Harold Macmillan no podía soportar a Charles de Gaulle (era algo mutuo); en cambio sentía afecto por el mucho más joven John F. Kennedy. Quizá se deba a que tenían el idioma en común, pero no necesariamente.
Si se consideraba la brecha existente entre los antecedentes de los dos hombres que compartían el calor del fuego aquel anochecer de otoño, mientras las sombras se alargaban y los agentes del Servicio Secreto junto con los SAS británicos vigilaban el exterior de la casa, era sorprendente que en tan solo tres reuniones —una en Washington, otra en Naciones Unidas y ahora en Chequers— hubiesen desarrollado una amistad.
El norteamericano había tenido que salvar muchos escollos: de padre keniata y madre nacida en Kansas, había sido criado en Hawai e Indonesia, y había luchado contra la intolerancia. El inglés era un privilegiado: hijo de un agente de bolsa casado con una magistrada comarcal, había tenido una niñera en la infancia y una educación en dos de los colegios privados más caros y prestigiosos del país. Estos antecedentes pueden dotar de un encanto que a menudo enmascara un interior de acero. En algunos casos lo hace, en otros no.
Sin embargo, en un nivel más superficial tenían mucho en común. Ambos aún no habían cumplido los cincuenta, estaban casados con mujeres hermosas, eran padres de hijos en edad escolar, ambos se habían graduado en la universidad con honores y en su vida adulta se dedicaban a la política. Además, ambos tenían la misma preocupación casi obsesiva por el cambio climático, la pobreza en el Tercer Mundo, la seguridad nacional y el sufrimiento, incluso en sus respectivos países, de aquellos que Frantz Fanon llamaba «los condenados de la tierra».
Mientras la esposa del primer ministro mostraba a la primera dama algunos de los magníficos libros de la biblioteca, el presidente murmuró a su colega británico:
—¿Ha tenido tiempo para echarle una ojeada al informe que le di?
—Desde luego. Impresionante… y preocupante. Aquí tenemos un problema enorme. Este país es el mayor consumidor de cocaína de Europa. Hace dos meses mantuve una reunión con la SOCA, nuestra agencia que se ocupa de los delitos graves, sobre todo de los delitos relacionados con el narcotráfico. ¿Por qué?
El presidente miró el fuego y escogió cuidadosamente las palabras.
—Tengo a un hombre que en este momento está considerando la viabilidad de una idea. ¿Sería posible, con nuestra tecnología y la capacidad de nuestras fuerzas especiales, destruir dicha industria?
El primer ministro no ocultó su sorpresa. Miró al norteamericano con los ojos muy abiertos.
—¿Ya tiene la opinión de ese hombre?
—No. Espero su veredicto en cualquier momento.
—¿Aceptará su recomendación?
—Creo que sí.
—¿Qué pasará si juzga que es viable?
—En ese caso, creo que Estados Unidos seguirá adelante con la idea.
—Ambos invertimos grandes sumas en la lucha contra el narcotráfico. Todos mis expertos afirman que es imposible destruirlo totalmente. Interceptamos los cargamentos, detenemos a los contrabandistas y a los gángsteres, los enviamos a la cárcel con condenas muy largas, pero nada cambia. Las drogas continúan llegando. Nuevos voluntarios reemplazan a los que están encarcelados. El número de adictos va en aumento.
—Pero si mi hombre dice que puede hacerse, ¿Gran Bretaña se uniría a nosotros?
A ningún político le gusta encajar un golpe bajo, aunque sea de un amigo. Incluso del presidente de Estados Unidos. Intentó ganar tiempo.
—Tendría que haber un plan firme. Debería estar bien financiado.
—Si seguimos adelante, habrá un plan. Y fondos. Pero me gustaría contar con sus fuerzas especiales. Con sus agencias contra el crimen. Con la capacidad de sus servicios de inteligencia.
—Tendré que consultarlo con mi gente —dijo el primer ministro.
—Hágalo —insistió el presidente—. Le avisaré cuando mi hombre diga lo que tenga que decir y sepa si seguiremos adelante.
Los cuatro se prepararon para irse a dormir. Por la mañana asistirían a una misa en la iglesia románica. A lo largo de la noche los guardias harían rondas, vigilarían, comprobarían, inspeccionarían y volverían a comprobar. Llevarían armas y chalecos antibalas, gafas de visión nocturna, escáneres de rayos infrarrojos, sensores de movimiento y detectores de calor. Sería muy arriesgado para un zorro aparecer por la zona. Incluso las limusinas transportadas para la ocasión desde Estados Unidos estarían vigiladas toda la noche para que nadie se les acercase.
La pareja norteamericana, como era habitual cuando les visitaban jefes de Estado, se alojaba en el dormitorio Lee, el nombre del filántropo que había donado Chequers al patrimonio nacional después de una restauración completa en 1917. El dormitorio aún tenía la enorme cama con dosel que databa, quizá no muy apropiadamente, del reinado de Jorge III. Durante la Segunda Guerra Mundial, el ministro de Asuntos Exteriores soviético, Molotov, había dormido en aquella cama con una pistola debajo de la almohada. Aquella noche de 2010 no había ninguna pistola.
A treinta y dos kilómetros al sur del puerto y de la ciudad colombiana de Cartagena está el golfo de Urabá, una costa de pantanos y manglares impenetrable e infestada de mosquitos de la malaria. En el mismo momento en que el
Air Force One
, que llevaba a la pareja presidencial de regreso de Londres, enfilaba la pista en la aproximación final, dos extrañas embarcaciones salieron de una ensenada invisible y pusieron rumbo al sudoeste.
Eran de aluminio, delgadas como lápices, de veinte metros de eslora, como agujas en el agua, pero en la popa de cada una había cuatro motores fuera borda Yamaha 200 instalados el uno junto al otro. En los círculos de la cocaína las llaman planeadoras; su diseño y potencia les permiten aventajar a cualquier otra embarcación en el agua.
No obstante su longitud, había muy poco espacio a bordo. Los enormes tanques de combustible ocupaban la mayor parte del espacio. Cada una transportaba seiscientos kilos de cocaína repartidos en diez grandes bidones de plástico blanco sellados herméticamente para protegerlos del agua salada. Para facilitar los desplazamientos, cada bidón estaba envuelto en una red de polietileno azul.
Entre los bidones y los tanques de combustible se acomodaba como podía una tripulación de cuatro hombres. Pero no se pretendía que estuviesen cómodos. Uno de ellos era el timonel, un marinero muy experto que podía pilotar la planeadora sin problemas a una velocidad de crucero de cuarenta nudos y acelerar hasta los sesenta si el mar lo permitía o si los perseguían. Los otros tres eran unos tipos forzudos y cobrarían lo que para ellos era una fortuna por setenta y dos horas de incomodidades y riesgos. En realidad, entre todos tan solo cobrarían una minúscula fracción del uno por ciento del valor de lo que contenían aquellos veinte bidones.
En cuanto salieron de los bajíos, los patrones iniciaron la larga travesía acelerando a cuarenta nudos en un mar sin olas. Su destino era un punto en el océano a setenta millas de Colón, en la república de Panamá. Allí se encontrarían con el carguero
Virgen de Valme
, que navegaba con rumbo oeste desde el Caribe hacia el canal de Panamá.
Las planeadoras tenían que recorrer trescientas millas para llegar al lugar de la cita e, incluso a una velocidad de cuarenta nudos, no llegarían allí antes del amanecer. Por lo tanto, pasarían todo el día siguiente inmóviles, meciéndose en el calor sofocante y cubiertos con una lona azul, hasta que la oscuridad les permitiese reanudar el viaje. Realizarían el transbordo de la carga a medianoche. Era el plazo límite.
El carguero estaba en el lugar indicado cuando se acercaron las planeadoras, con la secuencia de luces correctas en el orden convenido. La identificación se llevó a cabo con frases preestablecidas, que no tenían ningún sentido, dichas a voz en cuello a través de la oscuridad. Las planeadoras se amuraron. Unas manos voluntariosas trasladaron los veinte bidones a la cubierta. También subieron los tanques de combustible vacíos, que no tardaron en bajar llenos hasta los topes. Con unas pocas palabras de despedida en español, el
Virgen de Valme
continuó su viaje hacia Colón y las planeadoras emprendieron el regreso a casa. Tras otro día flotando camuflados en el océano, llegarían a los pantanos y manglares antes del amanecer del tercer día, transcurridas sesenta horas desde la partida.
Los cinco mil dólares que recibieron los tripulantes y los diez mil dólares para los patrones les parecían el rescate de un rey. La carga que habían transportado pasaría de manos del distribuidor a las del consumidor en Estados Unidos por unos ochenta y cuatro millones de dólares.
El
Virgen de Valme
era un carguero más que esperaba su turno para entrar en el canal de Panamá, a menos que alguien se hubiese aventurado a bajar a la sentina debajo del suelo de la bodega más baja. Pero nadie lo hizo. Un hombre necesitaría un equipo de respiración autónoma para sobrevivir allá abajo y la tripulación había declarado que el suyo formaba parte del equipo contra incendios.
En cuanto salió del canal y entró en el Pacífico, el carguero viró hacia el norte. Navegó por delante de las costas de América Central, México y California. Por fin, a la altura de la costa de Oregón, subieron los veinte bidones a cubierta, los prepararon y los ocultaron debajo de las lonas. En una noche sin luna, el
Virgen de Valme
dejó atrás el cabo Flattery y continuó por el estrecho de Juan de Fuca, con su carga de café de Brasil destinada a Seattle, la capital del café en Estados Unidos, y a los exigentes paladares de sus consumidores.
Antes de virar, la tripulación lanzó los veinte bidones por la borda, lastrados con cadenas, con el peso suficiente para que se hundiesen hasta el fondo a una profundidad de treinta metros. Después, el capitán hizo una única llamada con el móvil. Incluso si los operadores de la Agencia de Seguridad Nacional en Fort Meade, Maryland, estaban escuchando (y lo estaban), las palabras eran de lo más inocentes: algo acerca de un marinero solitario que vería a su novia al cabo de unas pocas horas.
Los veinte bidones estaban señalados con unas pequeñas boyas de colores brillantes que se mecían en el agua gris a la luz del alba. Allí las encontraron los cuatro hombres de una barca langostera, idénticas a las boyas que señalaban las jaulas para langostas. Nadie les vio sacar los bidones de las profundidades. Si su radar hubiese indicado la presencia de alguna patrullera en un radio de millas, no se hubiesen acercado. Pero la posición de la cocaína que marcaba el GPS era tan exacta que podían escoger el momento.
Desde el estrecho de Fuca los contrabandistas fueron al laberinto de islas al norte de Seattle y amarraron en un punto de tierra firme donde un sendero de pescadores bajaba hasta el agua. Allí les esperaba un gran camión de cerveza. Después de descargarlos, los bidones se llevarían tierra adentro para convertirse en parte de las trescientas toneladas que llegaban a Estados Unidos cada año. Posteriormente, todos los participantes recibirían los pagos acordados. Los hombres de la barca nunca sabrían el nombre del carguero ni del dueño del camión de cerveza. No necesitaban saberlo.
Tras desembarcar en suelo norteamericano la propiedad de la droga había cambiado de manos. Hasta entonces había pertenecido al cártel y todos los implicados cobrarían de esa organización. Pero una vez en el camión de cerveza pertenecía al importador norteamericano, que ahora debía al cártel una impresionante cantidad de dinero que debía ser abonada.
El precio de 1,2 toneladas métricas de cocaína pura ya se había negociado. Los pequeños distribuidores debían pagar el importe total en el momento de hacer el pedido. Los grandes pagaban el cincuenta por ciento por adelantado y el resto a la entrega. El importador conseguiría unos márgenes enormes entre el camión de cerveza y la nariz de un consumidor de Spokane o de Milwaukee.
Pagaría de su bolsillo a los múltiples intermediarios que le mantenían a salvo de las garras del FBI o la DEA. Todos los pagos se harían en metálico. Pero incluso después de pagar al cártel el cincuenta por ciento restante, los gángsteres norteamericanos aún tendrían que blanquear una inmensa cantidad de dólares. Este dinero saldría de sus manos para ser invertido en otro centenar de empresas ilegales.
En todo Estados Unidos muchas vidas acabarían destrozadas por el aparentemente inofensivo polvo blanco.
Paul Devereaux necesitó cuatro semanas para completar su estudio. Jonathan Silver lo llamó dos veces, pero él no se dejó presionar. Cuando acabó se reunió de nuevo con el jefe de Gabinete en el Ala Oeste. Llevaba una carpeta poco abultada. Como despreciaba los ordenadores, que juzgaba muy inseguros, lo memorizaba casi todo y, si tenía que tratar con alguien corto de entendederas, escribía informes muy concisos en un inglés elegante aunque anticuado.
—¿Bien? —preguntó Silver, que se vanagloriaba de lo que él llamaba un enfoque directo y una actitud de tipo duro, pero que otros calificaban de abierta grosería—. ¿Ha llegado a alguna conclusión?
—Así es —respondió Devereaux—. Siempre que se cumplan al pie de la letra ciertas condiciones, la industria de la cocaína puede quedar totalmente destruida.
—¿Cómo?
—Primero, lo que no se puede hacer. Los creadores en origen están fuera de alcance. Millares de pobres campesinos, los cocaleros, cultivan esa planta en miles de parcelas debajo del follaje de la selva, y algunas parcelas no alcanzan ni media hectárea. Por lo tanto, mientras exista un cártel dispuesto a comprarles su maldita pasta, seguirán produciéndola y llevándola a los compradores en Colombia.
—Por lo tanto, ¿eliminar a los campesinos queda descartado?
—Por mucho que se intente, y el actual gobierno colombiano lo intenta de verdad, a diferencia de algunos de sus predecesores y de la mayoría de sus vecinos, es imposible. Vietnam tendría que habernos enseñado algunas lecciones sobre la selva y las personas que viven en ella. Pretender acabar con las hormigas con un periódico enrollado no es una opción.
—¿Qué pasa con los laboratorios de refinamiento? ¿Los cárteles?
—Una vez más, no son una opción. Es como pretender sacar a una morena de su agujero con las manos desnudas. Es su territorio, no el nuestro. En América Latina son los amos, no nosotros.
—De acuerdo —dijo Silver, al que se le estaba agotando su escasa paciencia—. ¿En Estados Unidos, cuando la mierda ya esté en nuestro país? ¿Tiene idea de la cantidad de dinero, de cuántos dólares de los impuestos gastamos en todo el país para el cumplimiento de las leyes? ¿Cincuenta estados, además de los federales? Maldita sea, es como la deuda nacional.