—¿Que qué voy a hacer? Pues lo cierto es que pretendo matar a alguien.
Creo que hubiera merecido la pena solo por verles la cara.
Pero probablemente hubieran supuesto que se trataba de un tipo con alucinaciones que se había dado de alta demasiado rápido.
Al poco rato, el ascensor empezó a avanzar por el interior de un tubo de paredes de cristal que recorría el exterior de Idlewild. Ya casi no había gravedad, así que tuvimos que sujetar brazos y piernas a las paredes del ascensor por medio de grapas acolchadas. Los Mendicantes lo hicieron con facilidad y después disfrutaron en silencio de mis torpes intentos por sujetarme.
A pesar de todo, la vista más allá del ascensor merecía la pena.
Pude ver con mayor claridad el enjambre del aparcamiento que Amelia me había mostrado dos días antes… el enorme banco de naves espaciales; todas aquellas astillas puntiagudas eran casi tan grandes como Idlewild, aunque parecían diminutas en comparación con todo el enjambre. Cuando una de las naves arrancaba los propulsores del casco para ajustar su perezosa órbita alrededor de las otras naves, una luz violeta las rodeaba a todas durante un instante; cuestión de etiqueta, una astuta colocación o una maniobra urgente para evitar un choque. Pensé que las luces de las naves distantes tenían una belleza desgarradora. Era algo que tenía que ver tanto con los logros humanos como con la inmensidad frente a la que tales logros parecían muy frágiles. Daba igual que las luces pertenecieran a una carabela que luchaba contra el oleaje en un horizonte de tormenta o a una nave espacial con casco de diamante que acababa de abrirse paso a través del espacio interestelar.
Entre el enjambre de Idlewild, pude ver un par de manchas más brillantes que debían de ser las llamas de los escapes de las lanzaderas en tránsito o nuevas naves que llegaban o partían. De cerca, el centro de Idlewild (el extremo terminado en punta del cono) era un enredo aleatorio de puertos de atraque, módulos de servicio y áreas médicas y de cuarentena. Allí había al menos una docena de naves, la mayoría amarradas al Hospicio, aunque casi todas parecían pequeñas naves de mantenimiento… el tipo de vehículos que usarían los Mendicantes si necesitaran salir al exterior de su mundo para realizar reparaciones. Solo había dos naves grandes, y las dos eran pececillos comparadas con cualquiera de las bordeadoras lumínicas de la multitud del aparcamiento.
La primera era una nave lustrosa y con forma de tiburón que debía haber sido diseñada para viajes atmosféricos. El casco era de color negro, absorbía la luz y tenía marcas plateadas: arpías y nereidas. Lo reconocí de inmediato como la lanzadera que me había llevado desde lo alto del puente de Nueva Valparaíso hasta el
Orvieto
, después de que nos rescataran. La lanzadera estaba unida a Idlewild mediante un umbilical transparente, por el que se podía ver un flujo continuo de durmientes. Todavía estaban fríos; todavía dentro de sus cabinas de sueño frigorífico, los empujaban por el umbilical mediante algún tipo de onda de compresión peristáltica. Daba la incómoda impresión de que la lanzadera estaba poniendo huevos.
—¿Todavía están descargando? —pregunté.
—Solo quedan por vaciar unos cuantos módulos de la bodega de los durmientes, y listo —respondió el primer Mendicante.
—Supongo que debe deprimirles ver entrar a todos esos cachorros mojados.
—En absoluto —dijo el segundo sin mucho entusiasmo—. Es la voluntad de Dios, pase lo que pase.
La segunda gran nave (a la que se dirigía nuestro ascensor) era muy diferente de la lanzadera. A primera vista parecía solo una pila al azar de basura flotante que, de algún modo, había ido a la deriva hasta juntarse. Parecía apenas capaz de mantenerse de una pieza estando parada, por no hablar de moviéndose.
—¿Voy a bajar en esa cosa?
—La buena
Strelnikov
—dijo el primer Mendicante—. Alégrese. Es mucho más segura de lo que parece.
—¿O será mucho menos segura de lo que parece? —preguntó el otro—. Siempre se me olvida, hermano.
—A mí también. ¿Por qué no lo compruebas?
Se metió la mano en la túnica para buscar algo. No sé qué esperaría yo, pero seguro que no era la porra de madera que sacó. Parecía hecha a partir del mango de una herramienta de jardín, equipada con una correa de cuero en el extremo estrecho y con algunos interesantes arañazos y manchas en el otro. El otro Mendicante me cogió por detrás mientras su amigo me regalaba unos cuantos cardenales para el viaje, concentrando todos sus esfuerzos en mi cara. Yo no podía hacer gran cosa… contaban con la ventaja de la gravedad cero y tenían corpulencia de luchadores más que de monjes. No creo que el de la porra me llegara a romper nada pero, cuando terminó, me notaba la cara como una fruta enorme y pasada. Casi no podía ver con un ojo y la boca me nadaba en sangre y pequeñas lascas de esmalte dental.
—¿A qué ha venido eso? —pregunté arrastrando las palabras como un imbécil.
—Un regalo de despedida del hermano Alexei —dijo el primer Mendicante—. Nada serio, señor Mirabel. Solo para que recuerde no volver a interferir en nuestros asuntos.
Escupí una esfera carmesí de sangre y observé cómo mantenía su forma globular mientras cruzaba el ascensor de lado a lado.
—Os vais a quedar sin donativo —dije.
Debatieron si debían continuar con el castigo, pero decidieron que lo mejor sería no arriesgarse a producirme ningún daño neurológico. Quizá les asustaba un poco la hermana Duscha. Intenté mostrar cierta gratitud, pero lo cierto es que no le puse mucho entusiasmo.
Le eché un buen vistazo al
Strelnikov
mientras el ascensor se acercaba y la vista no mejoraba mucho. Aquella cosa tenía una tosca forma de ladrillo, de unos doscientos metros de punta a punta. Habían unido una docena de módulos de control, alojamiento y propulsión para construirla, empotrados en una explosión intestinal de serpenteantes tuberías de combustible y tanques con aspecto de mollejas. Por todas partes se veían lo que parecían restos del revestimiento metálico del casco; unas chapas de bordes mellados, como los últimos vestigios de carne en un cadáver plagado de gusanos. Algunas partes de la nave parecían reparadas con pegamento y cubiertas de placas de epoxi brillante; otras partes las soldaban en aquellos momentos equipos de mantenimiento en el interior de las indefinidas superficies de la nave. Había continuos escapes de gas en seis o siete sitios, pero a nadie parecía preocuparle mucho.
Me dije a mí mismo que, aunque la nave hubiera tenido peor aspecto, tampoco habría importado. La ruta hasta el Anillo Brillante (la conglomeración de hábitats en baja órbita alrededor de Yellowstone) era un viaje habitual y fiable. Se realizaban docenas de operaciones similares alrededor de Borde del Firmamento. No hacían falta grandes aceleraciones en ningún momento del viaje, lo que quería decir que, con un mantenimiento modesto, las naves podían recorrer las mismas rutas sin parar durante siglos, subiendo y bajando por el pozo de la gravedad hasta que un fallo fatal en sus sistemas las convirtiera en macabras piezas de escultura espacial a la deriva. Había muy pocos gastos básicos así que, aunque en aquellas rutas siempre habría un par de compañías de prestigio con lanzaderas lujosas en trayectorias de alta combustión, también habría una serie de empresas bastante más destartaladas, siempre intentando reducir los costes. Al fondo del montón estarían los cohetes químicos o las chalanas de propulsión iónica, que realizaban transbordos dolorosamente lentos entre distintas órbitas… y aunque aquella lanzadera lenta a la que me habían asignado no era tan mala, ciertamente no era de las lujosas.
Pero, aunque la nave era lenta, seguía siendo la forma más rápida de bajar al Anillo Brillante. Las lanzaderas de alta combustión cubrían aquella ruta con mayor rapidez, pero tales quemadores no se acercaban a Idlewild. No hacía falta ser un experto en economía para entender el porqué: la mayor parte de los clientes de Idlewild apenas disponían de fondos para pagarse su propia reanimación, así que obviamente no podían costearse un caro atajo hasta Ciudad Abismo. Primero habría tenido que viajar hasta el enjambre del aparcamiento, y después negociar un billete en una lanzadera de alta combustión sin garantías de que hubiera una disponible hasta el siguiente vuelo. Amelia me había avisado de que ya no operaban tantas de aquellas naves como antes (aunque no tuve la oportunidad de preguntarle «¿antes de qué?») y que el ahorro de tiempo entre esperar a una e ir directamente a la lanzadera lenta sería insignificante, como mucho.
Al final el ascensor llegó al pasillo de conexión con el
Strelnikov
y mis amigos Mendicantes se despidieron de mí. Eran todo sonrisas, como si los moratones que me habían hecho en la cara fueran otra manifestación psicosomática del virus Haussmann y ellos no tuvieran nada que ver con el tema.
—Le deseamos la mejor de las suertes, señor Mirabel. —El Mendicante de la porra me dedicó un alegre gesto de despedida.
—Gracias. Os mandaré una postal. O quizá vuelva para contaros cómo me ha ido.
—Eso estaría bien.
Escupí un último glóbulo coagulado.
—No cuentes con ello.
Otros futuros inmigrantes avanzaban a empujones delante de mí, mientras murmuraban medio dormidos en idiomas extraños. Dentro, nos dirigieron a través de un laberinto incomprensible de forjados sanitarios hasta que llegamos a un lugar en las profundidades intestinales del
Strelnikov
. Nos habían asignado cubículos en los que pasar el viaje hasta el Anillo Brillante.
Para cuando llegué al mío, estaba cansado y dolorido; me sentía como un animal que ha quedado segundo en una pelea y se ha arrastrado hasta su madriguera para lamerse las heridas. Me agradó la privacidad del cubículo. No es que oliera a limpio, pero tampoco estaba asqueroso; se quedaba en una especie de híbrido amarillento. En el
Strelnikov
no tenían gravedad artificial… de lo que me alegraba; no hubiera sido prudente hacer girar la nave o acelerarla demasiado… así que el cubículo estaba equipado con una litera para gravedad cero y varias instalaciones sanitarias y de alimentación diseñadas para la misma ingravidez. Había una consola conectada a una red general que hubiera debido estar guardada amorosamente en un museo de cibernética; había también señales de advertencia pegadas a todas las superficies sobre las cosas que podían o no podían hacerse dentro de la nave y sobre cómo salir de allí lo más rápidamente posible si algo iba mal. De forma periódica, una voz de acento extranjero que surgía de un sistema Tannoy anunciaba retrasos en la salida, pero al final la voz informó de que habíamos abandonado Idlewild, encendido motores e iniciábamos el descenso. El despegue había sido tan suave que no lo había notado.
Recogí los trozos de dientes de la boca, recorrí las dolorosas extremidades de los moratones que me habían hecho los Mendicantes y me fui quedando dormido.
El día en que el pasajero despertó (y nada volvería a ser igual después de aquel día), Sky y sus dos colegas más íntimos iban en un tren de servicio por el eje del
Santiago
, avanzando con estrépito por uno de los estrechos túneles de acceso que recorrían la nave de arriba abajo. El tren se movía pesadamente a unos pocos kilómetros por hora, y se paraba de vez en cuando para permitir que su tripulación descargara piedras o esperara a que otro tren despejara el siguiente tramo del túnel. Como siempre, los compañeros de Sky pasaban el rato con cuentos chinos y fanfarronadas, mientras que Sky hacía de abogado del diablo y se sentía incapaz de compartir totalmente su diversión, aunque siempre estaba dispuesto a arruinarla a la menor oportunidad.
—Ayer Viglietti me contó una cosa —dijo Norquinco subiendo el tono de voz para hacerse oír por encima del rugido del paso del tren—. Me dijo que ni él mismo se lo creía, pero que conocía a otra gente que sí. Lo cierto es que es algo sobre la Flotilla.
—Sorpréndenos —dijo Sky.
—Una pregunta fácil: ¿cuántas naves había en un principio, antes de que explotara el
Islamabad
?
—Cinco, claro —respondió Gómez.
—Ah, pero ¿y si nos equivocamos? ¿Y si al principio hubiera seis? Una explotó, eso lo sabemos pero ¿y si la otra sigue ahí afuera?
—¿Y no la habríamos visto?
—No si está muerta; el cascarón encantado de una nave que se arrastra detrás de nosotros.
—Muy oportuno —dijo Sky—. ¿No tendrá nombre, por casualidad?
—De hecho…
—Lo sabía.
—Dicen que se llama
Caleuche
.
Sky suspiró porque sabía que iba a ser otro de aquellos viajecitos. Antes, mucho tiempo atrás, los tres consideraban la red de trenes de la nave como una fuente continua de diversión y peligro controlado; un lugar de juegos arriesgados y ficción; historias de fantasmas y desafíos. Había túneles en desuso que se desviaban de las rutas principales y conducían, o eso se rumoreaba, a zonas de carga escondidas o a zulos secretos de polizones durmientes, introducidos a bordo por gobiernos rivales en el último momento. Sus amigos y él se retaban a subir en la parte exterior del tren cuando estaba en marcha y se raspaban las espaldas a gran velocidad contra las paredes de los túneles. Ya mayor, Sky veía aquellos antiguos juegos con irónica perplejidad, a medias orgulloso de haber corrido semejantes riesgos y a medias horrorizado de haber estado tan cerca de lo que obviamente hubiera sido una muerte horrible.
De aquello hacía toda una vida. Ya eran personas serias; hacían lo que les tocaba hacer por la nave. Todos tenían que arrimar el hombro en los nuevos tiempos de escasez y Sky y sus compañeros se encargaban, de forma regular, de hacer llegar o recibir los suministros de los trabajadores del eje y de la sección de motores. Normalmente tenían que ayudar a descargar las cosas y hacerlas pasar por forjados sanitarios y pozos de acceso hasta llevarlas a su destino, así que el trabajo no era tan fácil como parecía. Sky casi nunca terminaba un turno sin haber recibido unos cuantos cortes y moratones, y todos aquellos esfuerzos le habían proporcionado un buen juego de músculos que nunca había esperado tener.
Eran un trío curioso. Gómez intentaba acceder a un trabajo en la sección de motores, en el sacerdocio sagrado del equipo de propulsión. De vez en cuando se subía al tren para acercarse hasta allí, e incluso hablaba con algunos de los susurrantes técnicos de motores, para intentar impresionarlos con sus conocimientos sobre física de contención y otras teorías arcanas de propulsión por antimateria. Sky había observado algunos de aquellos intercambios y también la forma en que las preguntas y respuestas de Gómez no siempre eran aplastadas sin piedad por los técnicos. A veces hasta parecían moderadamente impresionados, lo que daba a entender que Gómez algún día podría formar parte de su tranquilo sacerdocio.