Me volví a Vadim mientras el otro hombre luchaba por meter la aguja en una vena.
—Vadim; seré generoso y te dejaré marchar. Pero no quiero volver a verte de nuevo en esta sala.
Él me miró con los labios fruncidos; las salpicaduras de vómito se le habían pegado a la cara como copos de nieve.
—Esto no termina entre nosotros, Mera-bell.
Se desenganchó, hizo una pausa y miró a los demás pasajeros, obviamente intentando recuperar cierto margen de dignidad antes de irse. Pero perdía el tiempo, porque yo tenía otra cosa pensada para él.
Vadim se tensó, listo para saltar.
—Espera —le dije—. No creerás que voy a dejarte marchar antes de que pagues lo que has robado, ¿no?
Él dudó y volvió la vista hacia mí.
—No te he robado nada. —Después se dirigió al otro hombre—. Ni a ti, señor Quirrenbach…
—¿Es eso cierto? —le pregunté al otro hombre.
Quirrenbach también dudó y miró a Vadim antes de responder.
—Sí… sí. No me ha robado nada. No había hablado antes con él.
Levanté la voz.
—¿Y el resto de ustedes? ¿A alguno lo ha timado este cabrón?
Silencio. Era más o menos lo que esperaba. Nadie iba a ser el primero en admitir que lo había engañado una rata de tres al cuarto como Vadim, una vez visto lo lamentable que podía llegar a ser.
—Ves —dijo Vadim—, no hay nadie, Mera-bell.
—Quizá aquí no —respondí yo. Con la mano libre le cogí el abrigo. Los retales de tela eran fríos y secos como la piel de una serpiente—. Pero ¿qué me dices de todos los demás pasajeros de la lanzadera? Seguro que has desplumando a algunos de ellos desde que dejamos Idlewild.
—¿Y qué? —dijo casi en un susurro—. No es ningún asunto tuyo, ¿cierto? —Su tono de voz cambiaba por segundos. Se retorcía ante mis ojos para convertirse en un ser mil veces más dócil que el que había entrado antes en la sala—. ¿Qué quieres para quitarte de en medio? ¿Cuánto te vale irte y dejarme solo?
Tuve que reírme.
—¿De verdad estás intentando comprarme?
—Siempre merece la pena un intento.
Algo se desató dentro de mí. Arrastré a Vadim y lo golpeé contra la pared tan fuerte que se quedó de nuevo sin aliento; luego empecé a golpearlo. Una ira candente me envolvió y me bañó como una cálida y agradable niebla. Sentí sus costillas romperse bajo mis puños. Vadim intentó defenderse, pero yo era más rápido, más fuerte y mi furia más justa.
—¡Para! —dijo una voz que parecía llegar casi desde el infinito—. ¡Para, ya ha tenido bastante!
Era Quirrenbach que me apartaba de Vadim. Otros dos pasajeros se habían acercado al violento escenario para estudiar el trabajo que había realizado en la cara de Vadim con horrorizada fascinación. Toda su cara era un solo y horrendo moratón, la boca lloraba brillantes semillas escarlata de sangre. Probablemente el mismo aspecto que yo había tenido tras mi encuentro con los Mendicantes.
—¿Quieres que sea indulgente con él? —pregunté.
—Creo que ya has ido más allá de la indulgencia —respondió Quirrenbach—. No creo que haga falta matarlo. ¿Qué pasa si dice la verdad y realmente tiene amigos?
—No es nadie —dije—. No tiene más influencias que tú o que yo. Y, aunque las tuviera… vamos al Anillo Brillante, no a ninguna colonia fronteriza sin ley.
Quirrenbach me miró de forma extraña.
—Lo dices en serio, ¿verdad? Realmente crees que vamos al Anillo Brillante.
—¿No vamos allí?
—El Anillo Brillante ya no existe —contestó Quirrenbach—. Dejó de existir hace años. Vamos a un sitio totalmente distinto.
Del moratón en que se había convertido la cara de Vadim surgió algo inesperado: un gorgoteo que podría haber sido un intento por quitarse la sangre de la boca. O quizá solo una risita vengativa.
—¿Qué querías decir con eso?
—¿Con qué, Tanner?
—Con ese pequeño comentario sin importancia sobre que no existe el Anillo Brillante. ¿Piensas dejarlo ahí flotando enigmáticamente?
Quirrenbach y yo estábamos abriéndonos camino a través de las entrañas del
Strelnikov
hacia el escondite de Vadim, aunque a mí me resultaba más difícil avanzar tirando de mi maleta. Estábamos solos; había encerrado a Vadim en mi alojamiento después de que nos revelara dónde estaba su camarote. Supuse que si lo registrábamos encontraríamos lo que le había robado a los otros pasajeros. Ya me había quedado con su abrigo y no tenía pensado devolvérselo en el futuro próximo.
—Bueno, digamos que ha habido algunos cambios, Tanner. —Quirrenbach se retorcía con dificultad detrás de mí, como un perro que persiguiera algo por un agujero.
—No he oído nada.
—No podrías haberlo hecho. Los cambios tuvieron lugar hace poco, cuando estabas de camino hacia aquí. El riesgo profesional de los viajes interestelares, me temo.
—Uno de tantos —dije pensando en mi cara amoratada—. Bueno, ¿qué tipo de cambios?
—Bastante drásticos, me temo. —Hizo una pausa y tenía la respiración entrecortada y áspera como una sierra—. Mira, siento tener que destrozar todas tus impresiones de una vez, pero será mejor que te hagas a la idea de que Yellowstone no tiene nada que ver con lo que era. Y eso, Tanner, es una forma suave de decirlo.
Pensé en lo que Amelia me había dicho sobre dónde encontrar a Reivich.
—¿Sigue ahí Ciudad Abismo?
—Sí… sí. No ha sido tan drástico. Sigue ahí; sigue habitada y sigue siendo razonablemente próspera según los patrones de este sistema.
—Afirmación que pareces a punto de modificar, según sospecho. —Miré adelante y vi que el forjado se ensanchaba hasta convertirse en un pasillo cilíndrico con puertas ovales repartidas a lo largo de un lateral. Seguía siendo oscuro y claustrofóbico, y aquella experiencia me parecía desagradable, aunque familiar.
—Desgraciadamente… sí —dijo Quirrenbach—. La ciudad es muy diferente. Casi irreconocible, y entiendo que lo mismo se puede decir del Anillo Brillante. Solía haber diez mil hábitats en él, repartidos alrededor de Yellowstone (y aquí voy a permitirme una descarada mezcla de metáforas) como una guirnalda de gemas fabulosamente únicas y artísticamente talladas, cada una ardiendo con su propio y duro brillo. —Quirrenbach se detuvo y resolló un momento antes de continuar—. Ahora puede que haya unos cien que todavía cuentan con la presión suficiente para contener vida. El resto son cascarones abandonados llenos de vacío, silenciosos y muertos como restos de naufragio, visitados por enormes y mortales bancos de escombros orbitales. Lo llaman el Cinturón de Óxido.
Una vez lo hube asimilado todo, dije:
—¿Qué fue? ¿Una guerra? ¿Es que alguien insultó el gusto de otro para diseñar hábitats?
—No, no fue ninguna guerra. Aunque puede que eso hubiese sido mejor. Después de todo, siempre puedes recuperarte de una guerra. Las guerras no son tan malas como suele decirse…
—Quirrenbach… —mi paciencia se agotaba.
—Fue una plaga —dijo rápidamente—. Una muy mala, pero una plaga al fin y al cabo. Pero, antes de que empieces a hacerme preguntas profundas, recuerda que sé poco más que tú… acabo de llegar también, ya sabes.
—Estás mucho mejor informado que yo. —Pasé dos puertas, llegué a una tercera y comparé el número con el de la llave que Vadim me había dado—. ¿Cómo pudo una plaga hacer tanto daño?
—No era «solo» una plaga. Es decir, no en el sentido normal. Era más… fecunda, supongo. Imaginativa. Artística. A veces de forma bastante taimada. Mmm, ¿hemos llegado?
—Creo que este es su camarote, sí.
—Ten cuidado, Tanner. Puede que haya trampas o algo.
—Lo dudo; Vadim no parece de los que se permiten planes a largo plazo. Para eso necesitas desarrollar la corteza frontal del cerebro.
Introduje el pase de Vadim en la ranura y me alegré al ver que la puerta se abría. Unas luces débiles y cubiertas de suciedad parpadearon intentando encenderse cuando entré, y al final revelaron un camarote cilindrico tres o cuatro veces mayor del que me habían asignado. Quirrenbach me siguió y se colocó en un extremo del camarote, como un hombre que no está del todo preparado para meterse en una alcantarilla.
No podía culparlo por no querer entrar más.
El lugar olía a meses de emisiones corporales acumuladas, una grasienta capa de células muertas se pegaba a todas las superficies, de plástico amarillento. Los hologramas pornográficos de las paredes habían revivido ante nuestra llegada, doce mujeres desnudas se contorsionaban en posturas anatómicamente improbables. También habían comenzado a hablar; una docena de contraltos sutilmente diferentes, que ofrecían un entusiasta aprecio por las proezas sexuales de Vadim. Pensé en él, atado y amordazado en mi alojamiento, sin saber nada de aquella adulación. Las mujeres no dejaban de hablar pero, después de un rato, sus gestos e imprecaciones se hicieron lo bastante repetitivos como para pasarlos por alto.
—Creo que, visto lo visto, probablemente sea la habitación correcta —dijo Quirrenbach.
Asentí con la cabeza.
—No es que vaya a ganar ningún premio.
—Bueno, no lo sé… algunas de las manchas están dispuestas de forma harto interesante. Es una lástima que se haya inclinado por el look excremento untado… está tan pasado de moda… —Apartó una pequeña escotilla corredera junto a él procurando tocarla solo con la punta de los dedos y dejó a la vista una portilla mugrienta y agujereada por micrometeoritos—. A pesar de todo, tiene vistas. Aunque no estoy muy seguro de que merezcan la pena.
Miré un segundo por la portilla para observar la vista. Podíamos ver parte del casco de la nave, iluminado de vez en cuando por luces estroboscópicas de color violeta brillante. Aunque estábamos en marcha, un grupo de trabajadores del
Strelnikov
seguía fuera soldando cosas.
—Bueno, no pasemos aquí más tiempo del estrictamente necesario. Yo buscaré por este lado; tú empieza por el tuyo y veremos si encontramos algo útil.
—Buena idea —dijo Quirrenbach.
Comencé el registro; la habitación (cubierta de pared a pared de casilleros escondidos) debía haber sido un compartimento de almacenaje. Había demasiadas cosas como para registrarlas de forma metódica, pero me llené la maleta y los bolsillos del abrigo de Vadim de todo lo que pareciera remotamente valioso. Recogí puñados de joyas, monóculos de datos, holocámaras en miniatura y broches de traducción; exactamente el tipo de cosas que suponía que Vadim les habría robado a los pasajeros ligeramente más adinerados del
Strelnikov
. Tuve que rebuscar un rato para encontrar un reloj… los viajeros espaciales no solían llevárselos consigo cuando cruzaban de un sistema a otro. Al final encontré uno calibrado para Yellowstone, con una serie de esferas concéntricas alrededor de las que giraban planetas color esmeralda para marcar la hora.
Me lo puse en la muñeca y su gran tamaño resultaba agradable.
—No puedes robarle sus posesiones —dijo Quirrenbach mansamente.
—Siempre podrá ponerme una denuncia.
—No es eso. Lo que estás haciendo no es mejor que…
—Mira —le dije—, ¿realmente crees que ha comprado algo de esto? Todo es robado; probablemente de pasajeros que ya no están a bordo.
—De todos modos, puede que algunas cosas se robaran recientemente. Deberíamos hacer todo lo posible por devolvérselas a sus legítimos dueños. ¿No estás de acuerdo?
—Puede que sí, en un distante nivel teórico —seguí buscando—. Pero no hay forma de saber quiénes son los dueños. No vi que nadie dijera nada en la sala común. De todas formas, ¿a ti qué te importa?
—Se llama mantener los últimos vestigios de una conciencia, Tanner.
—¿Después de que ese canalla casi te matara?
—El principio sigue siendo el mismo.
—Bueno… si crees que te va a ayudar a dormir por las noches… eres muy libre de dejarme solo mientras registro sus pertenencias. Ya que lo pienso, ¿llegué a pedirte que me siguieras hasta aquí?
—No, con todas sus palabras, no… —Su cara se retorció de indecisión mientras observaba los contenidos de un cajón abierto y sacaba un calcetín que estudió con tristeza durante un momento—. Maldito seas, Tanner. Espero que tengas razón sobre su falta de influencias.
—Bueno, no creo que tengamos que preocuparnos por eso.
—¿Tan seguro estás?
—Créeme, poseo conocimientos bastante razonables sobre los bajos fondos.
—Sí, bueno… supongo que puedes llevar razón. Es por discutir. —Primero con lentitud, pero después con creciente entusiasmo, Quirrenbach empezó a rebuscar de forma indiscriminada entre el botín de Vadim, fajos de billetes de Yellowstone, sobre todo. Me dirigí hacia él y cogí un par de montones antes de que Quirrenbach los hiciera desaparecer.
—Gracias. Me vendrá estupendamente.
—Estaba a punto de pasarte algunos.
—Claro que sí —hojeé los billetes—. ¿Tiene esto algún valor?
—Sí —dijo pensativo—. Al menos, en la Canopia. No tengo ni idea de lo que utilizan en el Mantillo, pero supongo que no nos hará ningún mal, ¿no crees?
Cogí un poco más.
—Más vale prevenir que curar, esa es mi filosofía.
Seguí buscando (excavando entre la misma porquería y las mismas joyas) hasta que encontré algo parecido a un dispositivo reproductor de experienciales. Era más delgado y lustroso que cualquier otra cosa que hubiera visto antes en Borde del Firmamento, con un diseño inteligente que le permitía plegarse hasta ser del tamaño aproximado de una Biblia.
Encontré un bolsillo vacío y metí dentro la unidad, junto con un alijo de experienciales que supuse tendrían algún valor.
—La plaga de la que hablábamos… —dije.
—¿Sí?
—No entiendo cómo pudo causar tantos daños.
—Porque no fue biológica… quiero decir, no de la forma en que solemos entender estas cosas. —Hizo una pausa y dejó de hacer lo que estaba haciendo—. Las máquinas fueron las víctimas. Hizo que casi todas las máquinas con cierto nivel de complejidad dejaran de funcionar o empezaran a trabajar de forma incorrecta.
Me encogí de hombros.
—No suena tan malo.
—No si las máquinas son solo robots y sistemas medioambientales, como los de esta nave. Pero era Yellowstone. La mayoría de las máquinas eran dispositivos microscópicos implantados en seres humanos, íntimamente unidos a mente y carne. Lo que ocurrió en el Anillo Brillante fue solo un síntoma de algo mucho más horrible que tenía lugar a escala humana, de la misma forma en que, digamos, las luces que se apagaban en Europa a finales del siglo catorce indicaban la llegada de la peste negra.