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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (50 page)

BOOK: Ciudad abismo
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—¿También pueden hacer esa mierda? ¿Transferencia de memoria?

—No estoy seguro de lo permanente que sería, pero sí… estoy bastante seguro de que podrían haber rastreado a Rodríguez de forma que el hombre de Reivich tuviera suficientes conocimientos suyos como para no despertar sospechas. ¿Te sorprende menos que pudieran cambiar su aspecto de forma tan convincente?

Parecía poco dispuesto a responderme de inmediato.

—Sé que pueden… cambiar cosas, Tanner.

Había veces en las que pensaba conocer a Cahuella mejor que nadie; veces en las que estábamos tan unidos como hermanos. Sabía que era capaz de crueldades más imaginativas e instintivas de las que yo pudiera inventar. Yo tenía que esforzarme para ser cruel, como un músico trabajador al que le faltaban la elegancia natural y el virtuosismo del verdadero genio nato. Pero veíamos las cosas de forma similar, juzgábamos a la gente con la misma desilusión y los dos poseíamos un don innato para las armas. Sin embargo, había veces, como en aquellos mismos instantes, en las que era como si Cahuella y yo nunca nos hubiésemos conocido; como si hubiera secretos infinitos que nunca compartiría conmigo. Pensé en lo que Gitta me había dicho la noche anterior; su insinuación de que lo que yo sabía sobre él era tan solo la punta del iceberg.

Una hora más tarde estábamos en marcha, con los dos cadáveres (Vicuna y el dividido Rodríguez) en ataúdes refrigerados colocados en el último vehículo. Los ataúdes de carcasa dura habían servido como cajas para víveres hasta aquel momento. Era de suponer que el viaje ya no se parecería a unas vacaciones. Por supuesto, yo nunca lo había visto así, pero Cahuella sí lo había hecho y podía ver la tensión en los músculos de su cuello mientras él intentaba escudriñar el sendero. Reivich había ido un paso por delante de nosotros.

Más tarde, cuando paramos para arreglar una turbina, habló conmigo.

—Siento haberte echado la culpa antes, Tanner.

—Yo hubiera hecho lo mismo.

—Eso no tiene nada que ver, ¿verdad? Confío en ti como en un hermano. Lo hacía antes y lo hago ahora. Nos salvaste a todos matando a Rodríguez.

Algo verde y de piel se movió en la carretera.

—Prefiero no pensar en ese impostor como en Rodríguez. Rodríguez era un buen hombre.

—Claro… era solo un atajo verbal. Tú… mmm… no creerás que hay más de ellos, ¿verdad?

Yo ya había pensado en el tema.

—No podemos descartarlo, pero no me parece probable. Rodríguez había regresado de un viaje, mientras que los demás de la expedición no han dejado la Casa de los Reptiles en semanas… salvo tú y yo, claro, cuando visitamos a Orcagna. Creo que estamos libres de sospecha. Vicuna podría haber sido una posibilidad, pero él también se ha librado limpiamente de toda sospecha.

—Vale. Otra cosa más. —Hizo una pausa y miró con recelo a sus hombres mientras ellos le daban martillazos a algo bajo el capó del motor, con escaso cuidado profesional—. ¿Crees que podría ser el verdadero Reivich?

—¿Disfrazado de Rodríguez?

Cahuella asintió.

—Dijo que iba a por mí.

—Sí… pero yo diría que Reivich va con el grupo principal. Eso es lo que Orcagna nos dijo. Puede que el impostor pensara mantenerse en segundo plano sin comprometer su tapadera hasta que llegara el resto del grupo.

—Pero podría haber sido él.

—No creo; a no ser que los Ultras sean todavía más listos de lo que pensábamos. Reivich y Rodríguez no se parecían nada en el tamaño. Puedo creerme que alteraran su cara, pero no creo que tuvieran tiempo para cambiar todo su esqueleto y la musculatura… al menos en tan pocos días. Y después todavía tendrían que ajustar su propia imagen corporal, de forma que no se diera continuamente contra los techos. No; su asesino tenía que ser un hombre de complexión semejante a la de Rodríguez.

—Pero es posible que avisara a Reivich, ¿no?

—Posiblemente, sí… pero, si lo hizo, Reivich no está haciendo nada al respecto. Los rastros de las armas siguen moviéndose a la misma velocidad hacia nosotros.

—Entonces nada ha cambiado, básicamente, ¿no?

—Básicamente, nada —dije, aunque ambos sabíamos que ninguno de los dos lo sentía.

Poco después, mis hombres hicieron cantar de nuevo a la turbina y nos pusimos en marcha. Siempre me había tomado la seguridad de la expedición muy en serio, pero en aquellos momentos había redoblado mis esfuerzos y repasado todos mis preparativos. Nadie dejaría el campamento a no ser que estuviera armado, y nadie saldría solo… salvo, por supuesto, el mismo Cahuella, que insistiría en sus merodeos nocturnos.

El campamento que montaríamos aquella noche sería la base de nuestra emboscada, así que estaba decidido a pasar más tiempo del normal buscando el mejor lugar para montar las tiendas burbuja. El campamento tenía que ser casi invisible desde la carretera, pero debía estar lo bastante cerca para que pudiéramos montar nuestro ataque contra el grupo de Reivich. No quería que nos separáramos demasiado de nuestras cajas de municiones, lo que conllevaba montar las tiendas a menos de cincuenta o sesenta metros de los árboles. Antes de que cayera la noche, abriríamos claros para nuestras líneas de fuego estratégicas a través del bosque y prepararíamos rutas de escape por si los hombres de Reivich respondían con un fuerte fuego de contención. Si el tiempo nos lo permitía, montaríamos trampas o minas en los caminos más obvios.

Estaba dibujando un mapa mental, llenándolo de líneas entrecruzadas de muerte, cuando la serpiente empezó a atravesar nuestro camino.

Mi atención se había desviado ligeramente de la ruta que teníamos delante de nosotros, así que fue el grito de «¡Parad!» de Cahuella lo que me alertó primero de que estaba ocurriendo algo.

Paramos las turbinas; nuestros vehículos callaron.

Doscientos o trescientos metros más adelante, justo donde el sendero comenzaba a curvarse hasta desaparecer de la vista, la cobra real había asomado la cabeza por la cortina de vegetación que marcaba el filo de la jungla. La cabeza era de un verde pálido y enfermizo bajo los pliegues color oliva de la caperuza fotosensible, encogida como la de una cobra terrestre. Estaba cruzando de derecha a izquierda; hacia el mar.

—Casi adulta —dijo Dieterling, como si estuviera mirando un bicho pegado en el retrovisor.

La cabeza era casi tan grande como uno de nuestros vehículos. Detrás de ella llegaban los primeros metros del cuerpo de serpiente de la criatura. El dibujo era el mismo que el que habíamos visto en la estructura helicoidal enrollada en el árbol de cobra real, muy al estilo de las serpientes.

—¿Qué tamaño crees que tiene? —pregunté.

—Treinta, treinta y cinco metros. No es la más grande que he visto (esa tendría que ser una serpiente de sesenta metros que vi en el 71), pero no es precisamente una cría. Si consigue encontrar un árbol que llegue al techo y no sea mucho más alto de lo que ella mide de largo, probablemente comenzará la fusión.

La cabeza había alcanzado el otro lado de la carretera. Se movía lentamente y se arrastraba, alejándose de nosotros.

—Llévanos más cerca —dijo Cahuella.

—Espera —intervine yo—. ¿Estás seguro? Aquí estamos a salvo. Pasará pronto. Sé que no tienen un fuerte instinto defensivo, pero puede decidir que merece la pena comernos. ¿Estás seguro de que quieres arriesgarte a eso?

—Llévanos más cerca.

Encendí la turbina, la puse al mínimo de revoluciones necesarias para levantarnos e hice que el vehículo se arrastrara hacia delante. Se pensaba que las cobras reales no tenían oído, pero otra cosa eran las vibraciones sísmicas. Me pregunté si el cojín de aire de nuestro coche al golpear el suelo sonaría como si parte de la dieta de la serpiente se acercara a ella.

La serpiente se había arqueado, de modo que la longitud de aquel cuerpo de dos metros de grosor que cubría la carretera siempre estaba en alto. Siguió moviéndose lenta y suavemente, sin dar ninguna señal de haber notado nuestra presencia. Quizá solo le interesara encontrar un bonito y alto árbol en el que enroscarse y terminar el tedioso trabajo de tener cerebro y moverse por ahí.

Ya estábamos a cincuenta metros de ella.

—Para —dijo de nuevo Cahuella.

Aquella vez obedecí sin protestar. Me volví para mirarlo, pero ya había saltado del vehículo. Podíamos oír a la serpiente: un ruido bajo y constante conforme se impulsaba a través del follaje. No era un sonido animal en absoluto. Parecía el continuo progreso aplastante de un tanque.

Cahuella reapareció junto al vehículo. Había ido hasta la parte de atrás, donde guardábamos las armas, y había sacado su arco.

—Oh, no… —comencé a decir, pero era demasiado tarde.

Ya estaba poniendo un dardo tranquilizante en el arco, codificado para su uso en un adulto de treinta metros. El arma parecía una afectación, pero tenía cierto sentido. Había que administrar una enorme cantidad de tranquilizantes a un adulto para drogarlo como habíamos hecho con la cría. Nuestros rifles de caza normales no estaban a la altura del trabajo. Por otro lado, un arco podía disparar un dardo mucho mayor… y las aparentes desventajas de las limitaciones de alcance y precisión eran poco relevantes cuando uno trataba con una serpiente sorda y ciega de treinta metros de largo que necesitaba un minuto para mover toda su masa corporal.

—Cállate, Tanner —dijo Cahuella—. No he llegado hasta aquí para ver a una de estas cabronas y darle la espalda.

—Vicuna está muerto. Eso quiere decir que no tenemos a nadie que implante esos electrodos de control.

Era como si no hubiera hablado. Empezó a caminar por el sendero con el arco en una mano; los músculos de la espalda se le marcaban a través de la sudada camiseta que llevaba bajo la cartuchera.

—Tanner —me dijo Gitta—, detenlo antes de que se haga daño.

—En realidad no corre peligro… —empecé a decir.

Pero era mentira y yo lo sabía. Puede que estuviera más seguro que si estuviera a la misma distancia de una cría, pero conocíamos muy poco sobre el comportamiento de las casi adultas. Solté una palabrota y abrí la puerta del coche, corrí hasta la parte de atrás y saqué un rifle láser. Comprobé la carga de la célula de energía y después fui tras él. Al oír mis pisadas en la tierra, Cahuella miró hacia atrás irritado.

—¡Mirabel! ¡Joder, vuelve al coche! ¡No quiero que nadie me arruine esta caza!

—Me mantendré a distancia —le dije.

La cabeza de la cobra real había desaparecido en el otro lado del bosque y había dejado atrás un cuerpo que cubría toda la carretera como la elegante curva del arco de un puente. Al acercarme noté que el ruido era inmenso. Podía oír las ramas al romperse bajo la serpiente y un susurro incesante de piel seca contra madera.

Y otro ruido… idéntico en timbre, pero que provenía de una dirección distinta. Durante un instante, mi cerebro se negó perezosamente a llegar a la conclusión correcta e intentó razonar la forma en que las propiedades acústicas de la jungla podrían crear el eco del progreso de la cobra de manera tan efectiva. Todavía me lo estaba preguntando cuando la segunda serpiente salió de la fila de árboles a mi derecha. Se movía con tanta lentitud como la primera, pero estaba mucho más cerca, lo que hacía que su progreso de medio metro por segundo pareciera mucho más veloz. Era más pequeña que la primera que habíamos visto, pero de todos modos resultaba monstruosa según cualquier punto de vista. Y yo recordaba un dato desagradable sobre la biología de las cobras reales. Cuanto más pequeñas eran, más rápido podían moverse…

Pero la serpiente detuvo su encapuchada cabeza triangular a unos metros por delante y por encima de mí. Sin ojos, parecía flotar en el cielo como una cometa maligna de enorme cuerda.

En todos mis años de soldado nunca me había paralizado el miedo. Sabía que le ocurría a alguna gente, pero me preguntaba cómo sería posible y qué tipo de gente habría sido realmente. En aquellos momentos, demasiado tarde, empecé a comprender muy de cerca cómo podía suceder. El reflejo de la huida no estaba del todo separado de la voluntad: parte de mí sabía que correr sería tan peligroso como quedarse quieto en donde estaba, inmóvil. Las serpientes eran ciegas hasta que localizaban un objetivo, pero tenían una aguda sensibilidad infrarroja y olfativa. No cabía duda de que la serpiente sabía que yo estaba de pie bajo ella; si no, no se habría parado.

No tenía ni idea de lo que hacer.

Dispara
, pensé… pero, en retrospectiva, el láser no era la mejor arma que podría haber escogido. Unos cuantos agujeros del grosor de un lápiz esparcidos por su cuerpo no iban a obstaculizar de forma significativa a aquella criatura. Tampoco tenía sentido apuntar a áreas específicas del cerebro; en primer lugar porque tampoco es que tuviera mucho, incluso antes de que diera a luz a las crías que se comerían aquel pequeño nudo de neuronas. El láser era un arma de impulsos, el rayo era demasiado transitorio como para usarlo como espada. Hubiera tenido más posibilidades con la guadaña que había usado contra el impostor…

—Tanner. Quédate quieto. Te tiene localizado.

Por el rabillo del ojo (no me atrevía a mover la cabeza), vi a Cahuella acercarse casi agachado. Tenía el arco contra el hombro y entrecerraba los ojos para seguir con la mirada el largo puño del arma.

—Eso no hará más que cabrearla —dije en poco más que un susurro.

Cahuella respondió casi para sí.

—Sí, claro. Y mucho. La dosis era para la primera. Esta no tiene más de quince metros… eso es el doce por ciento del volumen corporal, lo que quiere decir que la dosis será ocho veces mayor de lo necesario… —hizo una pausa y se detuvo—. Más o menos.

La serpiente ya estaba a tiro.

Sobre mí, la cabeza se balanceaba de lado a lado y probaba el viento. Quizá seguía a la otra adulta y estaba impaciente por continuar. Pero no podía dejar escapar la posibilidad de que una presa pasara sin investigarla. Quizá no hubiera comido en varios meses. Dieterling me había dicho que siempre tomaban una última comida antes de la fusión. Quizá fuera demasiado pequeña para unirse a un árbol, pero no había razón para asumir que no tuviera hambre.

Moví las manos lo más lenta y suavemente que pude, solté el seguro del rifle y sentí el temblor subliminal de las células de energía al encenderse, acompañado de un débil y creciente silbido.

La cabeza se inclinó sobre mí, atraída por el rifle.

—Esta arma no está lista —dijo el rifle alegremente.

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