A los diecisiete años parecía que seguiría los pasos de su padre, al volante de una excavadora o cavando zanjas en las obras. A menos que…
En enero de 1968, cuando cumplió los dieciocho, el Vietcong lanzó la ofensiva del Tet. Estaba mirando el televisor en un bar de Camden. Emitían un documental sobre el reclutamiento. Mencionaba que el ejército daba una educación a quien se alistara. Al día siguiente entró en la oficina de reclutamiento del ejército norteamericano en Camden y firmó.
El sargento mayor estaba harto. Se pasaba el día escuchando a jóvenes que hacían lo imposible para evitar que los enviasen a Vietnam.
—Quiero ofrecerme voluntario —dijo el joven que tenía delante.
El sargento mayor le acercó un formulario sin perder el contacto visual, como un hurón que no quiere que se le escape el conejo. Intentando mostrarse amable, le propuso al chico que firmase por tres años en lugar de dos.
—Tendrás la posibilidad de conseguir mejores destinos. Más oportunidades para hacer carrera. Con tres años quizá incluso evitarías que te enviasen a Vietnam.
—Pero yo quiero ir a Vietnam —respondió el chico de los vaqueros sucios.
Le concedieron su deseo. Después del habitual período de instrucción y gracias a su gran pericia en el manejo de maquinaria pesada, lo destinaron al batallón de zapadores de la Big Red One, la primera división de infantería, con base en el triángulo de hierro. Allí se ofreció voluntario para ser una rata de túnel y entró en el temible laberinto de túneles oscuros, escalofriantes y a menudo mortales cavado por el Vietcong debajo de Cu Chi.
Tras dos períodos de servicio llevando a cabo misiones casi suicidas en aquellos túneles infernales regresó a Estados Unidos con un saco de medallas y el Tío Sam cumplió su promesa. Pudo ir a la universidad. Escogió leyes y se licenció en derecho en Fordham, Nueva York.
No tenía los antecedentes, el refinamiento, ni el dinero suficiente para entrar en los grandes bufetes de Wall Street. Ingresó en el servicio de Asistencia Jurídica, para ser portavoz de aquellos destinados a ocupar los escalones más bajos del sistema legal norteamericano. Eran tantos los clientes hispanos que aprendió a hablar español como un nativo. También se casó y tuvo una hija a la que mimaba tanto como podía.
Tal vez habría pasado toda su vida laboral entre los pobres que carecían de un abogado defensor, pero cuando acababa de cumplir los cuarenta secuestraron a su hija adolescente, la forzaron a prostituirse y finalmente fue asesinada sádicamente por su chulo. Tuvo que identificar el cuerpo destrozado en una sala de autopsias en Virginia Beach. La experiencia hizo revivir a la rata de túnel, el asesino de hombres.
Recurriendo a sus viejas habilidades, siguió el rastro de los dos chulos responsables de la muerte de su hija y los abatió a tiros, junto con sus guardaespaldas, en una acera de la ciudad de Panamá. Cuando regresó a Nueva York, su esposa se había suicidado.
Cal Dexter abandonó los juzgados y fingió que se retiraba para ejercer de abogado en Pennington, una pequeña ciudad en New Jersey. Pero, en realidad, ahí dio comienzo su tercera carrera. Se convirtió en un cazarrecompensas, pero a diferencia de la mayoría de sus colegas, trabajaba casi exclusivamente en el extranjero. Se especializó en rastrear, capturar y trasladar para que fuesen juzgados en Estados Unidos a todos aquellos que habían cometido crímenes atroces y creían haberse librado al buscar refugio en algún país sin un tratado de extradición. Se anunciaba con mucha discreción con el seudónimo de «el Vengador».
En 2001, un multimillonario canadiense lo contrató para que encontrara a un sádico mercenario serbio que había asesinado a su nieto, un voluntario de una ONG, en algún lugar de Bosnia. Lo que Dexter no sabía era que un tal Paul Devereaux utilizaba al asesino, Zoran Zilic, en esos días traficante de armas, como cebo para atraer a Osama bin Laden a una cita donde un misil de crucero acabaría con su vida.
Dexter llegó primero. Encontró a Zilic refugiado en una sucia dictadura sudamericana; entró en el país y secuestró al asesino a punta de pistola para llevárselo en un avión privado a Key West, Florida. Devereaux, que había intentado eliminar al entremetido cazarrecompensas, vio cómo dos años de planes se iban al garete. Aunque muy pronto aquel fracaso se convirtió en irrelevante; unos pocos días más tarde, el 11-S garantizó que Bin Laden no asistiría a ninguna reunión arriesgada fuera de sus cuevas.
Dexter volvió a ser el inofensivo abogado de Pennington. Devereaux se retiró. Entonces tuvo tiempo de rastrear al cazarrecompensas conocido con el sencillo apodo del Vengador.
Ahora ambos estaban retirados: el ex rata de túnel que había ascendido desde la clase baja y el digno aristócrata de Boston. Dexter miró el teléfono.
—¿Qué quiere, señor Devereaux?
—Me han sacado del retiro, señor Dexter. Por orden del comandante en jefe. Hay una tarea que desea ver realizada. Afecta muy gravemente a nuestro país. Me ha pedido que me encargue. Necesito un primer adjunto, un oficial ejecutivo. Le estaría muy agradecido si considerase aceptar el puesto.
Dexter tomó nota del lenguaje. No dijo: «Quiero que usted» o «le ofrezco», sino «le estaría muy agradecido».
—Necesitaría saber más. Mucho más.
—Por supuesto. Si pudiese venir a visitarme a Washington, será un placer explicárselo casi todo.
Dexter, de pie delante de la ventana del salón de su modesta casa en Pennington, contempló las hojas muertas mientras pensaba. Había cumplido sesenta y un años. Se mantenía en forma y a pesar de varios claros ofrecimientos había rechazado casarse por segunda vez. En su conjunto, su vida era cómoda, sin estrés, plácida, pequeñoburguesa. Y aburrida.
—Iré a visitarle y le escucharé, señor Devereaux. Solo escucharé. Después decidiré.
—Muy prudente, señor Dexter. Esta es mi dirección en Alexandria. ¿Puedo esperarle mañana?
Le dio la dirección. Antes de colgar, Cal Dexter formuló una pregunta.
—A la vista de nuestro pasado común, ¿por qué me ha escogido a mí?
—Es muy sencillo. Usted es el único hombre que ha sido más listo que yo.
E
L SILBIDO
Por razones de seguridad era poco frecuente que la Hermandad, el gran cártel que controlaba toda la industria de la cocaína, se reuniese en sesión plenaria. Años atrás había sido más fácil.
La llegada a la presidencia de Colombia de Álvaro Uribe, enemigo declarado del narcotráfico, lo había cambiado todo. Bajo su mando, el cese de varios altos cargos de la policía nacional había significado que ascendiera a nuevo jefe el general Felipe Calderón y su formidable jefe de Inteligencia en la División Antinarcóticos, el coronel Dos Santos.
Ambos hombres habían demostrado que, incluso a pesar del sueldo de un policía, eran insobornables. Para el cártel aquello era completamente nuevo y había cometido varios errores que le habían costado perder a varios ejecutivos claves, hasta que aprendió la lección. A partir de entonces se declaró una guerra a muerte. Pero Colombia es un país muy grande, con millones de hectáreas donde ocultarse.
El jefe indiscutible de la Hermandad era don Diego Esteban. A diferencia de otro antiguo capo de la cocaína, Pablo Escobar, don Diego no era un matón psicópata surgido de las chabolas. Pertenecía a la vieja aristocracia terrateniente: educado, cortés, de la más rancia estirpe española, descendiente de una larga saga de hidalgos. Todos se referían a él simplemente como «el Don».
Había sido él quien, en un mundo de asesinos, había conseguido con la fuerza de su personalidad reunir a los señores de la cocaína en un único sindicato, que funcionaba como una corporación moderna con inmensos beneficios. Dos años atrás, el último de aquellos que se habían resistido a unirse como reclamaba el Don había salido del país esposado, extraditado a Estados Unidos, para no volver nunca más. Era Diego Montoya, jefe del cártel del Norte del Valle, que presumía de ser el sucesor de los cárteles de Cali y Medellín.
Nunca se descubrió quién había hecho al coronel Dos Santos la llamada que llevó a la detención de Montoya, pero cuando el capo apareció en los medios encadenado de pies y manos se acabó la oposición al Don.
Colombia está dividida del nordeste al sudoeste por dos cordilleras con el valle del río Magdalena entre ellas. Todos los ríos al oeste de la cordillera occidental desembocan en el Pacífico o el Caribe; todas las corrientes al este de la cordillera oriental desaguan en el Orinoco o el Amazonas. Esta tierra oriental, con cincuenta ríos, ofrece un panorama de llanuras salpicadas de haciendas del tamaño de condados. Don Diego era propietario de por lo menos cinco que se conocían y de otras diez desconocidas. Todas tenían varias pistas de aterrizaje.
La reunión en el otoño de 2010 tuvo lugar en el rancho de la Cucaracha, en las afueras de San José. Los otros siete miembros de la junta habían sido convocados por emisarios personales y habían llegado en avionetas después de dejar atrás varios señuelos. Pese a que el uso de móviles de usar y tirar se consideraba muy seguro, el Don prefería enviar sus mensajes con correos de su confianza. Era anticuado, pero nunca le habían pillado o espiado.
Aquella luminosa mañana de otoño el Don recibió en persona a los miembros de su equipo en la mansión donde nunca dormía más de diez noches al año, si bien siempre estaba preparada para usarla inmediatamente.
La mansión era de estilo español antiguo, revestida de azulejos y muy fresca en los días calurosos, con fuentes que susurraban en el patio y camareros con chaquetillas blancas que servían las bebidas debajo de las marquesinas.
El primero en llegar del aeródromo fue Emilio Sánchez. Como el resto de los jefes de división solo cumplía un cometido para su amo; el suyo era la producción. Su tarea consistía en supervisar todo lo concerniente a las decenas de miles de pobres campesinos, los cocaleros, que cultivaban las plantas en Colombia, Bolivia y Perú. Él compraba la pasta, verificaba la calidad, les pagaba y entregaba a las puertas de las refinerías toneladas de cocaína colombiana pura empaquetada.
Todo esto requería una protección constante, no solo contra las fuerzas de la ley y el orden, las FLO, sino también contra los bandidos de toda laya que vivían en la selva, preparados para robar el producto e intentar revenderlo. El ejército privado estaba al mando de Rodrigo Pérez, un ex terrorista de las FARC. Con su ayuda, la mayor parte del, en otro tiempo, grupo revolucionario marxista había entrado en razón y trabajaba para la Hermandad.
Los beneficios de la industria de la cocaína eran tan astronómicos que la ingente cantidad de dinero entrante se convirtió en un problema que únicamente se podía solucionar con el blanqueo. Posteriormente, reinvertirían los dólares en miles de empresas legítimas esparcidas por todo el mundo; pero solo después de deducir los costes y contribuir a engrosar la fortuna personal de don Diego, que era de centenares de millones.
El blanqueo se realizaba a través de bancos corruptos, muchos de los cuales pretendían ante el público que eran de una honradez sin tacha, pero que con sus actividades delictivas generaban una enorme riqueza adicional.
El hombre encargado del blanqueo parecía tan respetable como el mismo Don. Era un abogado especializado en leyes financieras y bancarias. Su despacho en Bogotá era prestigioso y aunque el coronel Dos Santos tenía ciertas sospechas nunca había podido demostrar nada. El señor Julio Luz fue el tercero en llegar; el Don le saludó con gran afecto en el mismo momento en que apareció el cuarto todoterreno desde el aeródromo.
José María Largo era el jefe de la comercialización. El terreno en el que se movía era el de los consumidores de cocaína y el de los centenares de bandas y mafias que compraban el polvo blanco que vendía la Hermandad. Era él quien cerraba los tratos con las bandas que se extendían por todo México, Estados Unidos y Europa. Él era el único que evaluaba la capacidad financiera de las mafias consolidadas y las constantes incorporaciones de recién llegados que reemplazaban a los detenidos y encarcelados en el extranjero. Era él quien había decidido otorgar un virtual monopolio europeo a la temible ‘Ndrangheta, la mafia italiana nativa de Calabria, en la punta de la bota italiana, emparedada entre la Camorra de Nápoles y la Cosa Nostra de Sicilia.
Como sus avionetas habían llegado casi juntas, había compartido un todoterreno con Roberto Cárdenas, un duro matón callejero de Cartagena. Los controles en las aduanas y en centenares de puertos y aeropuertos de Estados Unidos y Europa hubiesen sido cinco veces más numerosos de no ser por la «colaboración» de los funcionarios sobornados. Eran cruciales, y él estaba a cargo de todos ellos, de reclutarlos y pagarles.
Los dos últimos llegaron con retraso por culpa del mal tiempo y la distancia. Estaban a punto de servir la comida cuando se presentó Alfredo Suárez, que se deshizo en disculpas. Pese a la tardanza, la cortesía del Don era impecable, así que agradeció a su subordinado su esfuerzo, como si Suárez hubiese tenido otra alternativa.
Suárez y sus conocimientos eran vitales. Su especialidad era el transporte. Su cometido era garantizar la seguridad y el transporte ininterrumpido de cada gramo desde la puerta de la refinería hasta el lugar de entrega en el extranjero. Cada correo, cada mula, cada carguero, barco de paracaídas o yate particular, cada avión grande o pequeño y cada submarino se sometía a su supervisión, junto con sus capitanes, tripulaciones y pilotos.
Durante años se había discutido cuál de las dos estrategias era la mejor: enviar la cocaína en cantidades pequeñas a través de miles de correos individuales o enviar grandes cargamentos pero en menor número.
Algunos sostenían que el cártel debía saturar los mecanismos de defensa de los dos continentes con miles de mulas prescindibles y que nada sabían; cada uno llevaría unos pocos kilos en las maletas o incluso mil gramos en el estómago, en bolitas. Algunos de ellos serían detenidos, por supuesto, pero muchos pasarían. El número de éxitos sería superior al de fracasos. Esta era la teoría.
Suárez era partidario de la otra alternativa. Debía suministrar trescientas toneladas a cada continente, así que se había decidido por realizar cien operaciones al año en Estados Unidos y otras tantas en Europa. Las cargas oscilaban entre una y diez toneladas; por tanto era necesario llevar a cabo una concienzuda planificación y cuantiosas inversiones. Si las bandas compradoras, después de la entrega y realizado el pago, querían dividir las cargas en millones de paquetes, era su problema.