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Authors: Ignacio Manuel Altamirano

Clemencia (6 page)

BOOK: Clemencia
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— ¡Cómo si creo! Demasiado, y ahora más todavía.

— Arránqueselo usted en la primera oportunidad, Fernando. Créame usted, es una entraña que maldita la falta que nos hace, y que debe acarrear infinitas contrariedades. De mí sé decir que nunca lo he tenido, si no es en la acepción física de la palabra, y me he reído alegremente de aquellos que decían ser desgraciados por un exceso de sentimientos. Eso está bueno para urdir cuentos; el corazón es como el diablo, sólo existe en las leyendas.

— Pero ¡qué horrores está usted diciendo! Apenas me atrevo a creer que habla usted con formalidad.

— Pues no lo dude usted, amigo mío, y le aseguro bajo mi palabra de honor, que no soy de aquellos que por haber sufrido algún quebranto terrible en sus esperanzas o en sus pasiones, se hacen los interesantes, diciendo que ha muerto su corazón, que no tienen en el pecho más que cenizas, con otras mil necedades tan ridículas como impertinentes. No; si alguno puede dar gracias a la fortuna por sus coqueterías y sus lisonjas, soy yo, que sin fatuidad he apurado desde muy temprano los goces, y he hecho de mi vida una especie de orgía de buen tono. No es mi ánimo hacer a usted mi biografía, pero no dejará usted de creerme si le digo que hasta aquí la suerte no me ha contrariado nunca, y que apenas le he pedido algo cuando se ha dado prisa en alargármelo con buen modo. Nací rico y lo soy aún, no millonario, esto vendrá después; pero lo suficiente para haber tomado asiento, durante algunos meses, en el banquete que el placer ofrece en Europa a los sibaritas del siglo XIX. Aún me quedan, como es de suponerse, mil goces por saborear; pero esto, lejos de ser una contrariedad, es un incentivo para seguir mi camino; es una esperanza que me sonríe llamándome; es una garantía de que no tendré un porvenir fastidioso. ¿Qué habría quedado para mis cuarenta años, si hubiese agotado todas las delicias en la juventud? Volví al país, y por algún tiempo no tuve otra ocupación que galantear; el galanteo es un entretenimiento interino, y bueno cuando es provechoso. Yo no soy platónico; y, con perdón de usted, creo que el platonismo es manjar de tontos. En este tiempo en que se vive tan presto, sacrificar los mejores días a los goces de lo que ustedes llaman
alma
, es pasar una hermosa mañana de primavera estudiando geografía en un gabinete; es pasar una hermosa noche de estío traduciendo el
Arte de amar
. Así, pues, en cuanto a mujeres...

— ¡Ah, sí! en cuanto a mujeres, demasiado sé cuán afortunado ha sido usted.

— He hecho llorar algunos hermosos ojos aquí en mi inculta patria, donde todavía se usan el color natural y las lágrimas sinceras; pero reflexione usted en que sería peor para mí, verme obligado a lamentar
el rigor de las desdichas
. Con las mujeres no hay remedio: o tiene uno que engañar o que ser engañado. ¿Preferiría usted ser lo último?

— Pero cuando el corazón se interesa...

— Amigo mío, no olvide usted que le he dicho que yo no tengo esa desventaja. Si yo hubiese poseído un ápice de ese sentimentalismo anticuado, el libro de mis aventuras estaría en blanco como el de usted. Habría dado con la primera Dalila de las que andan por ahí, y a esta hora, tonsurado y miserable, habría compuesto algunas endechas llenas de dolor, pero no habría arrancado de la ingrata ni una sola de esas lágrimas que tantas veces han regado mis manos y mi cuello.

— ¡Pero, Enrique, por Dios, no todas son Dalilas!

— Todas, Fernando, todas. No lo son por maldad, lo son por naturaleza, inocentemente, sin saber lo que hacen, tal vez sin quererlo; pero el hecho es que aun amando acaban con las fuerzas de un hombre, lo enervan y lo entregan a los furores del destino, desarmado, impotente y el amor no debe ser más que el embellecimiento del camino de la ambición.

— Me espanta usted... Yo creía que el amor era uno de los grandes objetos de la existencia; yo creía que la mujer amada era el apoyo poderoso para el viaje de la vida; yo creía que sus ojos comunicaban luz al alma, que su sonrisa endulzaba el trabajo, que el fuego de su corazón era una savia vivificante que impedía desfallecer.

— ¡Poesía! ¡Poesía! Deje usted de creer en eso, y mire usted, que le estoy hablando como no le hablaría a nadie, porque es peligroso revelar las opiniones íntimas de uno, como le es peligroso a un espadachín descubrir el cuerpo a los ojos de un contrario hábil. Esto le probará a usted que le quiero.

— Pero dígame usted, Flores, con semejantes ideas cuyo origen no me es desconocido ya ¿cómo es que sirve usted en el ejército, y en un tiempo como este, en que la República anda de capa caída? Flores sonrió y se turbó un poco ante la mirada fija de Valle.

— Precisamente por eso vengo aquí. ¿Usted tiene fe en el triunfo de la independencia?

— Tengo gran fe, una fe incontrastable.

— ¿Y usted cree que no morirá en la lucha?

— Eso no lo sé: nada difícil es que muera; pero moriré con la conciencia de que tarde o temprano triunfará la República.

— Pues bien; yo también tengo fe, y hay algo que me dice que sobreviviré a la guerra. Usted comprenderá que vamos a quedar muy pocos, y de esos pocos me propongo ser uno. El camino así se hace más corto, y yo llegaré a mi fin.

— De modo que el patriotismo entra muy poco en los propósitos de usted.

— El patriotismo tiene sus móviles de diferente especie; para unos es cuestión de temperamento, para otros es la simple gloria, ese otro platonismo de los tontos. Para mí es la ambición. Yo quiero subir.

— ¿Y todo para hundirse después en los goces?

— Es claro; en todos los goces, del orgullo, del poder, de la riqueza, del amor, de la gloria. Todos juntos se saborean cuando está uno colocado muy arriba de sus semejantes. Sin lograr esto, se tendrá uno de ellos o dos, pero no todos, y mi ambición los busca todos. Si me hubiese hecho banquero, soplándome el viento de la fortuna habría llegado a ser millonario; pero tendría quizá que inclinarme alguna vez delante del hombre de armas o del gobernante. Prosiguiendo mi carrera de galanteos, habría llegado a poseer acaso a todas las mujeres que hubiera deseado; pero en primer lugar tengo miedo al hastío, y luego, un
don Juan
... ¿qué es un simple don Juan? Un reyezuelo de salón, una potencia de retrete que se eclipsa delante de un guerrero afortunado, delante de un millonario bestia, y aun muchas veces delante de un hombre de talento, que es mucho decir. Un
don Juan
tiene que ocultar en el misterio la satisfacción de su dicha, y cuando la hace pública, se limita a recibir incienso de una pequeña corte de aduladores vulgares, que son al gran libertino lo que los lebreles son al cazador; es decir, que sólo lamen la mano para obtener los restos de la presa. ¡Eso es fastidioso...! Yo quiero algo más que semejantes goces mezquinos... Pero, chico, nos engolfamos en una conversación estrafalaria, y noto que estoy impertinentemente comunicativo. Dejemos esto, ya curaré a usted del platonismo que le esté secando; hablemos de la primita, que fue lo primero que se ofreció a mi imaginación cuando comenzamos a charlar. ¿Sabe usted que es una lindísima criatura? Una conquista que valdría la corona mural.

Fernando palideció.

— Sí, es linda —murmuró secamente.

— ¿Piensa usted hacerle el amor?

— No lo sé, y aun no me doy cuenta de la verdad de lo que pasa en mi alma. He dicho a usted que la impresión que me causó desde que la vi, es extraña: hoy que la vi hablar tan amablemente con usted, sería una especie de odio; pero querría siempre estar mirándola.

— ¡Pobre Fernando! es usted demasiado sincero. Pues bien, eso es amor; usted la ama y ha sentido celos. Yo he recogido demasiadas flores en el campo del mundo, para querer arrebatarle a usted esa pequeña rosa. Usted puede lanzarse; hable, enamórela, y pronto, porque no tardarán en tocar a botasilla, y vea usted que no nos quedan en perspectiva más que algunas flores silvestres, cuyo aroma no será precisamente una delicia para nuestro olfato de cortesanos.

Valle se sentía mal al oír hablar de este modo al libertino. Había levantado en su corazón un altar a Isabel, y veía tratar a su ídolo como Flores trataba siempre a las víctimas de su lubricidad.

— Estoy resuelto: no le diré nada —contestó—. Esa joven no merece que dos militares como nosotros, la hagan objeto de una distracción pasajera.

— ¿Por qué? ¿Porque es prima de usted? Pues hombre, las primas de uno...

— No diga usted más, Enrique, por su vida; me causa pena que usted no vea en una mujer tan angelical más que un objeto de cruel diversión y de innoble placer.

— ¡Platónico...! Usted se curará. Pero, resueltamente, la rubia es bellísima; difícilmente, a no estar usted a su lado, me resignaría yo a no decirle nada. Así es que usted o yo: escoja. Con usted estará garantizada; conmigo, no me atreveré a decir que la seduciría, fuera hacer a usted una ofensa; pero es seguro que llegará a amarme. Líbrela usted de mí. Yo me consagraré a la deliciosa morena; esa me seduce, es una sultana, en cuyos ojos negros beberé fuego. Vamos, decídase usted.

Fernando pensó que su amigo hablaba sinceramente a pesar de su libertinaje; comprendió que su prima estaba pérdida si la dejaba en poder de Flores, que ya la había hecho sentir la funesta influencia de su mirada irresistible; comprendió que la única defensa para ella consistía en su amor, amor que por otra parte parecía haber avasallado su corazón tan rápida como imperiosamente. Además, recordó la sensación dolorosa que experimentó al aproximarse a Clemencia, cuyos ojos negros le habían causado movimientos nerviosos, presagios de algún mal terrible. Dejar a esta beldad poderosa y fatal en lucha con Enrique, no era una villanía, porque iban a encontrarse dos potencias igualmente fuertes; y, después de todo; si alguna desgracia acontecía ¿no valía más que recayera sobre la altiva morena, sobre la
leona
aristocrática y soberbia, más bien que sobre la débil virgen que no parecía contar con fuerzas suficientes para luchar sin morir?

— Está bien —dijo Fernando resueltamente— me consagro a mi prima. Haga usted la guerra a la hermosa de los ojos negros.

— Arreglado. Ahora, pensemos en la maniobra. Volveremos a casa de la prima de usted, porque es preciso que me introduzca en la de Clemencia, pues no debo esperar encontrar a ésta siempre en otra casa que la suya. Una vez logrado, usted se quedará frente a su enemigo y yo frente al mío, y veremos quién domina la posición primero.

Con tal resolución, después de haber paseado por varias calles solitarias, entraron en el cuartel, dirigiéndose Enrique al alojamiento del coronel y Fernando a su aposento, en donde se sentó pensativo y ceñudo.

XII. Amor

Isabel, en cuya alma no se había eclipsado un momento la imagen del gallardo mexicano, apenas estuvo sola, se puso a pensar con toda libertad en aquella aparición que venía a derramar una nueva luz sobre su porvenir.

En las organizaciones dulces y tímidas como la de Isabel, el amor comienza así, apoderándose rápidamente y con más fuerza, a medida que es más débil el espíritu que domina.

La joven comenzó a decirse todas esas palabras que, sin salir de los labios, causan rubor a las niñas y las hacen recelar las miradas y los oídos extraños, como si el fondo de su pensamiento y de su corazón pudiese ser visto, y como si el acento de su voz íntima pudiese ser escuchado.

— ¡Qué interesante es! ¡Cuánta elegancia en su traje y en sus actitudes! ¡Qué delicadeza en sus maneras! ¡Qué valor se descubre en su carácter! ¡Qué talento en sus palabras! Pero, sobre todo, sus ojos tienen algo que subyuga, que atrae, que penetra hasta el corazón.

Y luego Isabel pasaba revista en su memoria a sus adoradores antiguos; los comparaba con Enrique, y aun haciendo todos los esfuerzos posibles para ennoblecerlos, para poetizarlos, para exagerar sus cualidades brillantes, los encontraba inferiores, los encontraba prosaicos, por más que evocaba en su favor toda la antigüedad del afecto, todo el orgullo del patriotismo.

No, no había nadie igual a su nuevo amigo.

— Pero este hombre —añadía— no puede, no debe tener el corazón libre; es preciso, es seguro que ame a otra, que haya dejado en México a la querida de su alma, porque con tales cualidades, sería absurdo suponer que no hubiese habido, no digo una mujer, sino cien mujeres que le amasen.

Y este pensamiento le hacía mal.

— Y ¿qué me importa, después de todo, que tenga amores y que le adoren en México o en cualquiera otra parte? ¿Acaso yo puedo amarle, acaso él no es un ave de paso que durará aquí el tiempo que tarden los franceses en venir? ¿Acaso sabemos quién es? ¡Qué loca soy en estar pensando esto!

Y procurando distraerse y hacerse ruido, se sentaba al piano y ensayaba una melodía; pero la música ejercía luego en su espíritu su natural influencia; latía su corazón, y la imagen del bello oficial venía a interponerse entre sus ojos y el papel de música extendido sobre el atril. Entonces se interrumpía, quedábase meditabunda otra vez, y recordaba a Clemencia.

Le parecía que su amiga había hablado de Enrique con más interés del que es natural respecto de una persona a quien se ve por vez primera. Le había visto dirigir a Flores frecuentes miradas, y aun estaba segura de que había quedado impresionada fuertemente. Y era de suponerse; Clemencia era una mujer de imaginación exaltada y ardiente, amaba también lo bello ¿cómo no había de haber encontrado digno de atención a aquel joven tan privilegiado? Pero Clemencia era orgullosa y dominadora, sabía disimular sus inclinaciones, y no quería por nada de este mundo cometer la debilidad de indicar con una sola mirada, con una sola palabra, el afecto de su corazón.

Así es que no había motivo para tener una rivalidad... por lo pronto. Pues aunque Clemencia era acusada de coqueta hacía algún tiempo, y gustaba de avasallar a todo el mundo, no lograría en este caso nada, interponiéndose, como se interponía, el amor de una amiga tan querida; sobre todo, Enrique iba a estar enamorado dentro de poco tiempo, y eso bastaba.

Tales eran las ideas que en tumulto se levantaban en el alma de Isabel.

Y cuando el pensamiento de su antagonismo con Clemencia la preocupaba más fuertemente, cuando suponía que su amiga, atropellando todas las consideraciones había de acometer la empresa de subyugar a Enrique, Isabel se levantaba apresuradamente, se ponía frente a uno de los grandes espejos que adornaban su salón, veía retratada en él su imagen y sonreía con aire de triunfo. Era bella, no con la belleza de su amiga, sino con una belleza más pura, más poética, más ideal.

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