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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (35 page)

BOOK: Ciudad abismo
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—Si piensas que no sé lo de la plaga…

El túnel se iluminó delante de nosotros. No mucho, solo lo bastante para indicar que estábamos a punto de entrar en la ciudad propiamente dicha. La luz que lo inundaba tenía la misma textura color caramelo que había visto desde el behemoth: el color de una luz ya de por sí oscura que se filtraba a través de más oscuridad.

—Plaga llegó, edificios se volvieron locos —dijo Juan.

—Eso ya lo sabía.

—No decirte bastante, señor. —Su sintaxis era rudimentaria, pero sospechaba que sería mejor que cualquier cosa que pudiera decirme el conductor del rickshaw—. Edificios cambiaron muy rápidamente —dijo con expresivos gestos de manos—. Muchos gente se murieron, aplastados o acabaron en paredes.

—No suena muy bien.

—Te enseño gente en pared, señor. No harás más bromas. Cagarás en pantalones. —Viramos bruscamente para esquivar a otro rickshaw, que rozó con el nuestro—. Pero, escucha… edificios cambian más rápido arriba, ¿vale?

—No te sigo.

—Edificios como árbol. Como árbol grande. Pero como árbol grande de otra forma, también. Siempre crecen arriba. ¿Entiendes? —más gestos de manos, como si estuviera dándole forma al perfil de un hongo nuclear.

Quizá sí lo comprendiera.

—¿Estás diciendo que los sistemas de crecimiento se concentraban en la parte superior de las estructuras?

—Sí.

Asentí.

—Claro. Esas estructuras estaban diseñadas para desmantelarse a sí mismas y para crecer más. En cualquier caso, siempre se añadiría o quitaría material de la parte de arriba. Así que el centro nervioso de la maquinaria autorreproductora siempre se elevaría con la estructura. Los niveles inferiores necesitarían menos sistemas; solo los mínimos para ir tirando, para reparar los daños y el desgaste y para los rediseños periódicos.

Era difícil saber si la sonrisa de Juan era para felicitarme (por haberlo averiguado yo solito) o porque se compadecía de que me hubiera costado tanto.

—Plaga llega arriba primero, llevada por raíz. Empieza hacer que parte de arriba de edificio se vuelva loca primero. Abajo, igual que antes. Para cuando plaga llegó abajo, gente cortó raíz, mató edificio. No más cambios nunca.

—Pero para entonces las partes superiores ya habían cambiado sin remedio —sacudí la cabeza—. Debieron ser tiempos horribles.

—No joda, señor.

Nos zambullimos en la luz del día y, finalmente, comprendí lo que Juan quería decir.

15

Estábamos en el nivel más bajo de Ciudad Abismo, muy por debajo del borde de la caldera. La calle por la que íbamos cruzaba un lago negro mediante pontones. La lluvia caía suavemente del cielo… en realidad, de la cúpula, muchos kilómetros por encima de nuestras cabezas. A nuestro alrededor, enormes edificios subían desde el suelo, con inmensas losas en los laterales. Eran lo único que podía verse en cualquier dirección, hasta que (como en un bosque) se fundían en una pared distante e indefinida, como un banco de niebla tóxica. Tenían incrustados (al menos en los seis o siete primeros pisos) una acreción al estilo de los percebes, compuesta por viviendas y mercados, unidos y conectados por pasarelas endebles y escaleras de cuerda. En las chabolas ardían hogueras y el aire era incluso más acre que en la explanada. Pero era ligeramente más fresco y, como la brisa era continua, parecía menos agobiante.

—¿Cómo se llama este lugar? —pregunté.

—Esto Mantillo —dijo Juan—. Todo aquí, nivel de calle, eso Mantillo.

Comprendí entonces que el Mantillo no era un barrio de la ciudad, sino un estrato. Quizá incluyera los seis o siete primeros pisos que se elevaban desde las partes inundadas. Era una alfombra de suburbios sobre la que se levantaba el gran bosque de la ciudad.

Al mirar arriba estirando el cuello para echar un vistazo por encima del techo del rickshaw, vi que las estructuras de laterales enlosados se incrustaban en el cielo y la perspectiva las unía al menos a un kilómetro por encima de mi cabeza. Durante casi toda aquella altura, sus geometrías debían de ser las diseñadas por sus arquitectos: rectilíneas, con filas paralelas de ventanas, ya oscuras, y los edificios solo estropeados por la ocasional extrusión de excrecencias en forma de lapa. Pero más arriba la imagen cambiaba de forma enfermiza. Aunque ningún edificio había sufrido las mismas mutaciones, sus cambios de forma tenían algo en común, una especie de patología uniforme que un cirujano podría haber reconocido y diagnosticado como fruto de la misma causa. Algunos de los edificios se dividían en dos a media altura, mientras que otros se hinchaban con indecorosa obesidad. De algunos brotaban pequeños avatares de sí mismos, como las almenas retorcidas y las mazmorras secretas de los castillos de cuento de hadas. Más arriba, aquellos crecimientos estructurales se bifurcaban una y otra vez, se entremezclaban y unían como bronquiolos, o como una extraña variante de coral cerebral, hasta que formaban una especie de balsa horizontal de ramas fusionadas, elevadas a un par de kilómetros del suelo. Claro que ya lo había visto antes, desde el cielo, pero su significado (y su escala absoluta, que abarcaba toda la ciudad) solo quedaba de manifiesto desde aquel lugar estratégico.

Canopia.

—Ya ves por qué no llevo allí, señor.

—Empiezo a verlo. Cubre toda la ciudad, ¿no?

Juan asintió.

—Como Mantillo, pero más alto.

Lo único que no había resultado obvio desde el behemoth era que el denso enredo de edificios absurdamente deformados de la Canopia se limitaba a un estrato vertical relativamente estrecho; la Canopia era una especie de ecología suspendida y, bajo ella, había un mundo (una ciudad) completamente distinta. La complejidad de todo el asunto quedaba clara. Había comunidades enteras flotando dentro de ella; estructuras selladas empotradas en la Canopia como nidos de pájaros, todas tan grandes como palacios. Una masa de ramales en forma de tela de araña, delicada como gasa, colgaba casi hasta llegar a la calle. Era difícil saber si habían surgido con las mutaciones o si habían sido un añadido humano.

El efecto resultante hacía que pareciera que unos insectos monstruosos habían cubierto la Canopia de telas de araña; arañas invisibles grandes como casas.

—¿Quién vive ahí? —Sabía que no era una pregunta del todo estúpida, ya que había visto luces encendidas en las ramas; prueba de que, a pesar de las distorsionadas geometrías de aquellos cascarones de edificios muertos y enfermizos, alguien los había reclamado como vivienda.

—Nadie a quien quieras conocer, señor. —Juan consideró su respuesta antes de añadir—. O nadie que quiera conocerte. No te insulto, señor.

—No te preocupes pero, por favor, responde a mi pregunta.

Juan tardó largo rato en responder y, durante ese tiempo, nuestro rickshaw siguió navegando por las raíces de estructuras gigantescas, mientras las ruedas saltaban sobre las grietas llenas de agua de la carretera. La lluvia no había parado, por supuesto, pero cuando saqué la cabeza del toldo era cálida y suave; a duras penas una molestia. Me pregunté si pararía alguna vez o si el patrón de condensación en la cúpula sería diurno; si todo ocurriría siguiendo algún tipo de horario. Pero tenía la impresión de que había muy poco en Ciudad Abismo que siguiera bajo el control directo de nadie.

—Ellos, los ricos —dijo el chico—. Muy ricos… no rico poca monta, como Madame Dominika —se dio con los nudillos en la huesuda cabeza—. No necesitan Dominika, tampoco.

—¿Quieres decir que hay sitios de la Canopia a los que no llegó la plaga?

—No, plaga llegó a todas partes. Pero en Canopia, ellos limpiaron, después edificio dejó de cambiar. Algunos ricos, ellos siguen en órbita. Algunos nunca dejan CA o bajan después de que mierda llegó al techo. Algunos se deportaron.

—¿Por qué iba a venir nadie aquí después de la plaga sin necesidad? Aunque haya partes en la Canopia en las que no quede rastro de la Plaga de Fusión, no entiendo que alguien prefiera vivir aquí en vez de quedarse en los otros hábitats del Cinturón de Óxido.

—Los deportados no tienen gran opción —contestó el chico.

—No; puedo entenderlo. Pero ¿por qué iban a venir los demás?

—Porque ellos creen que cosas estarán mejores y ellos quieren estar aquí cuando pase. Muchas formas de hacer dinero cuando cosas sean mejores… pero solo pocas personas serán ricos de verdad. Muchas formas de hacer dinero ahora, también… menos poli aquí que arriba.

—Quieres decir que aquí no hay reglas, ¿no? ¿Nada que no se pueda comprar? Me imagino que debe haber sido tentador después de la severidad de la Demarquía.

—Señor, hablas raro.

Mi siguiente pregunta era obvia.

—¿Cómo llego hasta allí? A la Canopia, me refiero.

—No estás allí, no puedes ir.

—Quieres decir que no soy lo bastante rico, ¿no?

—Ser rico no suficiente —respondió el chico—. Necesitas contacto. Tienes que llevarte bien con Canopia o no eres nadie.

—Suponiendo que lo fuera, ¿cómo llegaría hasta allí? ¿Hay rutas a través de los edificios, viejos pozos de acceso que no sellara la plaga? —Me imaginé que sería el tipo de sabiduría callejera que el chico se sabría al dedillo.

—Tú mejor no tomar ruta interior, señor. Muy peligrosa. Especial cuando viene la caza.

—¿Caza?

—Este sitio no es bueno en noche, señor.

Miré a mi alrededor en la penumbra.

—¿Cómo podrías saberlo? No; no me lo digas. Pero dime cómo llegar ahí arriba. —Esperé una respuesta y, cuando vi que no llegaba, decidí reformular la pregunta—. ¿Baja alguna vez la gente de la Canopia al Mantillo?

—A veces. Especial durante la caza.

Estamos progresando
, pensé, aunque era como sacarle un diente.

—Y, ¿cómo bajan hasta aquí? He visto una especie de vehículos voladores, lo que nosotros llamábamos volantores, pero no me imagino cómo se puede volar por la Canopia con eso sin darse contra las redes.

—Nosotros llamamos volantores, también. Solo ricos tienen… difíciles de arreglar, de seguir volando. No sirven en alguna parte de ciudad, tampoco. Casi todos chicos Canopia usan el teleférico ahora.

—¿Teleférico?

Durante un instante el muchacho pareció sentirse útil y me di cuenta de que intentaba agradarme desesperadamente. El problema era que mis preguntas estaban tan lejos de sus parámetros usuales que casi le costaba dolor físico responderlas.

—¿Esas red, esas cable? ¿Colgados entre edificios?

—¿Puedes enseñarme un teleférico? Me gustaría ver uno.

—No es seguro, señor.

—Bueno, yo tampoco.

Endulcé la petición con otro billete y después me retrepé en el asiento mientras acelerábamos a través de la suave lluvia interior, a través del Mantillo.

Al final, Juan frenó y se volvió a mí.

—Allí. Teleférico. Ellos bajan mucho aquí. ¿Quieres que acerquemos más?

Al principio no estaba seguro de a qué se refería. Uno de los lustrosos vehículos privados que había visto por la explanada estaba aparcado en diagonal sobre la calzada. Una de las puertas estaba abierta y plegada en uno de los laterales, como el ala de una gaviota, y dos individuos con gabán estaban de pie junto a ella bajo la lluvia, con las caras perdidas bajo sombreros de ala ancha.

Los miré y me pregunté qué hacer.

—Eh, señor, ya te pregunté, ¿quieres que acercarnos más?

Una de las dos personas junto al teleférico encendió un cigarrillo y, durante un instante, pude ver cómo el fuego le ahuyentaba las sombras de la cara… era aristocrática, con una nobleza que no había visto desde que llegara al planeta. Los ojos estaban escondidos tras unas complejas gafas que enfatizaban la exagerada prominencia de sus pómulos. Su amigo era una mujer que sostenía frente a los ojos un par de prismáticos de juguete con una esbelta mano enguantada en negro. Giró sobre unos tacones como cuchillos y exploró la calle, hasta que su mirada pasó sobre mí. La observé dar un respingo al verme, aunque intentó controlarse.

—Están nerviosos —dijo Juan entre dientes—. Casi siempre, Mantillo y Canopia se mantienen lejos.

—¿Por alguna razón en concreto?

—Sí, una buena. —Estaba susurrando tan bajo que casi no podía oírlo con el implacable siseo de la lluvia—. Si Mantillo se acerca demasiado, Mantillo desaparece.

—¿Desaparece?

Se pasó un dedo por la garganta, pero con discreción.

—A Canopia gustan los juegos, señor. Se aburren. La gente inmortal, todos aburridos. Así que juegan. Problema es que no preguntan siempre si quieres participar.

—¿Como la caza que has mencionado?

El asintió.

—Pero no hablo eso ahora.

—Vale. Entonces déjame aquí, Juan, si eres tan amable.

El rickshaw perdió el poco impulso que tenía y la inquietud del primate quedaba clara en cada arruga de los músculos de su espalda. Observé las reacciones de los dos habitantes de la Canopia; intentaban permanecer tranquilos y casi lo conseguían.

Salí del rickshaw; los pies chapotearon al encontrarse con la calzada empapada.

—Señor —dijo Juan—. Ahora ten cuidado. Todavía no gané viaje a casa.

—No te vayas —le respondí, pero después me lo pensé mejor—. Escucha, si esto te pone nervioso, vete y vuelve en cinco minutos.

Aquello obviamente le pareció un excelente consejo. La mujer de los prismáticos los volvió a meter en su gabán de exuberantes adornos, mientras que el hombre de las gafas levantó una mano y realizó un delicado ajuste óptico. Caminé tranquilamente hacia ellos mientras prestaba más atención a su vehículo. Era un rombo negro brillante que descansaba sobre ruedas plegables. A través de una de las ventanas delanteras ahumadas pude vislumbrar asientos tapizados frente a unos complicados controles manuales. En el techo había algo parecido a tres palas de rotor. Pero, al examinar el conjunto con más atención, vi que no era ningún tipo de helicóptero. Las palas no estaban unidas al cuerpo del vehículo mediante un eje de rotación, sino que se desvanecían dentro de tres agujeros circulares en un montículo con forma de cúpula que surgía sin interrupciones de la estructura del vehículo. Y, al verlo más de cerca, pude ver que las palas no eran tales en realidad, sino brazos telescópicos acabados en ganchos como guadañas.

Aquel fue todo el tiempo que tuve para admirar el paisaje.

—No te acerques más —dijo la mujer. Respaldó sus palabras, habladas en perfecto canasiano, con un arma diminuta, poco mayor que un broche.

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