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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (47 page)

BOOK: Ciudad abismo
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Sonreí e intenté encontrar alguna objeción técnica obvia… pero no conseguí nada. Parecía una locura, pero cuando intenté encontrar una grieta en algún aspecto de la idea, vi que el plan de Cahuella era difícil de criticar. Sabíamos lo bastante sobre el comportamiento de los ejemplares casi adultos como para hacernos una idea bastante aproximada de dónde cazarlos, y podíamos aumentar las dosis de tranquilizantes de la forma adecuada multiplicando por la relación de volumen corporal. También tendríamos que adaptar el tamaño de las agujas… tendrían que parecerse más a arpones, pero lo cierto es que cabía dentro de nuestras posibilidades. Probablemente Cahuella tuviera fusiles lanza arpones en algún lugar de su arsenal.

—Pero tendremos que cavar un pozo nuevo —repuse.

—Pues pon a tus hombres a trabajar en eso. Pueden tenerlo listo para cuando volvamos.

—Reivich es solo un pequeño detalle en todo esto, ¿no? Aunque Reivich apareciera mañana, te buscarías otra excusa para salir ahí afuera y buscar a tu adulta.

Cahuella cerró la caja de control y apoyó la espalda en la pared para estudiarme con expresión crítica.

—No. ¿Qué crees que soy, una especie de obseso? Si significara tanto para mí, ya estaríamos haciéndolo. Solo digo que sería una estupidez desaprovechar una oportunidad como esta.

—¿Dos pájaros de un tiro?

—Dos serpientes —dijo poniendo un cuidadoso énfasis en la última palabra—. Una literal, la otra metafórica.

—En realidad no crees que Reivich sea una serpiente, ¿verdad? Yo sólo lo veo como a un niño rico asustado que piensa que lleva la razón.

—¿Qué te importa lo que yo piense? —me preguntó él.

—Creo que necesitamos dejar claro qué es lo que lo impulsa a actuar. Así podremos comprenderlo y anticiparnos a sus acciones.

—¿Qué importa? Sabemos dónde estará el chico. Montamos la emboscada y ya está.

Bajo nosotros, la serpiente cambió de postura.

—¿Lo odias? —quise saber.

—¿A Reivich? No. Siento lástima por él. A veces hasta pienso que podríamos simpatizar. Si fuera en busca de otra persona porque hubiera matado a su familia (lo que, dicho sea de paso, yo no hice), quizá hasta le deseara buena suerte.

—¿Se merece todo este esfuerzo?

—¿Tienes alguna alternativa en mente, Tanner?

—Podríamos disuadirlo. Golpear primero y matar a algunos de sus hombres, solo para desmoralizarlo. Quizá ni siquiera sea necesario. Podríamos construir alguna barrera física… provocar un incendio en el bosque o algo. Los monzones todavía tardarán unas semanas en llegar. Debe de haber docenas de cosas que podamos hacer. El chico no tiene por qué morir.

—No; ahí es donde te equivocas. Nadie se levanta contra mí y sigue vivo. No me importa una mierda si acaban de enterrar a toda su familia y a su puto perrito. Intento dejar algo claro, ¿lo entiendes? Si no lo hacemos ahora, tendremos que hacerlo una y otra vez en el futuro, cada vez que algún soplapollas aristócrata se sienta afortunado.

Suspiré y comprendí que no ganaría aquella discusión. Sabía que la cosa acabaría así: que no podría convencer a Cahuella de que cancelara la expedición de caza. Pero sentía que era necesario expresar mi descontento. Llevaba tanto tiempo en aquel trabajo que casi estaba obligado a cuestionar sus órdenes. Era parte del trabajo por el que me pagaba, tenía que ser su conciencia en los momentos en los que buscaba la suya propia y no encontraba más que un agujero supurante.

—Pero no tiene por qué ser algo personal —dije—. Podemos acabar con Reivich limpiamente, sin tener que convertirlo en un baño de sangre recriminatorio. Creías que bromeabas al hablar de que podía darle a áreas específicas del cerebro cuando disparaba a la cabeza. Pero no lo hacías. Puedo hacerlo, si la situación lo requiere. —Pensé en los soldados de mi propio bando a los que me había visto forzado a asesinar; hombres y mujeres inocentes cuyas muertes servían a algún plan maestro inescrutable. Aunque no me absolvía de todo el mal que había perpetrado, siempre había intentado matarlos de la forma más rápida e indolora que me permitía mi habilidad. En aquellos momentos sentía que Reivich se merecía la misma amabilidad.

Después, en Ciudad Abismo, sentí algo completamente distinto.

—No te preocupes, Tanner. Haremos que sea agradable y rápido para él. Un trabajo realmente limpio.

—Bien. Por supuesto, elegiré personalmente a mi equipo… ¿viene Vicuna con nosotros?

—Por supuesto.

—Entonces necesitaremos dos tiendas. No pienso comer en la misma mesa que ese engendro; me importan un bledo las cosas que haya aprendido a hacer con las serpientes.

—Habrá más de dos tiendas, Tanner. Dieterling vendrá con nosotros, claro, conoce a las serpientes mejor que nadie, y también me llevo a Gitta.

—Quiero que entiendas algo —dije—. Solo salir a la selva ya conlleva algunos riesgos. En el momento en que Gitta salga de la Casa de los Reptiles, automáticamente correrá más peligro del que correría si se quedara. Sabemos que algunos de nuestros enemigos observan atentamente nuestros movimientos y sabemos que hay cosas en la jungla que es mejor evitar —hice una pausa—. No es que abdique de mi responsabilidad, pero quiero que sepas que no puedo garantizar la seguridad de nadie durante esta expedición. Solo puedo intentar hacerlo lo mejor posible… pero puede que eso no baste.

Me dio unas palmaditas en el hombro.

—Estoy seguro de que será suficiente, Tanner. Nunca antes me has decepcionado.

—Siempre hay una primera vez —comenté.

Nuestro pequeño convoy de caza consistía en tres vehículos blindados con efecto de suelo. Cahuella, Gitta y yo íbamos en el de cabeza, junto con Dieterling. Dieterling manejaba el joystick y nos guiaba con habilidad por el sendero cubierto de maleza. Conocía el terreno y era también experto en cobras reales. Me dolía pensar que también estaba muerto.

Detrás, Vicuna y tres miembros del personal de seguridad ocupaban el segundo vehículo: Letelier, Orsono y Schmidt; todos expertos en trabajo en terrenos difíciles. El tercer vehículo transportaba armamento pesado (como los rifles lanza arpones del engendro) y munición, suministros médicos, raciones de agua y comida, y las tiendas burbuja desinfladas. Lo conducía uno de los viejos fideicomisarios de Cahuella, mientras que Rodríguez controlaba la escopeta de atrás y se encargaba de barrer el sendero por si alguien nos atacaba por detrás.

En el salpicadero había un mapa de la Península dividido en secciones cuadriculadas, con nuestra posición marcada por un punto azul parpadeante. A varios cientos de kilómetros al norte, pero en el mismo sendero que seguíamos nosotros, había un punto rojo que se movía un poco más hacia el sur cada día. Era el equipo de Reivich; pensaban que se movían furtivamente, pero los traicionaban las firmas de sus armas, cuya pista seguía Orcagna. Hacían unos cincuenta o sesenta kilómetros al día, que era más o menos la velocidad que se podía alcanzar a través de la jungla. Nuestro plan era montar el campamento a un día de viaje al sur de Reivich.

Mientras tanto, atravesábamos el límite inferior del territorio de las cobras reales. Se podía leer la emoción en los ojos de Cahuella mientras escudriñaba la jungla en busca de alguna pista de movimientos largos y lentos. Las cobras casi adultas se movían con tanta pesadez (y eran tan invulnerables a cualquier tipo de depredador natural) que nunca habían desarrollado el instinto de la huida. Lo único que conseguía hacer que una cobra real se moviese era el hambre o el imperativo migratorio de su ciclo de reproducción. Vicuna decía que ni siquiera tenían algo que pudiera considerarse instinto de supervivencia. Tenían tanta necesidad de uno como un glaciar.

—Ahí hay un árbol cobra —dijo Dieterling cuando se acercaba la noche—. De fusión reciente, por su aspecto. —Señaló hacia un lado, a lo que parecía una oscuridad impenetrable. Mi vista era buena, pero la de Dieterling parecía sobrehumana.

—Dios… —dijo Gitta mientras se llevaba a los ojos unas gafas camufladas amplificadoras de imagen—. Es enorme.

—No son unos animales pequeños —le dijo su marido. Miraba en la misma dirección que Dieterling y escudriñaba algo con intensidad—. Llevas razón. Ese árbol debe llevar… ¿qué? ¿Ocho o nueve fusiones?

—Como mínimo —respondió Dieterling—. Puede que la fusión más reciente todavía esté en transición.

—¿Quieres decir que todavía está caliente? —preguntó Cahuella.

Pude ver hacia dónde se dirigían sus ideas. Donde había un árbol con capas de crecimiento reciente, podría haber también cobras reales casi adultas.

Decidimos acampar en el siguiente claro, unos doscientos metros más allá de donde nos encontrábamos. Los conductores necesitaban descansar tras pasar todo el día intentando abrirse paso por el sendero y los vehículos solían acumular daños menores que debían arreglarse antes de la siguiente etapa. No teníamos prisa por llegar al punto de la emboscada y a Cahuella le gustaba pasar unas cuantas horas cada noche cazando alrededor del perímetro del campamento antes de retirarse.

Usé una guadaña de monofilamento para ampliar el claro, y después ayudé a inflar las tiendas burbuja.

—Me voy a la jungla —dijo Cahuella tras darme un golpecito en el hombro. Llevaba su chaqueta de caza y un rifle colgado del hombro—. Volveré en una hora o así.

—Si te encuentras con una casi adulta no seas muy duro con ella —le dije, medio en broma.

—Es solo una excursión de pesca, Tanner.

Me acerqué a la mesa plegable que había montado junto a la tienda y en la que habíamos puesto parte del equipo.

—Aquí. No te olvides de esto, sobre todo si vas a alejarte —le pasé las gafas de amplificación de imagen.

Él dudó, pero después alargó una mano, cogió las gafas y se las metió en el bolsillo de la camisa.

—Gracias.

Se alejó del charco de luz alrededor de las tiendas y le quitó el seguro a la pistola mientras caminaba. Terminé la primera tienda, en la que dormían Gitta y Cahuella, y después fui a buscarla para decirle que estaba lista. Estaba sentada en la cabina del vehículo, con un caro compaq sobre el regazo. Tecleaba con pereza y ojeaba algo que parecía poesía.

—Tu tienda está lista —le dije.

Ella cerró el compaq con algo parecido al alivio, y me permitió que la llevara hacia la abertura de su tienda. Yo ya había explorado el claro para comprobar que no hubiera nada desagradable al acecho (las primas más pequeñas y venenosas de las cobras reales, a las que llamábamos cuerdas colgantes), pero el lugar era seguro. De todos modos, Gitta se movía vacilante, la asustaba pisar algo que no fuera un trozo iluminado de tierra a pesar de mis promesas.

—Parece que te diviertes —le dije.

—¿Es eso sarcasmo, Tanner? ¿Esperas que esto me divierta?

—Le dije que sería mejor para todos que te quedaras en la Casa de los Reptiles.

Abrí la cremallera. Dentro había un compartimento estanco del tamaño de una despensa que evitaba que la tienda se desinflara cuando alguien entraba o salía. Montamos las tres tiendas en los vértices de un triángulo, unidas mediante pasillos presurizados de unos cuantos pasos de largo. El diminuto generador que suministraba a las tiendas el aire que las mantenía infladas era pequeño y silencioso. Gitta entró y dijo:

—¿Es eso lo que piensas, Tanner? ¿Que este sitio no está hecho para las mujeres? Pensaba que ese tipo de actitud había muerto antes de que saliera la Flotilla.

—No… —dije intentando no parecer demasiado a la defensiva—. No creo eso en absoluto. —Fui a cerrar la puerta exterior entre nosotros, de modo que ella pudiera entrar en privado a la tienda.

Pero ella levantó una mano y sostuvo la mía sobre la cremallera.

—Entonces, ¿qué es lo que piensas?

—Creo que lo que va a pasar aquí no será muy agradable.

—¿Te refieres a la emboscada? Vaya, nunca lo hubiera adivinado.

Dije algo estúpido.

—Gitta, tienes que darte cuenta de que hay cosas que no sabes sobre Cahuella. O sobre mí, ya puestos. Cosas sobre el trabajo que hacemos. Las cosas que hemos hecho. Creo que pronto tendrás una idea más aproximada sobre algunas de esas cosas.

—¿Por qué me dices esto?

—Creo que deberías estar preparada, eso es todo. —Miré por encima de mi hombro, hacia la jungla en la que se había desvanecido su marido—. Debería ponerme a trabajar con las otras tiendas, Gitta…

Cuando respondió, su voz tenía un tono extraño.

—Sí, claro. —Me miraba fijamente. Quizá solo era un efecto de la luz, pero su cara me pareció extraordinariamente bella en aquellos momentos; como algo pintado por Gaugin. Creo que en aquel instante se cristalizó mi intención de traicionar a Cahuella. El pensamiento debía haber estado siempre ahí, pero había necesitado aquel instante de belleza abrasadora para sacarlo a la luz. Me pregunté qué hubiera pasado si las sombras hubieran caído sobre su cara de forma diferente. ¿Hubiera tomado la misma decisión?

—Tanner, te equivocas, ¿sabes?

—¿Sobre qué?

—Cahuella. Sé mucho más sobre él de lo que te imaginas. Mucho más de lo que nadie se imagina. Sé que es un hombre violento y sé que ha hecho cosas horribles. Cosas que ni te creerías.

—Te sorprendería —respondí.

—No; eso es justo lo que quería explicarte, no me sorprendería. No estoy hablando de los pequeños actos de violencia que ha cometido desde que lo conoces. Casi no son dignos de consideración comparados con las cosas que había hecho antes. Y, a no ser que seas consciente de esas cosas, realmente no lo conoces en absoluto.

—Si es tan malo, ¿por qué te quedas con él?

—Porque ya no es el hombre malvado que era.

Una luz brilló entre los árboles; un relámpago de luz azul blanquecino, seguido del estallido de un rifle láser. Algo cayó a través del follaje hasta el suelo. Me imaginé a Cahuella avanzando hasta encontrar a su presa; probablemente una serpiente pequeña.

—Alguna gente diría que un hombre malvado no cambia nunca, Gitta.

—Entonces se equivocarían. Son nuestros actos los que nos hacen malvados, Tanner; los únicos que nos definen, nada más, ni nuestras intenciones ni nuestros sentimientos. Pero ¿qué son unos cuantos actos malvados en toda una vida, especialmente en el tipo de vidas que podemos vivir ahora?

—Solo algunos de nosotros —contesté.

—Cahuella es más viejo de lo que te imaginas, Tanner. Y las cosas malvadas que hizo pasaron hace mucho, mucho tiempo, cuando era mucho más joven. Al final, ellas fueron las que me llevaron hasta él. —Hizo una pausa y miró hacia los árboles pero, antes de que pudiera preguntarle qué quería decir con aquello, volvió a hablar—. Pero el hombre que encontré no era malvado. Era cruel, violento, peligroso, pero también era capaz de dar amor; de aceptar el amor de otro ser humano. Veía la belleza de las cosas; reconocía la maldad en los demás. No era el hombre que esperaba encontrarme, sino alguien mejor. No perfecto, ni mucho menos, pero tampoco un monstruo; en absoluto. Descubrí que no podía odiarlo tan fácilmente como esperaba.

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