Había visto al colombiano desde lo suficientemente cerca como para reconocerle. Además, sabía cuál era el coche y el número de la matrícula.
La mañana siguiente fue como la anterior. Se encendieron las luces, la familia desayunó y se despidieron. Dexter estaba en la esquina a la seis y media, con el motor al ralentí. Simulaba hablar por el móvil, para justificar ante los peatones que pasaban por qué estaba detenido. Nadie se fijó en él. El Ford, con Juan Cortez al volante, pasó a las siete menos cuarto. Le dio una ventaja de cien metros y lo siguió.
El soldador pasó por el barrio de La Quinta y siguió la autopista hacia el sur, por la carretera de la costa, la carretera Troncal Oeste. Como era lógico, la mayoría de los muelles estaban al borde del mar. El tráfico era más denso, pero por si acaso el hombre al que seguía estaba atento, se ocultó en dos ocasiones detrás de un camión cuando se detuvieron en un semáforo en rojo.
En otro momento volvió su cazadora del revés. Antes era rojo brillante; ahora era azul cielo. En otra parada, se quitó la cazadora y se quedó con la camisa blanca. En cualquier caso, era otro de los miles de motoristas que iban al trabajo.
La carretera continuaba. Disminuyó el tráfico. Aquellos que salían de ella se dirigían hacia los muelles en la carretera de Mamonal. Dexter cambió de nuevo de aspecto. Sujetó el casco entre las rodillas y se puso una gorra de lana blanca. El hombre que iba delante no pareció darse cuenta, pero con la disminución del tráfico, Dexter tuvo que alejarse a unos cien metros. Por fin, el soldador salió de la carretera. Estaban veinticinco kilómetros al sur de la ciudad, más allá de los muelles con los depósitos de combustible y de productos petroquímicos, donde se realizaban los trabajos de mantenimiento en los barcos de carga. Dexter se fijó en el gran cartel publicitario en la entrada del camino que llevaba al astillero Sandoval. Lo recordaría.
Pasó el resto del día recorriendo el camino de vuelta a la ciudad, en busca de un lugar donde llevar a cabo el secuestro. Lo encontró a última hora de la tarde. Un tramo solitario donde la carretera solo tenía un carril en cada sentido y donde había unas pistas sin pavimentar que se adentraban en la espesura de los manglares. El tramo era recto a lo largo de unos quinientos metros, con una curva en cada extremo.
Aquel atardecer esperó en el cruce donde el camino del astillero Sandoval salía a la autopista. El Ford apareció apenas pasadas las seis, en el crepúsculo, a pocos minutos de la oscuridad; era uno más de las docenas de coches y motos que volvían a la ciudad.
Al tercer día entró en el astillero. No parecía que hubiera ningún guardia de seguridad. Aparcó y dio un paseo. Intercambió un alegre «hola», con un grupo de trabajadores navales que pasaban a su lado. Encontró el aparcamiento de los empleados y allí estaba el Ford, esperando a su propietario, que estaba trabajando con su soplete de oxiacetileno en las entrañas de un barco en dique seco. A la mañana siguiente, Cal Dexter voló a Miami para preparar el plan y reunir todo lo necesario. Regresó una semana más tarde, pero de una manera mucho menos legal.
Voló a la base del ejército colombiano en Malambo, donde las fuerzas estadounidenses tenían destacadas tropas y equipos del ejército, la marina y la fuerza aérea. Llegó en un Hércules C-130 que había despegado de la base aérea Eglin, en Florida. Eran tantas las operaciones encubiertas que salían de Eglin que se la conocía como la Central de Espías.
El equipo que necesitaba viajaba a bordo del Hércules junto con seis boinas verdes. Pese a que procedían de Fort Lewis, en el estado de Washington, eran hombres con los que había trabajado antes y le habían permitido reclutarlos. Fort Lewis era el cuartel del Primer Grupo de Fuerzas Especiales, conocido como Destacamento Operativo (DO) Alfa 143. Eran montañeros experimentados, aunque no hay montañas en Cartagena.
Tuvo la suerte de encontrarlos en la base, de regreso de Afganistán, mortalmente aburridos. Cuando les ofreció participar en una breve misión encubierta todos se ofrecieron voluntarios, pero él únicamente necesitaba a seis. Después de preguntar, supo que dos de ellos eran hispanos y hablaban bien el español. Ninguno sabía de qué se trataba y no necesitaban saber nada más, aparte de los detalles inmediatos. Sin embargo, todos conocían las reglas. Se les diría lo que necesitaban saber para la misión. Nada más.
A la vista del poco tiempo disponible, Dexter estaba satisfecho con lo que había conseguido el equipo de suministros del Proyecto Cobra. La furgoneta cerrada negra era de fabricación estadounidense, al igual que la mitad de los vehículos que circulaban por las carreteras de Colombia. La documentación estaba en regla y las placas de matrícula correspondían a Cartagena. Los adhesivos pegados en los laterales anunciaban: LAVANDERÍA DE CARTAGENA. Las furgonetas de las lavanderías nunca levantaban sospechas.
Inspeccionó los tres uniformes de agentes de policía de Cartagena, los dos cestos de mimbre, las luces rojas de tráfico y el cadáver congelado, metido en hielo seco en un ataúd refrigerado. Todo aquello se quedaría en el Hércules hasta que lo necesitaran.
El ejército colombiano estaba siendo muy hospitalario, pero era recomendable no abusar de su amabilidad.
Cal Dexter miró el cadáver durante unos segundos. La estatura adecuada, la constitución correcta, la edad aproximada. Un pobre vagabundo que había intentado vivir en los bosques de Washington; lo habían encontrado muerto de hipotermia y los guardabosques del monte St. Helens lo habían trasladado al depósito de Kelso dos días atrás.
Dexter llevó a su equipo al lugar en dos ocasiones. Observaron de día y de noche el tramo de quinientos metros de la carretera de dos carriles que Dexter había escogido. Realizaron la operación la tercera noche. Todos sabían que la simplicidad y la rapidez eran esenciales. La tercera tarde, Dexter aparcó la furgoneta en mitad del largo tramo de la carretera. Había una pista que entraba en el manglar y dejó el vehículo allí, a unos cincuenta metros del asfalto.
Utilizó la escúter que había traído su equipo y, a las cuatro de la tarde, fue hasta el aparcamiento de empleados del astillero Sandoval. Allí, deshinchó dos de los neumáticos del Ford; uno de los de atrás y el de recambio en el maletero. Volvió a reunirse con su equipo a las cuatro y cuarto.
En el aparcamiento del astillero Sandoval, Juan Cortez se acercó a su coche, vio el neumático deshinchado, maldijo y fue a sacar del maletero el de recambio. Cuando se encontró con que también estaba sin aire maldijo de nuevo, fue al taller y pidió prestada una bomba de hinchar manual. Tardó una hora en solucionar el problema y para entonces ya era noche cerrada. Todos sus compañeros de trabajo se habían marchado hacía mucho.
A cinco kilómetros del astillero, un hombre permanecía silencioso, escondido en el follaje junto a la carretera con unas gafas de visión nocturna. Como todos los compañeros de Cortez ya se habían marchado, el tráfico era escaso. El hombre oculto era norteamericano, hablaba un español fluido y vestía el uniforme de agente de tráfico de Cartagena. Había memorizado las características del Ford Pinto gracias a las fotografías que le había facilitado Dexter. Pasó por delante a las siete y cinco. Sacó una linterna y transmitió una señal. Tres destellos cortos.
En mitad del recorrido, Dexter cogió la luz de advertencia roja, fue hasta el centro de la carretera y la movió de un lado a otro hacia los faros que se aproximaban. Cortez, al ver la advertencia, comenzó a reducir la velocidad.
Detrás de él, el hombre que había esperado entre el follaje colocó en el asfalto una señal de luz roja, la puso en marcha y durante los dos minutos siguientes detuvo a otro par de coches que iban hacia la ciudad. Uno de los conductores asomó la cabeza por la ventanilla.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Solo serán cinco minutos.
Quinientos metros más allá, en el carril opuesto, el segundo boina verde vestido con el uniforme de agente de policía también había instalado una luz roja y en dos minutos había detenido a tres coches que venían de la ciudad. En todo el tramo no habría interrupciones y los posibles testigos estaban fuera de la vista, pasadas las curvas.
Juan Cortez detuvo el coche. Un agente de policía, sonriendo amistosamente, se acercó a la ventanilla del conductor. Como la noche era calurosa, el cristal estaba bajado.
—¿Puedo pedirle que baje del coche, señor? —dijo Dexter, y abrió la puerta.
Cortez obedeció con una leve protesta. Después, todo fue muy rápido. Posteriormente recordaría a dos hombres que aparecieron de la oscuridad; unos brazos fuertes; un algodón con cloroformo; una breve resistencia; la somnolencia; la oscuridad.
Los dos secuestradores cargaron con el cuerpo dormido del soldador, lo llevaron por la pista y lo metieron en la furgoneta en treinta segundos. Dexter se sentó al volante del Ford y lo condujo fuera de la vista por el mismo sendero. Después volvió corriendo a la carretera.
El quinto boina verde estaba al volante de la camioneta y el sexto iba con él. En la carretera, Dexter transmitió una orden a los dos primeros hombres. Quitaron las luces de emergencia del pavimento y permitieron el paso de los vehículos que esperaban.
Dos coches se acercaron a Dexter desde el astillero, y otros tres desde la ciudad. Los conductores vieron con curiosidad a un agente de policía en el arcén junto a una escúter caída y a su lado a un hombre sentado que se sujetaba la cabeza; era el sexto soldado, con vaqueros, calzado deportivo y una cazadora. El policía les indicó con impaciencia que circulasen. «No es más que una caída; adelante, sigan.»
Cuando se fueron, el tráfico volvió a la normalidad y los siguientes conductores no vieron nada. Los seis hombres, los dos juegos de luces rojas y la escúter estaban en la pista junto a la furgoneta. Metieron al soldador anestesiado en una de las canastas. De la otra sacaron un cuerpo inerte encerrado en una bolsa de plástico negro; empezaba a oler un poco.
El coche y la furgoneta intercambiaron la posición. Ambos conductores volvieron hasta la carretera. A Cortez, todavía inconsciente, le habían quitado el billetero, el móvil, el anillo de sello, el reloj y el medallón de su santo patrono que llevaba alrededor del cuello. El cadáver, ya fuera de la bolsa, llevaba un mono gris idéntico al que vestía el soldador.
Pusieron al cadáver todos los objetos personales de la identidad de Cortés. Dejaron el billetero debajo de una nalga cuando sentaron al muerto al volante del Ford. Cuatro hombres fuertes empujaron el coche por detrás, para estrellarlo contra un árbol junto a la carretera.
Los otros dos boinas verdes cogieron bidones de la parte trasera de la furgoneta y rociaron el Ford con gasolina hasta vaciarlos. La explosión del depósito del Ford completaría la bola de fuego.
En cuanto acabaron, los seis soldados subieron a la camioneta. Esperarían a Dexter tres kilómetros más adelante. Pasaron dos coches. Después, nada. La camioneta negra de la lavandería salió de la pista para entrar en la carretera y se alejó. Dexter esperó junto a la escúter hasta que la carretera estuvo vacía; entonces, cogió un trapo empapado en gasolina y envuelto en una piedra, lo encendió con un Zippo que sacó del bolsillo y lo arrojó desde una distancia de diez metros. Se oyó un golpe sordo y el Ford se incendió. Dexter se alejó en la escúter a toda velocidad.
Dos horas más tarde, sin que nadie la hubiera interceptado, la furgoneta de la lavandería cruzó la entrada de la base militar de Malambo. Fue directamente a la rampa de carga del Hércules y entró en el aparato. La tripulación, alertada por una llamada de móvil, había realizado todos los trámites y esperaba con los motores Allison en marcha, dispuestos para el despegue. Subieron la rampa, cerraron las puertas traseras, se dirigieron hasta la cabecera de la pista y despegaron con destino a Florida.
En el interior de la bodega la tensión dio paso a las sonrisas, los apretones de manos y el chocar de puños. Sacaron de la canasta y acostaron en una colchoneta a Juan Cortez, todavía bajo los efectos del éter. Uno de los boinas verdes, que tenía formación de enfermero, le puso una inyección. Era inofensiva, pero garantizaría varias horas de sueño profundo.
A las diez de la noche la señora Cortez estaba frenética. Había escuchado un mensaje que su marido le había dejado en el contestador automático mientras ella estaba ausente. Era de poco antes de las seis. Juan le avisaba de que tenía un neumático pinchado y de que llegaría tarde, quizá una hora. Su hijo había vuelto de la escuela hacía horas; había acabado los deberes, había jugado un rato con la Gameboy y luego él también había comenzado a preocuparse, aunque intentaba consolar a su madre. Ella llamó un montón de veces al móvil de su marido, pero sin conseguir respuesta. Más tarde, cuando las llamas lo consumieron, el teléfono dejó de dar señal. A las diez y media llamó a la policía.
Eran las dos de la madrugada cuando alguien en la Jefatura de Policía de Cartagena relacionó un coche que se había estrellado e incendiado en la carretera a Mamonal con una mujer en Las Flores que estaba desesperada porque su marido no había vuelto del trabajo en los muelles. Mamonal, pensó el joven policía del turno de noche, era donde estaban los muelles. Llamó al depósito.
Aquella noche se habían producido cuatro muertes: un asesinato en un ajuste de cuentas entre dos bandas en el barrio de los prostíbulos, dos en sendos accidentes de coche y un infarto de miocardio en un cine. Eran las tres y el forense aún estaba haciendo las autopsias.
Confirmó que tenían un cadáver muy quemado de uno de los accidentes; era imposible reconocer las facciones, pero se habían recuperado algunos objetos todavía identificables. Los guardarían en una bolsa y los enviarían a la jefatura por la mañana.
A las seis pudieron examinar en la jefatura los objetos de los cuatro muertos. De los cuatro, únicamente uno había resultado quemado. Los residuos aún apestaban a gasolina y a quemado. Había un móvil fundido, un anillo de sello, el medallón de un santo, un reloj con restos de tejido en la pulsera y un billetero. Este último se había salvado de las llamas porque el conductor muerto debía de estar sentado encima. En el interior había documentos, algunos todavía legibles. El carnet de conducir pertenecía a un tal Juan Cortez. Y la mujer desesperada que llamaba desde Las Flores era la señora Cortez.
A las diez de la mañana, un oficial de policía acompañado por un sargento llamaron a su puerta. La expresión de ambos era grave.