—Pero acabaron psicóticos.
Payaso vaciló, levemente sorprendido, y no respondió de inmediato. Más tarde, Sky descubriría que en aquellos momentos de parálisis Payaso pedía consejo a uno de sus padres o a uno de los otros adultos sobre la mejor forma de responder.
—Sí… —dijo Payaso finalmente—. Pero la culpa no fue del todo nuestra.
—¿Qué? ¿No fue culpa nuestra encerrarlos en la bodega con solo unos cuantos metros cúbicos de agua para nadar?
—Créeme, las condiciones en las que los mantenemos son infinitamente preferibles a las del laboratorio de experimentación de los Quiméricos.
—Pero los delfines no pueden recordar, ¿o sí?
—Son más felices, créeme.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Porque soy Payaso. —La máscara de su cara siempre sonriente se estiró aún más en una sonrisa atormentada—. Payaso lo sabe todo.
Sky estaba a punto de preguntarle a Payaso qué quería decir exactamente con aquello, cuando todo se llenó de luz. Fue un relámpago muy brillante y súbito, aunque totalmente silencioso, que provenía de la franja de ventanas de la pared. Sky parpadeó, pero siguió viendo la postimagen de la ventana: un rectángulo rosa de bordes rectos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, todavía parpadeando.
Pero algo iba muy mal con Payaso y, de hecho, con todo el paisaje. En el instante del relámpago, Payaso se había deformado, estirado y malformado en todas direcciones, pintado por las paredes, con la expresión congelada. La barca en la que habían parecido estar se torció en una perspectiva tan distorsionada que daba náuseas. Era como si toda la escena hubiera estado dibujada con pintura húmeda y alguien la removiera con un palo.
Payaso nunca había dejado que pasara nada similar.
Aún peor, la fuente de iluminación de la sala (las imágenes brillantes de las paredes) se oscureció hasta quedar negra. La única luz era el tenue brillo lechoso de la alta ventana. Pero hasta aquello acabó desvaneciéndose al cabo de un rato, dejando a Sky solo en la oscuridad absoluta.
—¿Payaso? —preguntó Sky, primero en voz baja y después con más insistencia.
No hubo respuesta. Sky comenzó a sentir algo extraño y molesto. Surgía de algún lugar profundo de su interior; un brote de miedo y ansiedad que tenía mucho que ver con la respuesta típica de un niño de tres años a la situación y nada que ver con la pátina de madurez y precocidad que normalmente alejaba a Sky de otros chicos de su edad. De repente era un niño pequeño, solo en la oscuridad, que no comprendía lo que pasaba.
Preguntó de nuevo por Payaso, pero en su voz se notaba la desesperación; se había dado cuenta de que Payaso ya hubiera respondido de ser posible. No; Payaso se había ido; la reluciente guardería se había quedado oscura y, sí, fría; no podía oír nada; ni siquiera los ruidos de fondo normales del
Santiago
.
Sky se arrastró por el suelo hasta encontrar la pared, y después navegó por la habitación intentando encontrar la puerta. Pero cuando la puerta se cerraba quedaba sellada con un cierre invisible, de modo que no podía localizar ni siquiera la diminuta rendija que hubiera traicionado su posición. No había pomo ni control interior ya que, de no estar castigado dentro, Payaso le hubiera abierto la puerta cuando quisiera.
Sky buscó a tientas una reacción apropiada y descubrió que, le gustara o no, ya estaba teniendo una. Había empezado a llorar; algo que no recordaba haber hecho desde hacía mucho tiempo.
Lloró y lloró y finalmente (tardara lo que tardara), se quedó sin lágrimas y los ojos le escocían al restregárselos.
Llamó de nuevo a Payaso y escuchó atentamente, pero seguía sin oírse nada. Intentó gritar, pero aquello tampoco servía y, al final, la garganta le dolía demasiado para seguir haciéndolo.
Probablemente llevara solo unos veinte minutos, pero aquel espacio de tiempo se alargó hasta lo que seguramente sería una hora, y después quizá dos horas, y después atormentantes múltiplos de hora. En cualquier otra circunstancia aquel tiempo hubiera parecido largo pero, sin comprender su situación (preguntándose quizá si se trataba de algún castigo más fuerte del que su padre no le había hablado), se le hizo interminable. Entonces, la idea de que Titus le estaba imponiendo aquella tortura comenzó a parecer poco probable y, mientras le temblaba el cuerpo, su mente empezó a explorar alternativas más desagradables. Se imaginó que la guardería se había desprendido de algún modo del resto de la nave y que estaba cayendo en el espacio, alejándose del
Santiago
(y de la Flotilla) y que cuando alguien se diera cuenta ya sería demasiado tarde para hacer nada. O quizá unos monstruos habían invadido la nave entrando por la parte inferior del casco, habían exterminado silenciosamente a todos a bordo y él era la única persona a la que todavía no habían encontrado, aunque solo era cuestión de tiempo…
Oyó un arañazo en algún lugar de la habitación.
Eran, por supuesto, los adultos. Tuvieron que trabajar un rato con la puerta antes de poder abrirla y, cuando lo hicieron, una rendija de luz ámbar se derramó por el suelo hacia él. Su padre fue el primero en entrar, acompañado por cuatro o cinco adultos que Sky no conocía. Eran formas altas y encorvadas que portaban linternas. Las caras parecían cenicientas a la luz de las linternas; serios como reyes de cuento. El aire que entró en la habitación era más frío de lo normal (hizo que temblara más todavía) y el aliento de los adultos apuñalaba el aire como las exhalaciones de un dragón.
—Está bien —dijo su padre a uno de los otros adultos.
—Bien, Titus —respondió un hombre—. Vamos a llevarlo a un lugar seguro, después seguiremos bajando por la nave.
—Schuyler, ven aquí. —Su padre estaba arrodillado con los brazos abiertos—. Ven aquí, hijo mío. Estás a salvo. No tienes de qué preocuparte. Has estado llorando, ¿verdad?
—Payaso se fue —consiguió decir Sky.
—¿Payaso? —preguntó uno de los otros.
Su padre se volvió hacia el hombre.
—El programa educacional a cargo de la guardería, eso es todo. Sería uno de los primeros procesos no esenciales en pararse.
—Haz que vuelva Payaso, por favor —dijo Sky—. Por favor.
—Más tarde —dijo su padre—. Payaso está… descansando, eso es todo. No tardará nada en volver. Y tú, muchacho, probablemente quieras beber o comer algo, ¿no?
—¿Dónde está mamá?
—Ella… —su padre hizo una pausa—. No puede estar aquí ahora mismo, Schuyler, pero te manda su amor.
Sky observó cómo uno de los otros hombres le tocaba el hombro a su padre.
—Estará más seguro con los otros niños, Titus, en la guardería principal.
—Él no es como los otros niños —respondió su padre.
Entonces le metieron prisa para que saliera fuera, al frío. El pasillo más allá de la guardería se sumergía en la oscuridad en ambas direcciones, alejándose del pequeño charco de luz definido por las linternas de los adultos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Sky, dándose cuenta por primera vez de que su microcosmos no era lo único que andaba revuelto; que, ocurriera lo que ocurriera, también había tocado el mundo de los adultos. Nunca antes había visto así la nave.
—Algo muy, muy malo —le respondió su padre.
Salí medio dormido del sueño de Sky Haussmann, y durante un instante pensé que seguía dentro de otro sueño, uno cuya protagonista era una sensación terrorífica de pérdida y desorientación.
Entonces me di cuenta de que no se trataba de un sueño.
Estaba totalmente despierto, pero sentía como si mi cabeza estuviera todavía profundamente dormida; en concreto, la parte que guardaba mis recuerdos, mi identidad y cualquier noción consoladora de cómo había acabado donde me encontraba; cualquier conexión que me vinculara a un pasado. ¿A qué pasado? Esperaba mirar atrás y encontrarme en algún punto con detalles definidos (un nombre, una pista sobre quién era yo), pero era como intentar concentrarse en la niebla.
Sin embargo, todavía sabía el nombre de las cosas; el idioma seguía en su sitio. Estaba tumbado en una cama bajo una delgada manta marrón de punto. Me sentía alerta y descansado… y, al mismo tiempo, completamente indefenso. Miré a mi alrededor y no me sonaba nada; nada me resultaba remotamente familiar en ningún aspecto. Me puse una mano delante de la cara, estudié las líneas de las venas en el dorso y con ello solo logré hacer que pareciera ligeramente menos extraña.
Pero recordaba los detalles del sueño bastante bien. Había sido vertiginosamente vívido; más que a un sueño común (incoherente, con perspectivas cambiantes y una lógica al azar), se parecía a un fragmento continuo de un documental. Era como si hubiera estado allí con Haussmann; no había visto las cosas exactamente desde su punto de vista, pero lo había seguido como un fantasma obsesivo.
Algo hizo que le diera la vuelta a la mano.
Había un nítido punto de sangre seca en el centro de la palma y, al examinar la sábana bajo mi cuerpo, vi más motas de sangre seca en el lugar en el que debía de haber estado sangrando antes de despertarme.
Algo estuvo a punto de solidificarse en la niebla; un recuerdo que casi adquirió definición.
Me levanté de la cama, desnudo, y miré a mi alrededor. Estaba en una habitación con paredes toscas; no las habían tallado en roca, sino que estaban formadas a partir de algo parecido a la arcilla seca y después pintadas con estuco blanco brillante. Había un taburete junto a la cama y un pequeño armario, ambos fabricados en una madera que yo no conocía. No había adornos por ninguna parte, salvo un pequeño jarrón marrón colocado en un hueco de la pared.
Observé el jarrón horrorizado.
Había algo en él que me llenaba de terror; un terror que reconocí al instante como irracional, pero que no podía evitar.
—Así que quizá sí habrá daño neurológico —me oí decir a mí mismo.
Todavía dominas el lenguaje, pero hay algo que está muy jodido en alguna parte de tu sistema límbico, o como quiera que se llame la parte de tu cerebro que maneja esa vieja innovación de los mamíferos llamada miedo
. Pero nada más descubrir el motivo de mi miedo, me di cuenta de que en realidad no era el jarrón.
Era el hueco en la pared.
Había algo escondido dentro, algo terrible. Y cuando fui consciente de ello, salté. El corazón se me aceleró. Tenía que salir de la habitación; alejarme de aquella cosa que, aunque sabía que no tenía sentido, me estaba congelando la sangre. Había una puerta abierta en un extremo de la habitación que conducía al «exterior»… donde fuera que estuviese.
La crucé tambaleante.
Mis pies tocaron hierba; estaba de pie en un cuadrado de césped húmedo y bien cortado, rodeado de malas hierbas y rocas a izquierda y derecha. El chalet donde me había despertado estaba detrás de mí, colocado sobre una cuesta; las malas hierbas amenazaban con arrastrarse sobre él. Pero la cuesta continuaba hacia arriba; su ángulo se hacía cada vez más pronunciado, se acercaba a la vertical y después se volvía a curvar en un arco de vegetación, de modo que el follaje parecía una acelga pegada a las paredes de un cuenco. Era difícil calcular la distancia, pero el techo del mundo debía estar aproximadamente a un kilómetro sobre mi cabeza. En el cuarto lado del terreno, el suelo bajaba un poco de nivel antes de volver a subir en el extremo opuesto de un valle de juguete. Se elevaba más y más hasta encontrarse con el suelo que subía a mis espaldas.
Más allá de las malas hierbas y de las rocas que tenía a ambos lados, pude vislumbrar los distantes límites del mundo, borrosos y teñidos de azul por la neblina de aire intermedio. A primera vista, parecía encontrarme en un hábitat cilíndrico muy largo, pero no era el caso: los lados se encontraban en los extremos, lo que sugería que la forma global de la estructura era la de un huso; es decir, dos conos colocados base con base, con mi chalet en algún lugar cerca del punto de máxima amplitud.
Me devané los sesos en busca de información sobre diseño de hábitats y no logré nada más que la persistente sensación de que había algo extraño en aquel lugar.
Un filamento caliente azul y blanco recorría el hábitat a todo lo largo; algún tipo de tubo cerrado de plasma que probablemente fuera capaz de oscurecerse para simular la puesta del sol y la noche. Pequeñas cascadas y escarpadas paredes de roca ingeniosamente colocadas animaban y servían de contrapunto a las plantas, como los detalles de una acuarela japonesa. En el extremo más alejado del mundo podían verse jardines ornamentales dispuestos en varios niveles; un mosaico de distintos cultivos, como una matriz de píxeles. Repartidos por el hábitat como pequeños guijarros había más chalets y alguna que otra aldea o vivienda de mayor tamaño. Algunos caminos serpenteaban alrededor de los contornos del valle y servían de unión entre los chalets y las comunidades. Los que estaban más cerca de los extremos de los conos estaban también más cerca del eje de rotación del hábitat y allí la ilusión de la gravedad debía de ser más débil. Me pregunté si la necesidad de gravedad habría tenido algo que ver con el diseño de aquel mundo.
Justo cuando empezaba a preguntarme muy en serio dónde estaba, algo salió arrastrándose de las malas hierbas y se abrió paso hacia el claro por medio de un elaborado conjunto de patas de metal articuladas. Mi mano se cerró sobre una pistola invisible como si, a cierto nivel muscular, esperara encontrarse con una.
La máquina se detuvo haciendo tictac. Las patas de araña soportaban un cuerpo ovoide verde, sin más rasgos que un único diseño azul brillante en forma de copo de nieve.
Di un paso atrás.
—¿Tanner Mirabel?
La voz salía de la máquina, pero algo en ella me decía que no pertenecía al robot. Sonaba humana, femenina y no muy segura de sí misma.
—No lo sé.
—Vaya por Dios. Mi castellano
[3]
no es muy bueno… —la mujer dijo aquellas palabras en norte, pero después cambió al idioma en el que yo había hablado y su voz sonó mucho más insegura que antes—. Espero que pueda comprenderme. No tengo mucha práctica con el castellano. Yo… em… espero que reconozca su nombre, Tanner. Tanner Mirabel, mejor dicho. Em… señor Mirabel, eso es. ¿Estoy diciéndolo bien?
—Sí —respondí yo—. Pero podemos hablar norte si le resulta más fácil. Si no le importa que sea yo el que tenga poca práctica.
—Habla usted muy bien los dos, Tanner. No le importa que le llame Tanner, ¿no?