancia educada.

—¿Y ahora qué? —pregunté sin hacer caso al gorila—. Se acabó tu juego, Voronoff. Vas a tener que buscarte otra fuente de placer.

—No es por placer, idiota. Es por dolor. —Se inclinó hacia delante e impuso su masa sobre la mesa. Parecía Reivich, pero su lenguaje corporal y su forma de hablar no eran las correctas. No había ni rastro de acento de Borde del Firmamento y su fisicidad no encajaba con la aristocracia de Reivich—. Es por el dolor —repitió—. Porque es el dolor lo que evita. ¿Lo entiendes?

—La verdad es que no, pero sigue.

—Normalmente no sueles pensar en el aburrimiento como en algo parecido al dolor. Eso es porque solo te has visto expuesto a él en dosis relativamente pequeñas. No conoces su verdadera naturaleza. La diferencia entre el aburrimiento que tú conoces y el que yo conozco es como la que existe entre tocar la nieve y poner la mano en un barril de nitrógeno líquido.

—El aburrimiento no es un estímulo, Voronoff.

—No estoy tan seguro —respondió él—. Después de todo, hay una parte del cerebro humano responsable de la sensación a la que llamamos aburrimiento. Eso no puedes negarlo. Y lo lógico es que la active algún estímulo externo, como ocurre con los centros cerebrales encargados del gusto o el oído —levantó una mano—. Me anticipo a tu siguiente argumento. Es uno de mis talentos, ¿sabes?, la anticipación. Se podría decir que es un síntoma de mi condición. Soy una red neural que está tan bien adaptada a sus entradas de información que no ha evolucionado desde hace años. Pero, volviendo al tema en cuestión, está claro que ibas a decir que el aburrimiento es una ausencia de estímulo, no la presencia de uno en concreto. Yo digo que no hay diferencia; que el vaso está medio lleno y medio vacío. Tú oyes silencio entre notas; yo oigo música. Tú ves un patrón de negro sobre blanco; yo veo un patrón de blanco sobre negro. De hecho, es algo más… veo ambas cosas. —Volvió a sonreír, como un maníaco que hubiera estado encadenado durante años en una mazmorra y mantuviera una profunda conversación con su propia sombra—. Lo veo todo. No se puede evitar cuando se alcanza… ¿Cómo llamarlo? ¿La profundidad de mi experiencia?

—Estás bastante loco, ¿verdad?

—He estado loco —respondió Voronoff, que al parecer no se lo había tomado como un insulto—. He atravesado la locura y he salido al otro lado. Ahora estar loco me aburriría tanto como la cordura.

Por supuesto, yo sabía que no estaba loco… al menos, no de atar. Si así fuera, no le hubiera servido a Reivich como cebo. Voronoff tenía que tener cierta comprensión residual de la realidad. Su estado mental no se parecía a nada que yo hubiera experimentado (y eso que yo sí que conocía el aburrimiento), pero sería letal asumir que había perdido sus facultades mentales.

—Podrías acabar con todo —dije, deseoso de ayudar—. No debe ser muy difícil preparar un suicidio en una ciudad como esta.

—La gente lo hace —dijo Zebra—. Personas como Voronoff. No lo llaman suicidio, claro. Pero, de repente, sienten un interés malsano por actividades con muy baja probabilidad de supervivencia, como zambullirse en un gigante de gas o pasarse a saludar a los Amortajados.

—¿Por qué no, Voronoff? —me tocaba sonreír a mí—. No, espera. Casi lo hiciste, ¿verdad? Al hacerte pasar por Reivich. Esperabas que te matara, ¿verdad? Una forma de librarte del dolor con cierta dignidad. El viejo y sabio inmortal derribado por un matón de fuera de la ciudad, solo por haber adoptado el aspecto de un fugitivo asesino, ¿no?

—¿Sin balas? Sería un truco digno de ver, Mirabel.

—Buena observación.

—Salvo que —intervino Zebra— te diste cuenta de que te gustaba demasiado.

Voronoff la miró con odio mal disimulado.

—¿Que me gustaba demasiado el qué, Taryn?

—Que te cazaran. Lo cierto es que aliviaba el dolor, ¿verdad?

—Qué sabrás tú del dolor.

—No —dije yo—. Sé sincero, Voronoff. Ella lleva razón, ¿no? Por primera vez en años recordaste lo que era vivir. Por eso comenzaste a correr riesgos estúpidos… para mantener viva esa emoción. Pero nada era lo bastante bueno, ¿no es así? Ni siquiera saltar al abismo resultó lo suficientemente divertido.

Nos miró con un renovado entusiasmo.

—¿Te han cazado alguna vez? ¿Tienes idea de lo que se siente?

—Me temo que he tenido ese placer —contesté—. Y hace muy poco, además.

—No estoy hablando de tus pequeños juegos de caza —respondió Voronoff escupiendo las palabras con desprecio—. Basura persiguiendo basura… con excepción de los presentes, por supuesto. Cuando te persiguieron, Mirabel, pusieron las probabilidades tan a su favor que igual podían haberte tapado los ojos y volado los sesos antes de dejarte echar a correr.

—Qué gracioso, en aquellos momentos casi te hubiera dado la razón.

—Pero podría haber sido diferente. Podían haberlo hecho de forma más justa. Dejar que te alejaras más antes de ir a por ti, de modo que tu muerte no fuera absolutamente inevitable. Permitirte encontrar escondrijos y usarlos. Eso hubiera supuesto cierta diferencia, ¿verdad?

—Casi —contesté—. Claro está que quedaría el pequeño problema de que lo hacía en contra de mi voluntad.

—Puede que lo hubieras hecho de forma voluntaria si mereciera la pena. Si hubiera un premio. Si pensaras que podías sobrevivir al juego.

—¿Cuál era tu premio, Voronoff?

—El dolor —dijo—. Su absolución. Al menos, por unos días.

Comencé a responder, creo. Por lo menos, creo que lo hice. Puede que fuera Zebra o puede que fuera el gorila taciturno con la pistola tamaño porra. Lo único que recuerdo con claridad es lo que ocurrió unos segundos después; los momentos intermedios fueron cuidadosamente borrados de mi memoria. Tuvo que haber un pulso de luz y calor, al principio, cuando el otro coche nos disparó. Después tuvo que haber una explosión tan fuerte como para rompernos los tímpanos, cuando la onda expansiva del arma de láser atravesó la cabina despellejada, seguida de una explosión de metal, plástico y compuestos al destriparse el interior del coche en una cálida nube de maquinaria fundida. Después tuvimos que caer, cuando los destrozados brazos del techo, amputados y retorcidos por el ataque, se soltaron de los cables.

Un par de segundos después, nuestra caída se detuvo de forma violenta y fue más o menos entonces cuando recuperé algo parecido a la consciencia normal. Mi primer recuerdo (antes de que llegara el dolor) es que el coche estaba boca abajo, la mesa con forma de montículo colgando del techo y el suelo decorado con neón mostraba un agujero grande y dentado a través del que se veían los límites inferiores de la ciudad (la enconada complejidad del Mantillo) con demasiada claridad y demasiado lejos.

El gorila había desaparecido, aunque su pistola rodaba por el nuevo suelo con el balanceo del coche, mientras éste intentaba ajustarse a su precario equilibrio. La mano del gorila seguía entre nosotros, agarrada a la pistola. La había cortado de cuajo la metralla. Al ver los huesudos detalles de su muñeca recordé la ausencia de mi pie en la tienda, después de la emboscada de la gente de Reivich; la forma en que me había tocado el muñón y después me había llevado la mano empapada de sangre a la cara, rechazando de plano que me hubieran quitado una parte del cuerpo, como una franja de territorio anexionado.

Salvo que, como ya sabía, nada de aquello me había ocurrido a mí.

Zebra y yo habíamos rodado hasta una esquina del compartimento, tirados en un abrazo desordenado. No había ni rastro de Voronoff… ni de ninguna parte de su cuerpo. Empezaron a llegarme oleadas de dolor pero, conforme empezaba a prestarle atención a mi incomodidad, decidí que no era lo bastante aguda como para esconder un hueso roto.

El coche se balanceó y crujió. El silencio era notable, aparte de nuestra respiración y el suave gemido que emitía Zebra.

—¿Tanner? —preguntó, tras abrir los ojos solo un centímetro—. ¿Qué ha pasado?

—Nos han atacado —contesté, y me di cuenta de que ella no había visto ningún otro vehículo; que no había estado esperando nada, mientras que yo me había mantenido en tensión para cuando la intervención se produjera—. Una potente arma de rayos, probablemente. Creo que estamos atascados en la Canopia.

—¿Estamos a salvo? —preguntó ella; se tocó una pierna y después hizo una mueca de dolor—. No; espera. Una pregunta estúpida. Una pregunta realmente estúpida.

—¿Estás herida?

—Mmm… Espera un momento. —Sus ojos, ya de por sí vidriosos, consiguieron parecerlo aún más durante un instante—. No; nada que no pueda esperar unas cuantas horas.

—¿Qué es lo que acabas de hacer?

—Comprobar mi imagen corporal en busca de daños —lo dijo como si no fuera gran cosa—. ¿Qué tal tú, Tanner?

—Sobreviviré. Suponiendo que eso sea posible.

El coche dio un bandazo y se deslizó hacia abajo hasta que algo detuvo su caída, de forma temblorosa. Intenté desviar la mirada del agujero del suelo, pero el Mantillo parecía todavía más lejos que antes, como un callejero que alguien sujetara con los brazos abiertos. Unas cuantas de las extremidades inferiores fusionadas de la Canopia se cruzaban bajo nosotros, pero eran esqueléticas y estaban deshabitadas; sólo servían para aumentar la sensación de encontrarnos a una altura tremenda. Unas sombras se movieron al otro lado de la división ahumada y el vehículo volvió a moverse.

—Alguien nos rescatará —dijo Zebra—. ¿No?

—Puede que alguien no quiera intervenir en un asunto obviamente privado. —Después, señalé con la cabeza al otro compartimento—. Al menos uno de ellos sigue vivo ahí dentro. Creo que será mejor que nos vayamos antes de que hagan algo de lo que puedan arrepentirse después, como dispararnos.

—¿Irnos adónde, Tanner?

Miré a través del agujero del suelo.

—No es que nos sobren las opciones, ¿no?

—Estás loco.

—Puede —dije; después me arrodillé junto al borde del agujero, extendí los brazos para apoyarlos alrededor del borde y me preparé para meterme por él—. Pero creo que va con el territorio, Zebra.

Bajé por la abertura hasta que pude apoyar los pies en la retorcida superficie superior de la rama de la Canopia en la que estábamos atascados. Era una rama estrecha; estábamos muy cerca de su extremo, en el que se afinaba hasta convertirse en una punta delgada con varios zarcillos, como el corazón de una cebolla. Una vez logré mantener el equilibrio, levanté los brazos y ayudé a Zebra a bajar aunque, dada la gran longitud de sus extremidades, poco la necesitaba.

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