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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (53 page)

BOOK: Ciudad abismo
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—Lo entiendo —dije—. Al menos en parte. Pero ahora debería ser distinto. ¿Es que la plaga no os convirtió a casi todos en mortales? Pensaba que había fastidiado vuestras terapias, que había interferido con las máquinas de vuestras células.

—Sí, lo hizo. Si no instruíamos a las medimáquinas para que se autodestruyeran, para que se convirtieran en polvo inofensivo, nos mataban. Y la cosa no se quedaba ahí. Hasta las técnicas genéticas se hicieron difíciles de aplicar porque dependían mucho de las medimáquinas para mediar en los procedimientos de reconfiguración del ADN. Los únicos que prácticamente no tuvieron problemas fueron los que habían heredado genes de longevidad extrema de sus padres, pero nunca fueron una mayoría.

—Pero los demás tampoco tuvieron que abandonar la inmortalidad.

—No, claro que no… —hizo una pausa, como para ordenar sus pensamientos—. Los herméticos, ya los has visto, bueno, todavía tienen todas las máquinas dentro de ellos para corregir constantemente el daño celular. Pero el precio que pagan por ello es no poder moverse con libertad por la ciudad. Cuando salen de sus palanquines tienen que limitarse a unos cuantos entornos garantizados libres de esporas residuales de la plaga, y hasta esos entornos conllevan un pequeño riesgo.

Miré a Zebra e intenté sopesarla.

—Pero tú no eres una hermética. ¿Es que ya no eres inmortal?

—No, Tanner… no es tan simple.

—¿Entonces, qué?

—Después de la plaga, algunos encontramos una técnica nueva. Nos permite mantener las máquinas dentro de nosotros (al menos la mayoría) y seguir andando sin protección por la ciudad. Es una especie de medicina; una droga. Hace muchas cosas y nadie sabe cómo funciona, pero parece proteger nuestras máquinas de la plaga o debilitar la eficacia de cualquier espora de la plaga que entre en nuestros cuerpos.

—Esa medicina… ¿cómo es?

—No quieras saberlo, Tanner.

—¿Y si yo también estuviera interesado en la inmortalidad?

—¿Lo estás?

—Solo es un punto de vista hipotético.

—Eso pensaba —asintió Zebra con aire sabio—. De donde tú vienes la inmortalidad es una especie de lujo sin sentido, ¿no?

—Para los que no descienden de los
momios
, sí.


¿Momios
?

—Así llamábamos a los durmientes del
Santiago
… eran inmortales. La tripulación no.

—¿Llamábamos? Hablas como si hubieras estado allí.

—Un lapsus. Lo cierto es que no tiene mucho sentido ser inmortal si no vas a sobrevivir más de diez años sin que te disparen o te vuelen en pedazos en una refriega. Además, nadie podría permitirse el precio que los Ultras cobran, aunque quisieran.

—¿Y tú lo hubieras querido, Tanner Mirabel? —me preguntó ella. Después me besó y dio un paso atrás para mirarme a los ojos, casi como Gitta había hecho en mi sueño—. Pretendo hacerte el amor, Tanner. ¿Te parece escandaloso? No debería. Eres un hombre atractivo. Eres diferente. No sigues nuestros juegos… ni siquiera los comprendes… aunque imagino que jugarías bastante bien si quisieras. No sé cómo definirte.

—Yo tengo el mismo problema —dije—. Mi pasado es territorio desconocido.

—Bonita frase, aunque no es muy original.

—Lo siento.

—Pero, en cierto modo, es cierto, ¿no? Waverly me dijo que cuando te rastreó no sacó nada claro. Dijo que era como recomponer un jarrón roto. No, tampoco dijo eso exactamente. Dijo que era casi como intentar recomponer dos o incluso tres jarrones rotos y no saber qué pieza correspondía a cada uno.

—Amnesia de reanimación —respondí.

—Bueno, quizá. La confusión parecía un poco más profunda que eso, según Waverly… pero no hablemos de él.

—Vale. Pero todavía no me has contado nada sobre esa medicina.

—¿Por qué te interesa tanto?

—Porque creo que ya me la he encontrado. Es el Combustible de Sueños, ¿no? Eso investigaba tu hermana cuando la mataron por su curiosidad.

Ella se tomó su tiempo para responder.

—Ese abrigo… no es tuyo, ¿verdad?

—No, lo obtuve de un benefactor. ¿Qué tiene eso que ver?

—Me hizo pensar que quizá intentaras engañarme. Pero en realidad no sabes mucho sobre el Combustible de Sueños, ¿verdad?

—Hasta hace un par de días nunca había oído hablar de él.

—Entonces hay algo que quizá debas saber —dijo Zebra—. Te inyecté una pequeña cantidad de Combustible de Sueños anoche.

—¿Qué?

—No mucha, te lo aseguro. Probablemente tendría que haberte preguntado primero, pero estabas herido y cansado, y yo sabía que el riesgo era mínimo. —Después me enseñó la pequeña pistola nupcial de bronce que había usado, con un frasco lleno de Combustible en su maletín—. El Combustible nos protege a los que todavía tenemos máquinas dentro de nuestros cuerpos, pero también tiene propiedades curativas en general. Por eso te lo di. Necesitaría obtener más.

—¿Será eso fácil?

Ella me dedicó una media sonrisa y después negó con la cabeza.

—No tanto como solía serlo. A no ser que tengas línea directa con Gideon.

Estaba a punto de preguntarle qué había querido decir con su comentario sobre el abrigo, pero me había distraído. No creía haber oído antes aquel nombre.

—¿Gideon?

—Es un señor del crimen. Nadie sabe mucho sobre él, ni qué aspecto tiene, ni dónde vive. Salvo que tiene control absoluto sobre la distribución del Combustible de Sueños en la ciudad, y que la gente que trabaja para él se toma muy en serio su trabajo.

—Y ahora está restringiendo el suministro, ¿no? Justo cuando todos se han hecho adictos a él. Quizá debería cruzar unas palabras con Gideon.

—No te impliques más de lo que ya estás, Tanner. Gideon es muy mal asunto.

—Parece que hablas por experiencia.

—Lo hago. —Zebra caminó hasta la ventana y pasó una mano por el cristal—. Ya te hablé sobre Mavra, Tanner. Mi hermana, la que decía que amaba esta vista. —Yo asentí y recordé la conversación que habíamos tenido poco después de llegar allí—. También te dije que estaba muerta. Bueno, la gente de Gideon fue con la que mi hermana se mezcló.

—¿La mataron?

—Nunca lo sabré seguro, pero creo que sí. Mavra creía que nos estaban ahogando, que retenían la única sustancia que la ciudad necesitaba. El Combustible de Sueños es peligroso, Tanner. No hay bastante para todos pero, para la mayoría de nosotros, es la sustancia más preciada que se pueda imaginar. No es solo que la gente esté dispuesta a matar por él; la gente estaría dispuesta a empezar guerras por él.

—Así que quería persuadir a Gideon de que abriera el suministro.

—Nada tan inocente; Mavra era pragmática. Sabía que Gideon no lo iba a dejar escapar tan fácilmente. Pero si podía averiguar cómo fabricaban la sustancia (o qué era) podría pasar el conocimiento a otras personas para que la sintetizaran ellas mismas. Al menos hubiera roto el monopolio.

—La admiro por intentarlo. Debía saber que podían acabar con ella.

—Sí. Ella era así. No daba una caza por perdida —hizo una pausa—. Le prometí que si algo pasaba yo…

—¿Seguirías donde ella lo dejara?

—Algo así.

—Quizá no sea demasiado tarde. Cuando todo esto acabe… —me toqué la cabeza—. Quizá te ayude a encontrar a Gideon.

—¿Por qué ibas a hacer eso?

—Me has ayudado, Zebra. Sería lo mínimo que podría hacer. —Y además, pensé, porque Mavra se me parecía. Quizá hubiera estado muy cerca de descubrir lo que buscaba. Si era así, los que la recordaban (y en aquellos momentos yo era uno de ellos) debían continuar su trabajo por ella. Y había algo más.

Algo sobre Gideon y sobre la persona a la que me recordaba… sentado, como una araña, en el oscuro centro de una red de control absoluto, creyéndose invulnerable. Pensé de nuevo en Cahuella y en lo que me había pasado por la mente mientras dormía.

—Ese Combustible de Sueños que me diste, ¿pudo hacer que tuviera sueños extraños?

—A veces lo hace. Especialmente si es la primera dosis. Por eso lo llaman Combustible de Sueños. Pero eso es solo parte del tema.

—¿Hará que ahora sea inmortal?

Zebra dejó caer el vestido color humo al suelo y yo la acerqué a mí para mirarla a la cara.

—Por hoy, sí.

Me desperté antes que Zebra, me vestí con la ropa Mendicante que me había lavado y caminé en silencio por las habitaciones hasta que encontré lo que buscaba. Mi mano remoloneó sobre la enorme arma con la que me había rescatado, que estaba tirada en el anexo a su apartamento, como si fuera un bastón. El rifle de plasma hubiera sido una valiosa pieza de artillería en Borde del Firmamento; usarlo dentro de una ciudad parecía casi obsceno. Por otro lado, también lo era morir.

Levanté el arma. Nunca había manejado nada exactamente igual, pero los controles eran fáciles de entender y las lecturas mostraban familiares variables de estado. Era un arma muy delicada y no quería comprobar sus posibilidades de supervivencia si entraba en contacto con algún resto de la plaga. Pero no era razón suficiente para dejarla allí; casi me invitaba a robarla.

—Descuidada Zebra —dije—. Muy descuidada.

Pensé en la noche anterior; su principal preocupación debía haber sido atender mi herida. Quizá fuera comprensible que hubiera tirado la pistola en la puerta y se hubiera olvidado de ella, pero no dejaba de ser una negligencia. La solté de nuevo, con cuidado.

Ella seguía dormida cuando regresé a la habitación. Tenía que moverme en silencio, intentando evitar que los muebles se movieran más de lo necesario por si el débil ruido y el movimiento la despertaban. Encontré su gabán y revolví los bolsillos.

Dinero… en cantidad.

Y un juego de células de energía cargadas para el rifle de plasma. Me metí el dinero y las células en los bolsillos del abrigo que le había robado a Vadim (el que le parecía tan interesante a Zebra) y después pensé si debería dejar una nota o no. Al final encontré un bolígrafo y papel (tras la plaga, los anticuados materiales de escritura se habían puesto otra vez de moda) y garabateé algo que venía a decir que le agradecía lo que había hecho, pero que no era el tipo de hombre que podía esperar dos días sabiendo que lo buscaban, aunque ella me hubiera ofrecido una especie de santuario.

De camino a la calle, cogí el rifle de plasma.

Su teleférico estaba aparcado donde lo había dejado, en un hueco junto a su complejo de habitaciones. De nuevo, había sido descuidada… el vehículo estaba encendido y su panel de control todavía brillaba esperando instrucciones.

La había observado manipular los controles y suponía que la acción de conducir era semiautomática… el conductor no tenía que escoger los cables que quería usar, solo mover los controles de los joysticks y aceleradores para apuntar al vehículo en una dirección y establecer la velocidad. Los procesadores internos del teleférico hacían el resto, seleccionaban los cables que permitían alcanzar la ruta deseada o lo más cercano a ella con eficacia casi óptima. Si el conductor intentara dirigir el coche hacia una parte de la Canopia sin cables, el coche probablemente rechazaría la orden o escogería una ruta alternativa que llegara al mismo objetivo.

Pero a lo mejor conducir un teleférico requería más habilidad de la que yo imaginaba, porque el recorrido comenzó revolviéndome el estómago, como si estuviera en un bote en medio de una tempestad. De todos modos, conseguí que el vehículo siguiera avanzando y descendiera a través de la celosía de la Canopia, aunque no tenía ni idea de adónde iba. Tenía un destino en mente (de hecho, uno específico), pero la actividad de la noche me había borrado del todo el sentido de la orientación y no tenía ni idea de dónde estaba el apartamento de Zebra, salvo que se encontraba cerca del abismo. Al menos ya era de día y el sol de la mañana trepaba por la Red de Mosquito para que pudiera ver el otro extremo de la ciudad, lo que me permitió reconocer ciertos edificios deformados de forma característica que debía haber visto el día anterior, desde otros ángulos y elevaciones. Había un edificio asombrosamente parecido a una mano humana extendida hacia el cielo; los dedos se alargaban como zarcillos que se unían rápidamente con otros de estructuras adyacentes. Y luego había otro que parecía un roble y otros que se expandían en una espuma de burbujas rotas, como la cara de alguien que hubiera olido una horrible pestilencia.

Hice que el coche descendiera; la Canopia se elevó sobre mí como un techo de nubes de textura extraña y me introduje en la abandonada periferia que separaba la Canopia del Mantillo. El viaje se hizo más incómodo… había menos puntos para que se agarrara el teleférico y las bajadas eran más largas y mareantes al descender de un solo cable.

Me imaginaba que Zebra ya habría notado mi ausencia. Solo necesitaría unos momentos para verificar la pérdida del arma, del dinero y del coche… pero ¿qué haría después? Si el Juego era generalizado en la sociedad de la Canopia, Zebra y sus aliados no podrían informar del robo. Zebra tendría entonces que explicar lo que yo había estado haciendo en su casa y entonces Waverly se vería implicado y se revelaría que ambos eran saboteadores.

El Mantillo surgió bajo mis pies en una confusión de calles torcidas, inundaciones y suburbios amontonados. Se veían algunas hogueras que formaban regueros de humo en el aire y algunas luces; al menos, había encontrado un barrio habitado. Hasta podía ver a personas fuera, rickshaws y animales; y, si hubiera abierto la puerta del coche, seguramente habría olido lo que estuvieran cocinando o quemando en aquellos fuegos.

El coche dio un bandazo y comenzó a caer.

Había sufrido momentos de mareo antes de aquello, pero la sensación pareció durar más. Y una alarma chillaba en la cabina. Entonces el aparato volvió a moverse casi con normalidad, aunque daba algunas sacudidas y la velocidad de descenso era más rápida de lo que parecía prudente. ¿Qué había pasado? ¿Se había roto el cable o es que el coche se había quedado sin asideros durante un instante y había caído en picado antes de encontrar otra cuerda?

Finalmente, miré la consola y vi un esquema parpadeante del teleférico, con un cuadrado rojo brillante que rodeaba el área dañada.

Faltaba un brazo.

22

Alguien me estaba atacando.

Confié en que el vehículo fuera capaz de encontrar el camino de bajada de la forma más rápida y segura posible; mientras tanto, cogí el rifle de plasma de Zebra y mantuve el equilibrio mientras el suelo se sacudía y oscilaba, aunque la aguda insistencia de la alarma no me ayudaba a concentrarme. Fui hacia el módulo trasero y dejé atrás el asiento del pasajero en el que había estado tumbado la noche anterior. Me preparé, me arrodillé para abrir la puerta lateral y observé cómo se desplegaba. Después me tumbé, abrí la puerta del otro lado y me asomé todo lo que pude hacia el viento, con el suelo todavía a varios metros bajo mis pies. Me arriesgué a echar un rápido vistazo al juego de brazos del vehículo y pude ver el muñón cauterizado del brazo que alguien había cortado con un disparo limpio de algún tipo de arma de rayos.

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