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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (30 page)

BOOK: Ciudad abismo
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—Mierda —respondió él—. Debí habérmelos quitado en el aparcamiento, lo sabía. Pero dudé… no me gustaba el aspecto de los que podían hacerlo. Y ahora tengo que encontrar a algún carnicero sangriento de Ciudad Abismo que lo haga.

—Estoy seguro de que habrá mucha gente dispuesta a ayudarte. De hecho, yo también debería hablar con alguien.

Mi achaparrado acompañante se rascó el pelo incipiente del cráneo.

—Ah, ¿tú también? Entonces sí que tiene sentido que viajemos juntos, ¿no?

Estaba a punto de responder para intentar evitar su compañía cuando un brazo me apretó la garganta.

Me tiró hacia atrás de la silla y me di un doloroso golpe en el suelo. El aire se me escapó de los pulmones como una bandada de pájaros asustados. Me debatí al filo de la consciencia, sin suficiente aliento para moverme, aunque todos mis instintos me decían que moverme era el mejor curso de acción.

Pero Vadim ya estaba sobre mí, con la rodilla sobre mis riñones.

—No esperabas ver otra vez a Vadim, ¿verdad, señor Mera-bell? Creo que sientes ahora no haber matado a Vadim.

—No he… —intenté terminar la frase, pero no me quedaba aire en los pulmones. Vadim se miró las uñas haciendo una buena imitación de hombre aburrido. Mi visión periférica se oscurecía, pero pude ver a Quirrenbach a un lado con los brazos a la espalda, mientras otra figura lo retenía. Más allá, un borrón indiferente de viandantes. Nadie prestaba la menor atención a la emboscada de Vadim.

Relajó un poco la presión sobre mí. Pude respirar.

—¿No has qué? —preguntó Vadim—. Vamos, dilo. Soy todo oídos.

—Me debes gratitud por no haberte matado, Vadim. Y lo sabes. Pero por la escoria como tú no merece la pena el esfuerzo.

Fingió una sonrisa y volvió a aumentar la presión sobre mi pecho. Comenzaba a tener mis dudas sobre Vadim. Al ver a su cómplice, el que sujetaba a Quirrenbach, su historia sobre una amplia red de socios parecía más probable.

—Así que escoria, ¿no? Veo que eso no impide que «limpies» mi reloj, pequeño ladrón asqueroso. —Forcejeó con la hebilla del reloj y consiguió sacármelo de la muñeca con una mueca triunfal. Vadim se lo acercó a un ojo como si fuera un relojero estudiando un movimiento fabuloso—. Sin arañazos, espero…

—Sírvete tú mismo. De todas formas, no era mi estilo.

Vadim se puso el reloj y le dio vueltas a la muñeca para inspeccionar el premio reclamado.

—Bien. ¿Algo más que declarar?

—Algo, sí.

Como no había intentado quitármelo de encima con el otro brazo, él lo había pasado por alto. Ni siquiera había sacado la mano del bolsillo en el que la había metido en cuanto caí de la silla. Puede que Vadim tuviera contactos, pero seguía siendo tan mal profesional como cuando peleamos en la lanzadera.

Así que saqué el brazo. El movimiento fue rápido, fluido, como el ataque de una cobra real. Vadim no estaba preparado para aquello.

En el puño llevaba uno de los experienciales. Él interpretó su papel a la perfección… su mirada se movió un poco cuando subí el brazo, lo justo para poner el más cercano de sus ojos a mi alcance. El ojo se abrió sorprendido; un blanco fácil, casi como si Vadim fuera cómplice de lo que iba a hacerle.

Le metí el experiencial en el ojo.

Recordé que me había preguntado si su ojo bueno era de cristal pero, cuando el mango blanco del experiencial se le hundió dentro, comprobé que solo «parecía» de cristal.

Vadim retrocedió y comenzó a gritar, mientras la sangre le manaba del ojo como la línea roja moribunda de una puesta de sol. Agitaba los brazos como loco, sin querer levantarlos para enfrentarse al objeto extraño que le había aparcado en la cuenca del ojo.

—¡Mierda! —dijo el otro hombre, mientras yo intentaba ponerme en pie. Quirrenbach forcejeó con él un instante y después quedó libre y echó a correr.

Vadim estaba doblado sobre nuestra mesa, gimiendo. El otro hombre lo sostenía y le susurraba frenético al oído. Parecía decirle que había llegado el momento de largarse.

Yo también tenía un mensaje para él.

—Sé que duele como mil demonios, pero hay algo que debes saber, Vadim. Podría haberte metido esa cosa hasta el cerebro. No me hubiera resultado más difícil. ¿Sabes lo que eso significa?

Sin ojo, con la cara cubierta de sangre, consiguió volverse hacia mí.

—… ¿Qué?

—Quiere decir que me debes otra, Vadim.

Después, le quité con cuidado el reloj de la muñeca y me lo volví a poner.

13

Si existía alguna fuerza policial activa en los intersticios repletos de tuberías de Nueva Vancouver era tan sutil que resultaba invisible. Vadim y su cómplice desaparecieron tambaleantes de la escena sin que nadie los detuviera. Yo me retrasé, casi me sentía con el deber de dar explicaciones… pero no ocurrió nada. La mesa en la que Quirrenbach y yo habíamos estado tomándonos el café pocos minutos antes estaba en un estado deplorable pero ¿qué se suponía que debía hacer? ¿Dejar una propina al criado de limpieza que, sin duda, aparecería en breve? ¿A una máquina tan lerda que seguro que limpiaría los charcos de sangre y humores acuosos y vítreos con la misma eficacia autómata con la que se enfrentaba a las manchas de café?

Nadie intentó impedir que me fuera.

Me metí en un lavabo para echarme agua fresca en la cara y limpiarme la sangre del puño. Dentro, me impuse una calma lenta y deliberada. La habitación estaba vacía, equipada con una larga fila de aseos, cuyas puertas estaban marcadas con complicados diagramas que mostraban cómo había que usarlos.

Me hurgué y palpé el pecho hasta quedar seguro de que no había más que moratones, después completé el resto de mi recorrido hasta el área de salida. El behemoth (la nave espacial con aspecto de manta) estaba unido como una lamprea a la superficie rotatoria del hábitat. De cerca, la cosa parecía mucho menos suave y aerodinámica que de lejos. El casco tenía agujeros y cicatrices, con rayas de decoloración negra como el hollín.

Dos oleadas de humanidad subían a bordo de la nave por lados opuestos. Mi corriente era un borrón de color pardo que arrastraba los pies abatido: gente que caminaba por el túnel de acceso en espiral como si fuera a la horca. La otra corriente parecía ligeramente más entusiasta, aunque a través del tubo transparente pude ver a gente ayudada por sus criados, a mascotas con extrañas modificaciones, hasta a gente con formas animales. Los palanquines de los herméticos se deslizaban entre ellos; cajas oscuras y verticales, como metrónomos.

Se produjo un tumulto a mi espalda; alguien avanzaba a empujones.

—¡Tanner! —me llamó con un ronco susurro—. ¡Tú también lo lograste! Cuando desapareciste temí que los canallas de Vadim te hubieran encontrado.

—Se está colando —oí a alguien murmurar detrás de mí—. ¿Lo has visto? Me dan ganas de…

Me di la vuelta y miré a los ojos a la persona que, instintivamente, sabía que había hablado.

—Está conmigo. Si te supone un problema, lo tratas conmigo. Si no, cállate y sigue en la cola.

Quirrenbach se puso a mi lado.

—Gracias…

—Vale. Pero baja la voz y no vuelvas a mencionar a Vadim.

—¿De verdad crees que pueda tener amigos por todo este lugar?

—No lo sé. Pero no me vendría mal evitar problemas durante un rato.

—Me lo imagino, especialmente después de… —palideció—. Ni siquiera quiero pensar en lo que ha pasado.

—Pues no lo hagas. Con suerte, nunca tendrás que hacerlo.

La cola avanzó y completamos la espiral final para entrar en el behemoth. El interior era enorme y con una iluminación elegante, como el vestíbulo de un hotel especialmente caro. La pasarela daba bastantes más vueltas antes de llegar al suelo. La gente paseaba con bebidas en las manos y el equipaje corriendo delante de ellos o transportado por monos. Había ventanas en pendiente en ambas direcciones que definían a grandes rasgos el borde de una de las alas de la manta. El interior del behemoth debía ser completamente hueco, pero mi vista solo abarcaba una décima parte de él desde donde estaba.

Había algunos asientos desperdigados, a veces agrupados para mantener conversaciones, a veces rodeando una fuente o algún follaje exótico. De vez en cuando, la forma rectilínea de un palanquín se deslizaba por el suelo como una pieza de ajedrez.

Me dirigí hacia un par de asientos vacíos que daban a uno de los ventanales. Estaba lo bastante cansado como para dormitar tranquilamente, pero no me atrevía a cerrar los ojos. ¿Y si no había salido otro behemoth antes y Reivich estaba en algún lugar de aquella nave?

—¿Preocupado, Tanner? —me preguntó Quirrenbach mientras se sentaba en el asiento junto al mío—. Tienes esa expresión.

—¿Estás seguro de que este es el mejor sitio para disfrutar de la vista?

—Una observación excelente, Tanner, excelente. Pero si no me siento junto a ti, ¿cómo voy a preguntarte por Sky? —comenzó a juguetear con el maletín—. Ahora tenemos mucho tiempo para que me cuentes el resto.

—¿Casi te matan y solo puedes pensar en ese loco?

—No lo entiendes. Ahora estoy pensando… ¿qué tal una sinfonía de Sky? —después me apuntó con el dedo, como si fuera una pistola—. No. No una sinfonía: una misa; un abrumador trabajo coral, de alcance épico… de estructura estudiadamente arcaica… quintas consecutivas y relaciones falsas, con un floreciente Sanctus, un lamento por la inocencia perdida; un himno al crimen y la gloria de Schuyler Haussmann…

—No hay gloria, Quirrenbach. Solo crimen.

—No lo sabré hasta que no me cuentes el resto, ¿no?

Notamos una serie de sacudidas y temblores cuando el behemoth se desenchufó de su punto de conexión al hábitat. A través de las ventanas podía ver cómo el hábitat se alejaba rápidamente, y me sentí mareado durante un momento. Pero casi antes de que mi cuerpo lo llegara a sentir, el hábitat se acercó en picado y su superficie pasó volando por las grandes ventanas. Después, solo espacio. Miré a mi alrededor, pero la gente seguía caminando sin inmutarse por el vestíbulo.

—¿No deberíamos estar en caída libre?

—No en un behemoth —respondió Quirrenbach—. En cuanto se soltó de NV cayó en tangente hacia la superficie del hábitat, como un tirachinas. Pero eso solo duró un instante, hasta que aceleró los propulsores a un G. Después, ha tenido que girar ligeramente para evitar chocar contra el hábitat al pasar por su lado. Es la única parte realmente delicada del viaje, según creo… el único momento en el que hay una posibilidad real de que se te caiga la bebida. Pero el animal parecía saber lo que se hacía.

—¿Animal?

—Usan cetáceos modificados genéticamente para pilotar estas cosas, creo. Ballenas o marsopas, cableadas de forma permanente al sistema nervioso del behemoth. Pero no te preocupes. Nunca han matado a nadie. Todo el descenso será así de tranquilo. Se limita a descender por la atmósfera, con mucha suavidad y delicadeza. Un behemoth es como un enorme avión rígido una vez que se introduce en algún tipo de densidad aérea. Para cuando se acerca a la superficie, tiene tanta flotabilidad positiva que realmente no necesita los propulsores para mantenerse abajo. Se parece mucho a nadar, creo. —Quirrenbach chasqueó los dedos para llamar a un criado que pasaba por allí—. Bebidas, creo. ¿Qué puedo ofrecerte, Tanner?

Miré por la ventana. El horizonte de Yellowstone se elevaba en vertical, así que el planeta parecía una diáfana pared amarilla.

—No lo sé. ¿Qué beben por aquí?

El horizonte de Yellowstone se fue inclinando de vuelta a la horizontal conforme el behemoth cancelaba la velocidad orbital que lo había igualado con el carrusel. El proceso fue suave y sin incidentes, pero debía de estar meticulosamente planificado porque, cuando finalmente nos detuvimos sobre el planeta, estábamos exactamente encima de Ciudad Abismo y no a miles de kilómetros de distancia horizontal.

Para entonces, aunque estábamos a miles de kilómetros sobre la superficie, la gravedad de Yellowstone todavía era casi tan fuerte como si estuviéramos en el suelo. Bien podríamos haber estado sentados en lo alto de una montaña muy alta; una que sobresaliera por la atmósfera. Sin embargo, lentamente (con la calma sin prisas que había caracterizado todo el viaje hasta aquel punto), el behemoth comenzó a descender.

Quirrenbach y yo observamos la vista en silencio.

Yellowstone era la hermana mayor del Titán del Sol: un mundo totalmente equipado, más que una luna. Caóticos y venenosos procesos químicos de nitrógeno, metano y amoníaco producían una atmósfera embadurnada con cualquier tono imaginable de amarillo: ocres, naranjas y canelas giraban en preciosas espirales ciclónicas, con florituras y filigranas, como si se tratara de la más delicada técnica de pintura. Yellowstone era exquisitamente frío en la mayor parte de su superficie, azotado por vientos feroces, inundaciones instantáneas y tormentas eléctricas. La órbita del planeta alrededor de Epsilon Eridani había sido perturbada en el pasado lejano por un encuentro con Sueño Mandarina, el enorme gigante de gas del sistema y, aunque aquel suceso tuvo que ocurrir hacía cientos de millones de años, la corteza de Yellowstone todavía estaba recuperándose de la tensión tectónica del encuentro, supurando energía de vuelta a la superficie. Se especulaba que Ojo de Marco (la solitaria luna del planeta) había sido capturada por el gigante de gas; una historia que explicaría el extraño cráter en uno de los lados de la luna.

Yellowstone no era un lugar hospitalario, pero los humanos lo colonizaron de todas formas. Intenté imaginarme cómo habría sido en el esplendor de su Belle Époque; descender hacia la atmósfera de Yellowstone y saber que bajo aquellas nubes doradas se escondían ciudades de ensueño y que Ciudad Abismo era la más poderosa de todas. La gloria había durado más de doscientos años… y nada había sugerido, ni siquiera en sus últimos años, que no fuera capaz de durar todavía más siglos. No se había producido ningún declive decadente; no le habían fallado los nervios. Pero llegó la plaga. Todos aquellos tonos de amarillo se convirtieron en tonos enfermizos; tonos de vómito, bilis e infecciones; los cielos febriles del mundo enmascaraban las ciudades enfermas que cubrían su superficie como chancros.

De todos modos, pensé mientras sorbía la bebida que me había pagado Quirrenbach, fue bueno mientras duró.

El behemoth no se abrió camino a través de la atmósfera; se sumergió en ella y descendió con tal lentitud que su casco casi no sufrió fricción. El cielo dejó de ser negro puro y comenzó a asumir débiles trazos morados y después ocres. De vez en cuando nuestro peso fluctuaba, probablemente porque el behemoth daba con una célula de presión que no podía evitar, pero nunca más del diez o quince por ciento.

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