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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (34 page)

BOOK: Ciudad abismo
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—Aparta de mí esa mierda de gusanos…

—Eh —dijo el hombre—. Solo te lo iba a poner un rato, cara culo —se metió el experiencial en el bolsillo del abrigo.

—¿Por qué no lo pruebas tú? —le pregunté.

—Por la misma puta razón que él no quiere que esa mierda se le acerque a la cabeza. No es agradable.

—Tampoco lo es un interrogatorio de la CN.

—Eso es un paseo por el parque en comparación. Solo es dolor —se dio unos suaves golpecitos en el bolsillo del pecho—. Lo que hay aquí puede ser unos nueve millones de veces peor.

—¿Quieres decir que no siempre es igual?

—Claro que no, si no se perdería el factor riesgo. Y de la forma en que funcionan estas cosas, nunca se repite el mismo viaje. A veces son solo los gusanos, a veces tú eres los gusanos… a veces es mucho, mucho peor… —De repente, pareció animarse—. Pero, bueno, hay un mercado para ellos así que, ¿quién soy yo para discutirlo?

—¿Por qué querría la gente experimentar algo así?

Él sonrió al joven.

—Eh, ¿qué es esto? ¿La puta hora de la filosofía? ¿Cómo voy a saberlo? Estamos hablando de la naturaleza humana; ya es una cosa bastante jodida y perversa.

—Dímelo a mí —dije yo.

En el centro de la explanada, elevándose sobre el bazar como un minarete, había una torre muy recargada y rodeada por un reloj de cuatro caras que marcaba la hora de Ciudad Abismo. El reloj acababa de dar las diecisiete del día de veintiséis horas de Yellowstone, y unas figuras animadas vestidas con trajes espaciales surgieron de debajo de la esfera para representar lo que podría ser un complejo ritual pseudorreligioso. Comprobé la hora en el reloj de Vadim (me recordé a mí mismo que se trataba de mi reloj, ya que lo había liberado dos veces) y descubrí que los dos coincidían de forma más o menos aceptable. Si los cálculos de Dominika habían sido correctos, debería estar todavía ocupada con Quirrenbach.

Los herméticos habían logrado pasar ya, junto con los obviamente ricos, pero todavía quedaba mucha gente que mostraba la mirada aturdida de los que acaban de saberse pobres. Quizá solo fueran moderadamente ricos siete años atrás; sin los contactos suficientes para blindarse frente a la plaga. Probablemente en aquellos tiempos no hubiera nadie realmente pobre en Ciudad Abismo, pero siempre había grados de opulencia. A pesar del calor, la gente llevaba ropas pesadas y oscuras, a menudo cargadas de joyas. Las mujeres solían llevar guantes y sombrero, así que sudaban bajo sombreros de ala ancha, velos o chadores. Los hombres vestían gabanes gruesos con los cuellos hacia arriba, con las caras hinchadas bajo sombreros de panamá o boinas amorfas. Muchos llevaban pequeñas cajas de cristal colgadas del cuello, que contenían lo que parecían ser reliquias religiosas, pero que en realidad eran implantes extraídos de sus huéspedes y convertidos en símbolos de antigua riqueza. Aunque había un espectro de distintas edades, no vi a nadie realmente viejo. Quizá los viejos estaban demasiado enfermos para arriesgarse a salir al bazar, pero también recordé lo que Orcagna había dicho sobre el estado de los tratamientos de longevidad en otros mundos. Era totalmente posible que algunas de las personas que estaba viendo tuvieran dos o tres siglos de edad; que llevaran la carga de unos recuerdos que se remontaban a Marco Ferris y la era amerikana. Debían de haber vivido cosas realmente extrañas… pero dudaba que ninguno hubiera visto algo tan extraño como la reciente transfiguración de la ciudad o el colapso de una sociedad cuya longevidad y opulencia debían de haberles parecido incuestionables. No resultaba sorprendente que tanta gente pareciera triste, como si supieran que (a pesar de lo que pudieran mejorar las cosas) los viejos tiempos nunca volverían. Al ver aquella melancolía generalizada, era imposible no sentir cierta empatía.

Comencé a recorrer el camino de vuelta a la tienda de Dominika, pero entonces me pregunté por qué me molestaba.

Había preguntas que quería hacerle a Dominika, pero bien podía dirigírselas a cualquiera de sus rivales. A lo mejor al final tenía que hablar con todos ellos. Lo único que me conectaba a Dominika era Quirrenbach… y aunque había comenzado a tolerar su presencia, sabía en todo momento que tendría que deshacerme de él tarde o temprano. Podría irme en aquellos momentos, dejar la estación, y era muy probable que no volviéramos a encontrarnos.

Me abrí paso hasta llegar al otro extremo del bazar.

Donde debería haber estado la pared más lejana, solo había una apertura desde la que se podían ver los niveles inferiores de la ciudad, detrás de una pantalla perpetua de lluvia sucia que caía desde el lateral de la estación. Una caótica fila de rickshaws esperaba: cajas verticales en equilibrio sobre dos anchas ruedas. Algunos de los rickshaws tenían motores acoplados de vapor o traqueteantes motores de metano. Los conductores ganduleaban indolentes mientras esperaban algún viaje. Otros rickshaws se movían a pedal y muchos parecían antiguos palanquines reconvertidos. Detrás de la fila de rickshaws había otros vehículos más elegantes: un par de máquinas voladoras parecidas a los volantores de Borde del Firmamento, agachadas sobre patines, y tres naves que parecían helicópteros con los rotores doblados para aparcarlos. Una cuadrilla de trabajadores estaba metiendo a un palanquín en uno de ellos, para lo que tenían que inclinarlo en un ángulo poco digno que le permitiera pasar por la entrada. Me pregunté si estaría presenciando un secuestro o un viaje en taxi.

Aunque quizá pudiera haberme permitido los volantores, los rickshaws parecían lo más prometedor. Al menos podría conocer parte del color local de aquella parte de la ciudad, aunque no tuviera ningún destino específico en mente.

Comencé a andar entre la multitud con la mirada decidida y fija en lo que tenía delante.

Entonces, cuando estaba a medio camino, me detuve, me di la vuelta y volví a la tienda de Dominika.

—¿Ha terminado ya el señor Quirrenbach? —le pregunté a Tom. Tom estaba contoneándose al ritmo de la música de sitar y pareció sorprenderse al ver que alguien entraba en la tienda de Dominika sin que él lo coaccionara.

—Señor, no listo… diez minutos. ¿Tienes dinero?

No tenía ni idea de lo que costarían las extracciones de Quirrenbach, pero me imaginé que el dinero conseguido con los experienciales de Grand Teton podría cubrirlo. Separé sus billetes de los míos y los puse sobre la mesa.

—No bastante, señor. Madame Dominika quiere más.

De mala gana, solté uno de mis billetes de menor valor y lo añadí al montón de Quirrenbach.

—Será mejor que merezca la pena —dije—. El señor Quirrenbach es amigo mío, así que si descubro que vais a pedirle más dinero cuando salga, volveré.

—Merece la pena, señor. Merece la pena.

Observé cómo el chico se escabullía por la división de la tienda y se metía en la otra sala, así que pude ver brevemente la forma flotante de Dominika y la larga camilla en la que llevaba a cabo sus negocios. Quirrenbach estaba postrado boca abajo sobre él, desnudo hasta la cintura, con la cabeza envuelta en un telar de sondas de aspecto delicado. Le habían rapado el pelo del todo. Dominika hacía gestos extraños con los dedos, como un titiritero tirando de cuerdas invisibles. Casi por solidaridad, las pequeñas sondas bailaban alrededor del cráneo de Quirrenbach. No había sangre, ni siquiera marcas de punción claras en la piel.

Quizá Dominika era mejor de lo que parecía.

—De acuerdo —dije cuando volvió a salir Tom—. Tengo que pedirte un favor y vale uno de estos —le enseñé uno de los billetes más pequeños que tenía—. Y no digas que te estoy insultando, porque no sabes lo que te voy a pedir.

—Dilo, tipo grande.

Hice un gesto hacia los rickshaws.

—¿Esas cosas van a todas partes de la ciudad?

—Casi todo el Mantillo.

—¿El Mantillo es este barrio? —No hubo respuesta, así que dejé la tienda y él me siguió—. Necesito ir de aquí (sea lo que sea) a un barrio concreto de la ciudad. No sé lo lejos que está, pero no quiero que me timen. Estoy seguro de que tú puedes arreglarlo, ¿verdad? Especialmente ahora que sé donde vives.

—Conseguir buen precio, no preocupes. —Después una idea debió escurrírsele por la cabeza—. ¿No esperas a amigo?

—No… me temo que tengo negocios en otro sitio, como el señor Quirrenbach. No nos volveremos a encontrar durante un tiempo.

Sinceramente, esperaba que fuese cierto.

Una especie de primate peludo proporcionaba fuerza motriz a la mayoría de los rickshaws, un empalme génico humano reajustaba los genes homeóticos de modo que sus patas crecieran más y fueran más rectas de lo normal en los simios. En un canasiano tan rápido que resultaba ininteligible, Tom negoció con otro chico. Casi eran intercambiables, salvo porque el chico nuevo tenía el pelo más corto y quizá fuera un año mayor. Tom me lo presentó como Juan; algo en su relación me hizo pensar que eran viejos socios de negocios. Juan me dio la mano y me escoltó hasta el vehículo más cercano. Ya un poco crispado, miré hacia atrás esperando que Quirrenbach siguiera fuera de combate. No quería tener que justificarme si se levantaba lo bastante pronto como para que Tom le dijera que estaba a punto de salir de la estación. Había algunas cosas difíciles de tragar, y una de ellas era que te dejara plantado el que pensabas que sería tu nuevo compañero de viaje.

De todos modos, quizá pudiera introducir la agonía del rechazo en uno de sus próximos
Meisterwerks
.

—¿Adónde, señor?

Era Juan el que hablaba, con el mismo acento que Tom. Supuse que sería una especie de argot postplaga; un pidgin de rusiano, canasiano, norte y una docena de idiomas más conocidos en la ciudad durante la Belle Époque.

—Llévame a la Canopia —dije—. Sabes dónde está, ¿no?

—Claro —respondió él—. Sé dónde está Canopia, como sé dónde está Mantillo. ¿Piensas que soy idiota, como Tom?

—Entonces puedes llevarme.

—No, señor. Yo puedo no llevarte.

Comencé a sacar otro billete, antes de darme cuenta de que nuestras dificultades de comunicación se debían a algo más básico que la falta de fondos y que yo era el que tenía el problema.

—¿Es la Canopia un barrio de Ciudad Abismo?

El chico respondió con un sufrido asentimiento de cabeza.

—¿Nuevo aquí, eh?

—Sí, soy nuevo. Así que, ¿por qué no me haces un favor y me explicas por qué llevarme a la Canopia está por encima de tus posibilidades?

El billete que había medio sacado me desapareció de la mano, y después Juan me ofreció el asiento trasero del rickshaw como si se tratara de un trono cubierto de lujoso terciopelo.

—Te enseño, amigo. Pero no llevarte allí, ¿comprendes? Para eso necesitar más que rickshaw.

Saltó junto a mí, después se inclinó hacia delante y susurró algo al oído del conductor. El primate comenzó a pedalear y gruñó, probablemente de indignación, ante el resultado de su herencia genética.

La bioingeniería de animales, según supe después, había sido una de las pocas industrias en auge después de la plaga. Explotaba una mina abierta cuando las máquinas sofisticadas comenzaron a fallar.

Como había dicho Quirrenbach no hacía mucho, cuando pasaba algo no siempre era malo para todo el mundo.

Y así fue con la plaga.

La pared perdida servía de punto de entrada y salida para los volantores (y, me imaginé, para otras naves espaciales), pero los rickshaws entraban y salían del área de aparcamiento por medio de un túnel en cuesta y recubierto de hormigón. Las paredes y el techo empapados goteaban espesos fluidos mucosos. Al menos hacía más fresco, y el ruido de la estación se fue quedando atrás, reemplazado por el suave chirrido de los dientes y cadenas que transmitían el pedaleo del mono a las ruedas.

—Eres nuevo aquí —dijo Juan—. No de Ferrisville, ni siquiera de Cinturón de Óxido. Ni siquiera de resto del sistema.

¿Era mi ignorancia tan llamativa como para que la viera hasta un crío?

—Supongo que últimamente no tendréis muchos turistas.

—No, desde malos tiempos, no.

—¿Cómo fue vivir algo así?

—No sé, señor; era solo dos años de edad.

Por supuesto. Había sido hacía siete años. Desde la perspectiva de un niño, realmente hacía toda una vida. Juan, Tom y los otros niños de la calle casi no podían recordar cómo era la vida en Ciudad Abismo antes de la plaga. Aquellos pocos años de riqueza y posibilidades ilimitadas habrían quedado desdibujados con la simplicidad desenfocada de la infancia. Lo único que sabían, lo único que realmente recordaban, era la ciudad tal como era: enorme, oscura y llena de nuevas posibilidades… salvo que eran unas posibilidades basadas en el peligro, el crimen y la anarquía; una ciudad para ladrones, mendigos y aquellos que podían vivir de su ingenio en vez de su clasificación crediticia.

Para mí fue un duro golpe encontrarme en una ciudad así.

Pasamos a otros rickshaws que regresaban a la explanada, con los laterales resbaladizos y brillantes de lluvia. Solo unos cuantos transportaban pasajeros, encorvados y con aspecto huraño bajo sus impermeables, como si prefirieran estar en cualquier otro lugar del universo antes que en Ciudad Abismo. Podía comprenderlos. Estaba cansado, tenía calor, el sudor se me acumulaba en la ropa y la piel me picaba pidiéndome que la lavara. Era muy consciente de mi olor corporal.

¿Qué demonios estaba haciendo allí?

Había perseguido a un hombre durante quince años luz, hasta llegar a una ciudad que se había convertido en una enfermiza perversión de sí misma. El hombre al que perseguía ni siquiera era del todo malvado… hasta yo podía verlo. Odiaba a Reivich por lo que había hecho, pero había actuado como yo en las mismas circunstancias. Era un aristócrata, no un soldado, pero en otra vida (si la historia de nuestro planeta hubiera seguido otro curso) él y yo podríamos haber sido amigos. En aquellos momentos sentía respeto por él, aunque fuera porque había actuado superando todas mis expectativas al destruir el puente de Nueva Valparaíso. Aquella brutalidad fortuita era digna de admiración. Cualquier hombre al que hubiera juzgado de forma tan equivocada se merecía mi respeto.

Y, a pesar de todo, sabía que no tendría ningún escrúpulo en matarlo.

—Creo —dijo Juan— que necesitas lección de historia, señor.

No había conseguido aprender mucho en el
Strelnikov
, pero no me apetecían más historias por el momento.

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