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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (22 page)

BOOK: Ciudad abismo
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Norquinco era una criatura totalmente distinta. Tenía la habilidad de perderse de forma completa y obsesiva en un problema; era abrumadoramente capaz de que todo lo fascinara, siempre que fuera lo bastante complejo y elaborado. Era un entusiasta de las listas, estaba profundamente enamorado de las series de números y de las clasificaciones. No era de extrañar que su campo de estudio favorito fuera la horrible complejidad del sistema nervioso del
Santiago
; las redes informáticas que recorrían la nave y que habían sido alteradas, reconducidas y rescritas como un palimpsesto incontables veces desde el despegue; la más reciente de ellas, durante el apagón. La mayoría de los adultos cuerdos no se atrevían a intentar entender algo más que un pequeño subconjunto de aquella complejidad, pero Norquinco se sentía atraído por todo el conjunto, perversamente emocionado por algo que la mayoría de las personas consideraba al filo de lo patológico.

Debido a ello, asustaba a la gente. Los técnicos que trabajaban en los problemas de la red tenían soluciones trilladas para casi todos los fallos, y lo último que querían era a alguien que les enseñara cómo hacer las cosas de forma ligeramente más eficaz. En broma, decían que acabaría dejándolos sin trabajo… pero solo era una forma educada de decir que Norquinco los hacía sentirse incómodos. Así que viajaba en los trenes con Sky y Gómez, a salvo.

—El
Caleuche
—repitió Sky—. Y supongo que el nombre tendrá algún significado, ¿no?

—Claro —dijo Norquinco, consciente de la expresión de profundo desprecio de Sky—. La isla de la que provenían mis antepasados tenía muchas historias de fantasmas. El
Caleuche
era una de ellas. —Norquinco hablaba en serio, no quedaba rastro de su habitual nerviosismo.

—Y supongo que vas a sacarnos de nuestra ignorancia sobre ella.

—Era un barco fantasma.

—Vaya, nunca lo habría averiguado.

Gómez le dio un golpe.

—Oye, cállate ya y deja que Norquinco siga con la historia, ¿vale?

Norquinco asintió.

—Solían escucharlo; enviaba música de acordeón que cruzaba el mar por la noche. A veces hasta se acercaba al puerto o cogía marineros de otros barcos. Los muertos que viajaban en él se divertían en una fiesta sin fin. La tripulación la componían magos, brujos
[6]
. Escondían al
Caleuche
en una nube que lo seguía a todas partes. De vez en cuando alguien lo veía, pero nunca podían acercarse a él. Se hundía bajo las olas o se convertía en roca.

—Ah —dijo Sky—. Así que este barco al que nadie podía ver con claridad (porque lo cubría una nube) también tenía la habilidad de convertirse en una vieja roca cuando se acercaban, ¿no? Extraordinario, Norquinco; una prueba indiscutible de magia.

—No estoy diciendo que de verdad existiera un barco fantasma —respondió Norquinco irritado—. Entonces. Pero ahora, ¿quién sabe? Quizá el mito se refiriera a algo que todavía no había sucedido.

—Esto cada vez se pone mejor, de verdad.

—Escucha —intervino Gómez—. Olvídate del
Caleuche
; olvídate de las gilipolleces sobre barcos fantasma. Norquinco lleva razón… en cierto modo. Puede haber ocurrido, ¿no? Podría haber existido otra nave y ese conocimiento podría haberse vuelto confuso con el tiempo.

—Si tú lo dices. También podrías argumentar que todo ha sido un enredo de mentiras fabricado por la tripulación mortalmente aburrida de una nave para enriquecer el aspecto mítico de sus vidas. Si quisieras. —Sky hizo una pausa, cuando el tren se desvió bruscamente por otro túnel, traqueteando sobre los raíles de inducción, mientras la gravedad aumentaba al acercarse más a la capa superficial.

—Ah, ya sé cuál es tu problema —dijo Norquinco con una media sonrisa—. Es tu viejo, ¿no? No quieres creerte nada de esto por la posición de tu padre. No puedes soportar la idea de que él no sepa algo tan importante.

—Quizá lo sepa, ¿se te ha ocurrido pensarlo?

—¿Así que admites que la nave podría ser real?

—No, en realidad… Pero Gómez lo interrumpió, obviamente acalorado con el tema.

—De hecho, no me resultaría difícil creer que alguna vez existiera una sexta nave. Lanzar a seis no sería mucho más costoso que lanzar a cinco, ¿no? Después de eso, después de que la nave alcanzara velocidad de crucero, podría haberse producido un desastre… algún suceso trágico, deliberado o no, que dejara a la sexta nave prácticamente muerta. En punto muerto, pero abandonada, con su tripulación asesinada, probablemente también los
momios
. Debería tener la bastante potencia residual como para mantener la antimateria dentro de la contención, claro, pero para eso no haría falta mucho.

—¿Sí? —preguntó Sky—. ¿Y simplemente nos olvidamos de ella?

—Si las otras naves hubieran tenido algo que ver con la destrucción de la sexta, no habría resultado difícil cambiar los archivos de datos de toda la Flotilla para eliminar cualquier referencia al crimen, o hasta al hecho de que la víctima hubiera existido. Aquella generación de tripulantes podría haber jurado no transmitir el secreto del crimen a sus descendientes, a nuestros padres.

Gómez asintió entusiasmado.

—Así que ahora todo lo que nos queda son unos cuantos rumores; verdades medio olvidadas mezcladas con la mitología.

—Exactamente lo que tenemos —añadió Norquinco.

Sky sacudió la cabeza; sabía que era inútil seguir discutiendo.

El tren se detuvo en una de las zonas de carga que servían a aquella parte del eje. Los tres salieron con cuidado, haciendo crujir las pegajosas suelas de los zapatos contra el terreno para lograr tracción. Tan cerca del eje de rotación casi no se sentía la gravedad. Los objetos todavía chocaban contra el suelo, pero con cierta renuencia, y era fácil hacerse daño en la cabeza contra el techo si se daba un paso demasiado vigoroso.

Había muchas zonas de carga como aquella, y cada una prestaba servicio a un grupo de
momios
. Había seis módulos de durmientes alrededor de aquella parte del eje, cada uno de los cuales contaba con diez cabinas criogénicas individuales. Los trenes no llegaban más allá, y casi todo el equipo y los suministros tenían que transportarse a mano desde aquel punto, a través de accesos con escaleras y serpenteantes forjados sanitarios. Había montacargas y robots con brazos mecánicos, pero no se solían usar mucho. Los robots, en concreto, necesitaban una programación y un mantenimiento diligentes, y hasta la tarea más simple se les tenía que deletrear como si se tratara de niños especialmente torpes. Normalmente era más rápido hacerlo uno mismo. Por eso había tantos técnicos, que solían pasar el día apoyados en las paletas con cara de aburrimiento, mientras fumaban cigarrillos caseros o daban golpecitos con sus registradores de estilete en las carpetas, intentando siempre parecer algo ocupados, a pesar de que en realidad no estaba pasando nada. Los técnicos solían llevar monos azules con calcomanías de cada sección, pero normalmente los monos estaban rasgados o reparados de un modo u otro y dejaban al aire pieles toscamente tatuadas. Sky los conocía a todos de cara, claro… en una nave con solo ciento cincuenta humanos cálidos era difícil no hacerlo. Pero solo tenía una vaga idea de sus nombres y casi ninguna del tipo de vidas que llevaban cuando no estaban trabajando. Los técnicos fuera de servicio solían quedarse en sus propias zonas del
Santiago
y se relacionaban entre ellos, hasta el extremo de producir a su propia descendencia. Hablaban su propio dialecto, empapado de jerga celosamente guardada.

Pero había algo ligeramente distinto.

Nadie estaba haciendo el vago ni intentando parecer ocupado. De hecho, casi no había técnicos en aquella sala y los pocos que había parecían nerviosos, como si esperaran que saltara una alarma en cualquier momento.

—¿Qué ocurre? —preguntó Sky.

Pero el hombre que salió con cuidado de detrás de la torre de paletas de equipo más cercana no era un técnico. Tocó con la mano el hombro de cromo de un robot manipulador agachado como si buscara apoyo, mientras le caía el sudor de la frente.

—¿Papá? —dijo Sky—. ¿Qué haces aquí?

—Te podría preguntar lo mismo, a no ser que se trate de una de tus tareas.

—Claro que lo es. Te dije que trabajábamos en los trenes de vez en cuando, ¿no?

Titus parecía distraído.

—Sí… sí, es verdad. Se me olvidó. Sky, ayuda a estos hombres a descargar la mercancía y después sal de aquí con tus amigos, ¿vale?

Sky miró a su padre.

—No te entiendo.

—Hazlo de todos modos, ¿de acuerdo? —Después, Titus Haussmann se volvió hacia el técnico más cercano, un tipo de barba tupida con antebrazos grotescamente musculosos cruzados sobre el pecho como jamones—. Lo mismo va para tus hombres y tú, Xavier. Saca de aquí a todos los que no sean esenciales y que suban por el eje. De hecho, ya que estamos quiero que se evacue a toda la sección de motores. —Se remangó la camisa y susurró órdenes al brazalete.
Recomendaciones, para ser más exactos
, pensó Sky, aunque el Viejo Balcazar siempre se atenía a los consejos de Titus Haussmann. Después, se dirigió de nuevo a Sky y parpadeó al ver que su hijo seguía presente—. ¿No te acabo de decir que te pongas en marcha, hijo? No estaba de broma.

Norquinco y Gómez se marcharon en compañía de un par de técnicos hacia el tren parado, y abrieron una de las cubiertas de carga para empezar a rasparse los nudillos descargando los suministros. Se pasaron las cajas de mano en mano hasta sacarlas del módulo, desde donde probablemente se bajarían algunos niveles hasta llegar a las cabinas de los durmientes en sí.

—Papá, ¿qué pasa? —preguntó Sky.

Pensó que su padre lo reprendería, pero Titus se limitó a sacudir la cabeza.

—No lo sé. Todavía no. Pero algo va mal con uno de los pasajeros… algo que me tiene un poco preocupado.

—¿Qué quieres decir con que va mal?

—Uno de los putos
momios
se está despertando —se limpió la frente—. Se supone que eso no debe pasar. He estado ahí abajo, en la cabina, y sigo sin comprenderlo. Pero me tiene preocupado. Por eso quiero vaciar esta zona.

Vaya, sí que era un prodigio, pensó Sky. Ninguno de los pasajeros se había despertado, aunque algunos de ellos habían muerto. Pero su padre no parecía entusiasmado con la idea. Para ser más precisos, parecía realmente preocupado.

—¿Y por qué es un problema, papá?

—Porque se supone que no tienen que despertarse, por eso. Si ocurre es porque alguien lo planeó desde el primer día. Antes de que dejáramos el sistema solar.

—¿Pero por qué quieres evacuar la zona?

—Por algo que me contó mi padre, Sky. Ahora, ¿vas a hacer lo que te he dicho, descargar ese tren y largarte de una vez?

En aquellos momentos, otro tren se introdujo en la zona en dirección opuesta y quedó frente al tren en el que había llegado Sky. Cuatro miembros del equipo de seguridad de Titus salieron del tren, tres hombres y una mujer, y comenzaron a abrocharse una protección de plástico que era demasiado voluminosa para llevarla puesta durante el viaje. Prácticamente se trataba de toda la milicia operativa de la nave, de su cuerpo de policía y su ejército, y ni siquiera ellos eran personal de seguridad a tiempo completo. El equipo se acercó a otra parte del tren y descolgó unas pistolas: armas de color blanco brillante que manejaban nerviosos y con cuidado. Su padre siempre le había dicho que no había armas a bordo de la nave, pero nunca había resultado muy convincente.

De hecho, había muchos aspectos de la seguridad de la nave de los que Sky deseaba saber más. La pequeña, hermética y eficaz organización de su padre lo fascinaba. Pero nunca lo habían dejado trabajar con su padre. La explicación que le había dado Titus era bastante creíble: no podía reivindicar su imparcialidad y su sentido de la justicia si su hijo recibiera un puesto en la organización, independientemente de la capacidad de Sky… pero eso no hacía que resultara menos amargo. Por aquella razón, las tareas que se le asignaban a Sky solían estar lo más lejos posible de cualquier cosa remotamente relacionada con la seguridad. Nada cambiaría mientras Titus siguiera de jefe de seguridad, y ambos lo entendían.

Sky fue a reunirse con sus amigos para ayudarlos a descargar las provisiones. Hacían el trabajo con rapidez, sin la cuidadosa perfección con la que solían llevar a cabo el proceso. Sus amigos estaban intimidados; lo que estaba ocurriendo, fuera lo que fuera, era algo extraordinario, y Titus Haussmann no era el tipo de hombre que fingía una crisis cuando no la había.

Sky no perdió de vista al equipo de seguridad.

Se colocaron cascos auriculares de tela sobre sus cráneos rapados, dieron golpecitos en los micrófonos y comprobaron las frecuencias de comunicación. Después, sacaron cascos blindados del tren y metieron dentro la cabeza, para después ajustar los monóculos desplegables superpuestos. Una delgada línea negra iba desde cada casco hasta una mira unida a la parte superior de cada pistola, de modo de que las pistolas podían dispararse sin que el guardia tuviera que mirar en la dirección del blanco. Probablemente tuvieran también dispositivos infrarrojos o sónar. Les resultarían útiles en los oscuros niveles inferiores.

Cuando terminaron de manosear el equipo, los miembros de seguridad se dirigieron hacia el padre de Sky, que los informó rápidamente y en voz baja, sin hacer ningún aspaviento. Sky observó cómo movía los labios; delante de su equipo tenía una expresión de calma total. De vez en cuando hacía un gesto preciso y tenso con la mano o sacudía la cabeza. Lo mismo podría haber estado contándoles un cuento infantil. Hasta el sudor de la frente parecía habérsele secado.

Entonces, Titus Haussmann dejó al grupo, fue hacia el tren en el que habían llegado y sacó su propia pistola. Sin protección ni casco; solo el arma. Era del mismo blanco brillante que las otras. Bajo ella había un cargador y una culata esquelética. Su padre la manejaba con silencioso respeto en vez de con familiaridad: igual que un hombre que sostuviera una serpiente a la que acababa de sacar el veneno.

¿Todo por un solo pasajero insomne?

—Papá… —dijo Sky abandonando de nuevo su trabajo—. ¿Qué pasa? ¿Qué pasa en realidad?

—Nada por lo que debas preocuparte —respondió su padre.

Titus se llevó con él a tres de sus agentes y dejó al cuarto atrás para hacer guardia en la zona de descarga. El destacamento desapareció por uno de los pozos de acceso que conducía a las cabinas, y el ruido de su descenso se fue haciendo cada vez más distante, aunque no llegó a silenciarse del todo. Una vez seguro de que su padre no podía escucharlo, Sky fue hacia el guardia apostado en la zona de carga.

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