Estados Unidos se haría cargo del aeropuerto en la remota isla de Fogo, cuya pista acababa de ser ampliada con fondos de la Unión Europea. Allí la marina norteamericana construiría una escuela de pilotos, como donación.
Cuando estuviese acabada, un equipo de instructores de la fuerza área de Brasil (el portugués era su idioma común) llegaría con una docena de aviones de entrenamiento Tucano, para formar a un grupo de cadetes pilotos que integrarían una Guardia Aérea Pesquera. Con un modelo de los Tucano que alcanzaba un mayor radio de acción, podrían recorrer las aguas territoriales, descubrir a los furtivos y guiar al buque de la marina hasta ellos.
Hasta ahí todo le parecía bien, admitió el almirante, aunque seguía sin entender por qué habían tenido que sacarle de su partido de golf cuando comenzaba a superar su problema con el
putt
.
Al salir de la embajada, tras estrechar las manos de todos, el almirante se ofreció a llevar al aeropuerto en la limusina diplomática al hombre del Departamento de Estado.
—¿Puedo ofrecerle un viaje hasta Nápoles, señor Dexter? —preguntó.
—Es muy amable de su parte, almirante, pero debo viajar a Lisboa, Londres y Washington.
Se despidieron en el aeropuerto de Santiago. El avión del almirante despegó con destino a Italia. Cal Dexter esperó al vuelo de TAP que lo llevaría a Lisboa.
Un mes más tarde, un gigantesco barco de la flota auxiliar llevó a los ingenieros de la marina norteamericana al cono del volcán extinguido que ocupa el noventa por ciento de Fogo; la isla lleva ese nombre porque la palabra significa «fuego» en portugués. La nave auxiliar fondeó apartada de la costa donde permanecería como base flotante de los ingenieros, un pequeño trozo de Estados Unidos con todas las comodidades de casa.
Los Seabees de la marina se ufanaban de ser capaces de construir cualquier cosa en cualquier parte, pero es poco prudente alejarlos demasiado de sus filetes de Kansas, de las patatas fritas y de los litros de ketchup. Todo funciona mejor con el combustible adecuado.
Les llevaría seis meses, pero el aeropuerto actual tenía capacidad para recibir aviones de transporte C130 Hércules, así que el aprovisionamiento y los permisos no eran un problema. Además, unos barcos de carga más pequeños les suministrarían vigas, cemento y todo lo necesario para la construcción, junto con comida, zumos, gaseosas y agua.
Los pocos criollos que vivían en Fogo acudieron, impresionados, para ver cómo aquel ejército de hormigas desembarcaba y ocupaba su pequeño aeropuerto. El vuelo diario de Santiago despegaba y aterrizaba cuando la pista estaba limpia de la maquinaria pesada.
Cuando estuviese terminada, la escuela de vuelo, suficientemente bien apartada del puñado de edificios destinados a los pasajeros civiles, contaría con dormitorios prefabricados para los cadetes, casas para los instructores, talleres de reparación y mantenimiento, depósitos de combustible para los Tucano propulsados por hélice y un centro de comunicaciones.
Si alguien entre los ingenieros advirtió algo extraño, no hizo ningún comentario. También con la aprobación de un civil del Pentágono llamado Dexter, que iba y venía en un avión regular, se habían construido otras cosas. Excavado en la ladera de piedra del volcán había otro gran hangar con puertas de acero. También un gran depósito de combustible JP5, que los Tucano no utilizaban, y un arsenal.
—Cualquiera creería —murmuró el suboficial de marina O’Connor después de verificar el funcionamiento de las puertas de acero del hangar secreto— que alguien se dispone a librar una guerra.
En la plaza de Bolívar, llamada así en honor del gran libertador, se alzan algunos de los edificios más antiguos no solo de Bogotá sino de toda Sudamérica. Es el centro de la ciudad vieja.
Los conquistadores llegaron con su desesperada ansia de oro y en nombre de Dios llevaron a los primeros misioneros católicos. Algunos de ellos, todos jesuitas, fundaron en 1604, en una de las esquinas, el colegio de San Bartolomé, y no mucho más allá levantaron la iglesia de San Ignacio, en honor de su fundador Loyola. En otra esquina se encuentra el Provincialato Nacional de la Compañía de Jesús.
Han pasado algunos años desde que el Provincialato se trasladó de forma oficial a un edificio moderno en la parte nueva de la ciudad. Pero con aquel sofocante calor, a pesar de la comodidad del aire acondicionado, el padre provincial, fray Carlos Ruiz, continuaba prefiriendo el frescor de las piedras y las losas del viejo edificio.
Fue allí, en una húmeda mañana de diciembre de aquel año, donde había aceptado recibir al visitante norteamericano. Mientras se sentaba a su mesa de roble, llegada de España hacía tantos años y casi negra por el desgaste, fray Carlos ojeó de nuevo la carta de presentación en la que se solicitaba dicho encuentro. La había enviado su hermano en Cristo, el decano del Boston College; era imposible negarse, pero la curiosidad no es un pecado. ¿Qué podía querer ese hombre?
Un joven novicio hizo pasar a Paul Devereaux. El padre provincial se levantó y cruzó la habitación para saludarlo. El visitante tenía prácticamente su misma edad, las bíblicas tres veintenas y diez; delgado, impecable con camisa de seda, corbata y un traje tropical de color crema. Nada de vaqueros o barba de días, Fray Ruiz no recordaba haber conocido nunca a un espía norteamericano, pero la carta de Boston había sido muy clara.
—Padre, me cuesta preguntarlo tan abiertamente, pero debo hacerlo. ¿Podemos considerar que todo lo que se diga en esta habitación pertenece al secreto de confesión?
Fray Ruiz inclinó la cabeza y señaló a su invitado una silla castellana, con el asiento y el respaldo de cuero crudo. Volvió a ocupar su lugar detrás de la mesa.
—¿En qué puedo ayudarle, hijo mío?
—Se me ha pedido, nada menos que mi presidente, que intente destruir la industria de la cocaína, que está causando un daño irreparable en mi país.
No era necesario dar más explicaciones de por qué estaba en Colombia. La palabra «cocaína» lo aclaraba todo.
—Se ha intentado muchas veces anteriormente. Muchas veces. Pero la demanda en su país es enorme. Si no hubiese ese inagotable deseo por el polvo blanco no habría producción.
—Es verdad —admitió el norteamericano—, la demanda siempre justifica una oferta. Sin embargo, también es válido lo contrario. La oferta siempre crea una demanda. A la larga. Pero si desaparece la oferta la demanda acaba también desapareciendo.
—No funcionó con la Prohibición.
Devereaux ya estaba acostumbrado a este paralelismo. La Prohibición fue un desastre. Solo sirvió para crear un mundo del hampa que, acabada la Ley Seca, se dedicó a todo tipo de actividades delictivas. A lo largo de los años, el coste para Estados Unidos había ascendido a billones de dólares.
—Creemos que esta comparación no es válida, padre. Hay un millar de fuentes que pueden suministrar un vaso de vino o una copa de whisky.
Quería decir: «La cocaína solo procede de aquí». Pero no hacía falta decirlo con tanta claridad.
—Hijo mío, nosotros en la Compañía de Jesús intentamos ser una fuerza en pro del bien. Pero hemos comprendido, después de experiencias terribles, que participar en la política o en los asuntos del Estado suele ser desastroso.
Devereaux había pasado toda su vida en el espionaje. Desde hacía mucho tiempo había llegado a la conclusión de que la mayor agencia de inteligencia en el mundo era la Iglesia católica. Con su omnipresencia lo veía todo; con la confesión lo escuchaba todo. Pensar que a lo largo de un milenio y medio nunca había apoyado o se había opuesto a emperadores y príncipes le resultaba divertido.
—Pero allí donde ven el mal intentan destruirlo, ¿verdad? —señaló.
El padre provincial era demasiado astuto para caer en la trampa.
—¿Qué quiere de la Compañía, hijo mío?
—En Colombia ustedes están en todas partes, padre. El trabajo pastoral lleva a sus jóvenes sacerdotes a todos los rincones de todas las ciudades y pueblos…
—¿Quiere que se conviertan en soplones? ¿Para usted? ¿Tan lejos de Washington? Ellos también respetan el secreto de la confesión. Lo que se les dice en el confesonario no se puede revelar.
—¿Y si un barco navega con una carga de veneno para destruir muchas vidas jóvenes y dejar en su estela un rastro de miseria? ¿También ese conocimiento es sagrado?
—Ambos sabemos que el confesonario es un lugar sacrosanto.
—Pero un barco no puede confesar, padre. Le doy mi palabra de que no morirá ni un solo marinero. Interceptar y confiscar es lo único que pretendo.
Devereaux sabía que él también tendría que confesarse del pecado de mentir. Con otro sacerdote, muy lejos. Pero no aquí. No ahora.
—Lo que me pide podría ser extremadamente peligroso; los hombres que están detrás de este comercio, por horrible que sea llamarlo así, no tienen el menor escrúpulo y son muy violentos.
La respuesta del norteamericano fue sacar un objeto del bolsillo. Era un teléfono móvil pequeño y compacto.
—Padre, ambos nos criamos mucho antes de que se inventasen estos aparatos. Ahora los tienen todos los jóvenes y la mayoría de los no tan jóvenes. Para enviar un mensaje breve no es necesario hablar…
—Sé qué son los mensajes de texto, hijo mío.
—Entonces sabrá que existen los móviles cifrados. El cártel ni siquiera logrará interceptarlos. Lo único que pido es el nombre del barco que lleva el veneno a bordo con rumbo a mi país para destruir a los jóvenes. Por una ganancia. Por dinero.
El padre provincial se permitió una ligera sonrisa.
—Es un buen abogado, hijo mío.
Cobra jugó la última carta que le quedaba.
—En la ciudad de Cartagena hay una estatua a san Pedro Claver de la Compañía de Jesús.
—Por supuesto. Le reverenciamos.
—Hace algunos siglos luchó contra la esclavitud. Los traficantes de esclavos le martirizaron. Padre, se lo suplico. Traficar con drogas es tan malo como hacerlo con esclavos. Ambos ganan con la miseria humana. Lo que esclaviza no tiene por qué ser un hombre; puede ser un narcótico. Los esclavistas cogen los cuerpos de los jóvenes y los explotan. Los narcóticos se apoderan del alma.
El padre provincial miró durante unos minutos a través de la ventana hacia la plaza de Simón Bolívar, un hombre que libertaba a las personas.
—Desearía rezar, hijo mío. ¿Puede volver dentro de dos horas?
Devereaux tomó una comida ligera a la sombra de la marquesina de un café en una calle que daba a la plaza. Cuando volvió al Provincialato, la máxima autoridad de todos los jesuitas de Colombia había tomado su decisión.
—No puedo ordenar lo que me pide. Pero puedo explicar a mis párrocos lo que pide. Mientras no se rompa el secreto de confesión, pueden decidir ellos mismos. Tiene mi permiso para distribuir sus pequeños artilugios.
De entre todos sus colegas en el cártel, Alfredo Suárez tenía que trabajar en estrecho contacto con José María Largo, el encargado de la comercialización. Se trataba de seguir el rastro de todas las cargas, hasta el último kilo. Suárez las despachaba, una remesa tras otra, pero era vital saber cuánta llegaba al lugar donde se entregaba a la mafia compradora y cuánta era interceptada por las fuerzas de la ley y el orden.
Por fortuna, todas las interceptaciones importantes que realizaban las FLO se comunicaban de inmediato a los medios, para que las proclamasen a los cuatro vientos. Querían adjudicarse los méritos y recibir el agradecimiento de los gobiernos, siempre con la intención de ampliar sus presupuestos. Las reglas de Largo eran sencillas y a prueba de riesgos. A los grandes clientes se les permitía pagar el cincuenta por ciento del precio de la carga (fijado por el cártel) al realizar el pedido. El saldo se pagaba a la entrega, que suponía el cambio de propietario. Los compradores pequeños tenían que pagar el total con un depósito no negociable.
Si las bandas y las mafias nacionales conseguían cobrar precios astronómicos en la calle, era asunto suyo. Si eran poco precavidas o tenían agentes de la policía infiltrados y perdían la compra, también era asunto suyo. Si les decomisaban la carga después de la entrega tenían la obligación de pagar igualmente.
Era necesario tomar medidas cuando una banda extranjera, que aún adeudaba el cincuenta por ciento restante, perdía su compra a manos de la policía y se negaba a pagar. El Don era un acérrimo partidario de los escarmientos más horribles. El cártel se volvía paranoico en dos circunstancias: con el robo de la droga y con la traición de los soplones. Ninguna de las dos se perdonaba ni olvidaba, sin importar el coste de la retribución. Era la ley del Don… y funcionaba.
A Suárez le bastaba hablar con su colega Largo para saber con exactitud cuánto de lo que enviaba se interceptaba antes del lugar de entrega.
De ese modo descubría qué embarcaciones tenían mayores posibilidades de pasar y cuáles menos.
Hacia finales de 2010 calculó que las interceptaciones se mantenían dentro de los márgenes habituales: entre un diez y un quince por ciento. A la vista de los enormes beneficios, eran bastante aceptables. Sin embargo, siempre había deseado reducir el porcentaje de interceptaciones a una sola cifra. Si se interceptaba la cocaína mientras estaba en posesión del cártel, la pérdida era de ellos. Y al Don no le agradaba.
El predecesor de Suárez, descuartizado y que estaba pudriéndose debajo de un nuevo edificio de apartamentos, se había decantado, con el cambio de siglo una década atrás, por los submarinos. La ingeniosa idea consistía en construir en ríos ocultos cascos de sumergibles que, impulsados por un motor diésel, podían llevar una tripulación de cuatro hombres y hasta diez toneladas de carga, junto con comida y combustible. Después se sumergían a profundidad de periscopio.
Ni siquiera las mejores de estas naves llegaron nunca a tal profundidad. No lo necesitaban. Lo único que se apreciaba por encima de la superficie era una cúpula de plástico donde asomaba la cabeza del patrón, para que pudiese pilotar, y un tubo por el que entraba el aire para el motor y los tripulantes.
La idea era que estos sumergibles invisibles navegasen lentos pero seguros por la costa del Pacífico desde Colombia hasta el norte de México y allí entregaran grandes cargamentos a las mafias mexicanas, que ya se encargarían de llevarlos el resto del camino y cruzar la frontera de Estados Unidos. Funcionaron… durante un tiempo. Luego llegó el desastre.