—Señora Cortez, siento mucho tener que… —comenzó el oficial.
La señora Cortez se desmayó.
En ese momento, llevar a cabo una identificación formal era impensable. Al día siguiente, escoltada y sostenida por dos vecinas, la señora Irina Cortez fue al depósito. Lo que había sido su marido no era más que una masa carbonizada de huesos y carne quemada, trozos de carbón y una dentadura macabramente sonriente. El médico forense, con el acuerdo de los silenciosos policías presentes, le evitó tener que ver los restos.
En cambio, con las lágrimas cayéndole por las mejillas, identificó el reloj, el anillo de sello, el medallón, el móvil fundido y el carnet de conducir. El patólogo firmaría el documento donde se decía que estos objetos pertenecían al cadáver y la División de Tráfico confirmaría que el cuerpo se había recuperado de los restos del coche incendiado que era propiedad de Juan Cortez y que él mismo conducía la noche del accidente. Era suficiente; la burocracia estaba satisfecha.
Tres días más tarde, el vagabundo norteamericano muerto en el bosque fue enterrado en la tumba de Juan Cortez, soldador, esposo y padre, en el cementerio de Cartagena. Irina estaba inconsolable, Pedro sollozaba en silencio. El padre Isidro pronunció la oración fúnebre. Él estaba pasando su propio calvario.
Se preguntaba una y otra vez si había sido a causa de su llamada. ¿Los norteamericanos se habían ido de la lengua? ¿Habían traicionado su confianza? ¿El cártel se había enterado? ¿Habían supuesto que Cortez iba a traicionarlos en lugar de ser él el traicionado? ¿Cómo habían podido ser tan estúpidos esos yanquis?
¿Se trataba tan solo de una coincidencia? ¿Una terrible coincidencia? Sabía qué haría el cártel a cualquiera del que sospecharan, por débiles que fuesen las pruebas. Pero ¿cómo podían sospechar de que Juan Cortez no había sido su fiel artesano, cuando de hecho lo había sido hasta el final? Así que dirigió el oficio religioso, vio cómo la tierra caía sobre el ataúd e intentó consolar a la viuda y al huérfano diciéndoles que Dios les amaba a pesar de que fuese difícil comprenderlo. Después volvió a su espartano alojamiento para rezar, rezar y rezar pidiendo perdón.
Letizia Arenal se sentía como si flotara. La fría y gris mañana de abril en Madrid no podía afectarla. Nunca se había sentido tan feliz ni tan abrigada. La única manera de sentirse todavía mejor sería entre los brazos de él.
Se habían conocido en la terraza de un café hacía dos semanas. Lo había visto antes, siempre solo, siempre estudiando. El día que se rompió el hielo ella estaba con un grupo de estudiantes que reían y bromeaban, y él estaba en la mesa de al lado. Como era el principio de la primavera la terraza estaba acristalada. Se abrió la puerta y una ráfaga de viento tiró unas hojas de sus apuntes al suelo. Él se agachó para recogerlas. Y ella también; sus miradas se cruzaron. Letizia se preguntó cómo no se había dado cuenta antes de lo rematadamente guapo que era.
—Goya —dijo él. Letizia creyó que se estaba presentando. Entonces advirtió que él sujetaba una de las páginas en la mano. Era una fotocopia de un cuadro al óleo—.
Muchachos cogiendo fruta
—añadió—. Es de Goya. ¿Estudias Bellas Artes?
Letizia asintió. Le pareció natural que él la acompañase a casa mientras hablaban de Zurbarán, Velázquez y Goya. También le pareció natural que él le besara suavemente los labios fríos por el viento. A ella casi se le cayó la llave de la mano.
—Domingo —dijo él. Ahora le estaba diciendo su nombre, no era el día de la semana—. Domingo de Vega.
—Letizia —respondió ella—. Letizia Arenal.
—Señorita Arenal —continuó el joven—, creo que la llevaré a cenar. No le servirá de nada resistirse. Sé dónde vive. Si dice que no, me acurrucaré en el umbral y moriré aquí.
—No creo que deba hacerlo, señor De Vega. Pero, por si acaso, cenaré con usted.
De Vega la llevó a un viejo restaurante que llevaba sirviendo comidas desde que los futuros conquistadores abandonaron la agreste Extremadura para solicitar el favor del rey y que les permitiese ir a descubrir el Nuevo Mundo. Cuando él le contó esta historia —una tontería sin pies ni cabeza, porque Sobrino de Botín en la calle de los Cuchilleros es viejo pero no tanto—, Letizia se estremeció y miró en derredor para ver si los viejos aventureros aún estaban cenando allí.
El joven le dijo que procedía de Puerto Rico, y que también hablaba inglés. Era un joven diplomático en las Naciones Unidas que aspiraba a llegar a ser embajador. Pero se había tomado tres meses sabáticos, animado por su jefe, para estudiar más a fondo su verdadera pasión: la pintura clásica española en el Museo del Prado de Madrid.
Le pareció totalmente natural acostarse en su cama, donde él la amó como no lo había hecho ninguno de los hombres que había conocido hasta entonces, aunque solo habían sido tres.
Cal Dexter era un hombre duro, pero aún tenía conciencia. Le hubiese parecido demasiado ruin utilizar a un gigoló profesional; sin embargo, Cobra no tenía ningún escrúpulo. Para él únicamente se trataba de ganar o perder, y perder era imperdonable.
Todavía pensaba con respeto y admiración en el implacable maestro de los espías Marcus Wolf que durante años había dirigido la red de espionaje de Alemania Oriental y que había tenido en jaque a los servicios de contrainteligencia de sus enemigos en Alemania Federal. Wolf había utilizado a fondo las trampas del sexo, pero casi siempre de manera distinta a la habitual.
Lo habitual era embaucar a los crédulos altos cargos occidentales con hermosas prostitutas, fotografiarles y luego chantajearles para obtener sus fines. Wolf utilizaba a jóvenes seductores, pero no con los diplomáticos homosexuales (aunque no hubiera tenido ningún reparo en hacerlo) sino con las confiadas solteronas deseosas de amor que a menudo trabajaban como secretarias privadas de los altos cargos y los poderosos de Alemania Occidental.
El hecho de que cuando por fin se les hacía ver qué tontas habían sido, cuando se daban cuenta de los valiosos secretos que habían sacado de los archivos de sus jefes para copiarlos y pasarlos a sus Adonis, acabaran hundidas y arruinadas en el banquillo de algún juzgado germano-occidental o acabasen sus vidas en prisión preventiva, a Wolf no le preocupaba. Jugaba en la liga de campeones para ganar, y ganaba.
Tras la caída de Alemania Oriental, un juzgado occidental se vio obligado a declarar inocente a Wolf, porque no había traicionado a su país. Por lo tanto, mientras otros terminaban sus días en la cárcel, él disfrutó de un cómodo retiro hasta que murió por causas naturales. El día que leyó la noticia, Paul Devereaux se descubrió para sus adentros y rezó una oración por el viejo ateo. No titubeó ni un segundo al enviar al apuesto Domingo de Vega a Madrid.
Juan Cortez despertó de su profundo sueño poco a poco y durante los primeros segundos creyó que se encontraba en el paraíso. En realidad simplemente estaba en una habitación que no se parecía a ninguna en la que hubiese estado antes. Era grande, como la cama doble que ocupaba, con las paredes color pastel y las cortinas echadas; al otro lado de las ventanas brillaba el sol. Se encontraba en la suite VIP del club de oficiales de la base de la fuerza aérea Homestead en el sur de Florida.
Cuando empezó a desaparecer la somnolencia vio un albornoz en una silla cerca de la cama. Apoyó las piernas temblorosas en el suelo y, al darse cuenta de que estaba desnudo, se puso el albornoz. En la mesilla de noche había un teléfono. Descolgó el auricular y dijo «oiga» varias veces, pero nadie respondió.
Fue hasta una de las ventanas, apartó una esquina de la cortina y miró al exterior. Vio extensiones de césped bien cuidadas y un mástil donde ondeaba la bandera de barras y estrellas. No estaba en el paraíso; para él, era todo lo contrario. Lo habían secuestrado y los norteamericanos lo tenían en sus manos.
Había oído terribles relatos de viajes en avión a tierras extranjeras, de las torturas en Oriente Próximo y Asia Central, de años de encarcelamiento en un enclave cubano llamado Guantánamo.
Aunque nadie había atendido el teléfono junto a su cama, alguien había tomado nota de que estaba despierto. Se abrió la puerta y un camarero con una chaquetilla blanca entró con una bandeja. Traía comida, una comida con un aspecto delicioso, y Juan Cortez no había probado bocado desde su última comida en el astillero Sandoval, hacía ya setenta y dos horas. No sabía que habían pasado tres días.
El camarero dejó la bandeja, sonrió y le señaló la puerta del baño. Juan echó una mirada. El baño era de mármol, y parecía el de un antiguo emperador romano que había visto en la televisión. El camarero le indicó con un gesto que era todo suyo: la bañera, el lavabo, los utensilios de afeitar, todo. Luego se retiró.
El soldador miró el jamón con huevos, el zumo, las tostadas, la mermelada, el café. Con el aroma del jamón y el café se le hizo la boca agua. Se dijo que quizá la comida estuviese drogada o tal vez envenenada. ¿Qué más daba? De todas maneras, podían hacer con él lo que quisieran.
Se sentó y empezó a comer. Pensó en lo último que recordaba; el policía pidiéndole que saliese del coche, los fuertes brazos alrededor de su torso, el paño apretado contra su rostro, la sensación de caer. No tenía la menor duda de cuál era el motivo del secuestro. Trabajaba para el cártel. Pero ¿cómo lo habían descubierto?
Cuando acabó de comer fue al baño; hizo sus necesidades, se afeitó y se duchó. Había un frasco de loción para después del afeitado. La usó en abundancia. Que ellos la pagasen. Le habían educado en la falsa creencia de que todos los norteamericanos eran ricos.
Volvió al dormitorio y se encontró con un hombre; maduro, con el pelo gris, de estatura mediana, nervudo. El desconocido le dirigió una sonrisa amigable, muy norteamericana. Hablaba español.
—Hola, Juan. ¿Cómo estás? Me llamo Cal. ¿Qué te parece si hablamos?
Una treta, por supuesto. La tortura llegaría después. Así que se sentaron en sendas butacas y el norteamericano le contó todo lo sucedido. Le habló del secuestro, del Ford incendiado, del cadáver sentado al volante. Le dijo que habían identificado el cuerpo gracias al billetero, el reloj, el anillo y el medallón.
—¿Qué hay de mi esposa y mi hijo? —preguntó Cortez.
—Ah, están desconsolados. Creen que han estado en tu funeral. Queremos traerles para que se reúnan contigo.
—¿Reunirse conmigo? ¿Aquí?
—Juan, amigo mío, acepta la realidad. No puedes volver. El cártel nunca creería ni una palabra de lo que dijeras. Sabes lo que les hacen a las personas que creen que se han pasado a nuestro bando. A sus familias. En estas situaciones son como animales.
Cortez comenzó a temblar. Lo sabía muy bien. Nunca había visto en persona esas cosas, pero las había oído. Y cuando las había oído había temblado. Lenguas cortadas, una muerte lenta, el asesinato de familias enteras. Se estremeció por Irina y Pedro. El norteamericano se inclinó hacia delante.
—Acepta la realidad. Ahora estás aquí. Si lo que hicimos está bien o mal, y es probable que estuviese mal, ya no importa. Estás aquí con vida. Pero el cártel está convencido de que has muerto. Incluso enviaron a un observador al funeral.
Dexter sacó un DVD del bolsillo de la chaqueta, encendió la pantalla de plasma panorámica, colocó el disco y pulsó el «play» en el mando a distancia. Un cámara lo había filmado desde un tejado a quinientos metros del cementerio. La definición era excelente y habían ampliado las imágenes.
Juan Cortez contempló su propio funeral. Los montadores se habían centrado en Irina llorando, apoyada en una vecina. En su hijo Pedro. En el padre Isidro. En el hombre que estaba al fondo con traje y corbata negra y gafas oscuras, con el rostro grave; era el observador enviado por orden del Don. El vídeo se acabó.
—¿Lo ves? —dijo el norteamericano y arrojó el mando a distancia sobre la cama—. No puedes volver. Pero tampoco ellos irán a por ti. Ni ahora ni nunca. Juan Cortez murió en aquel coche incendiado. Punto. Ahora tienes que quedarte con nosotros, aquí en Estados Unidos. Nosotros cuidaremos de ti. No te haremos daño. Te doy mi palabra, y la cumpliré. Cambiarás de nombre, por supuesto, y quizá haya que hacer algunos retoques en tus facciones. Tenemos algo llamado Programa de Protección de Testigos. Te incluiremos en él. Serás un hombre nuevo, Juan Cortez, con una vida nueva en un lugar nuevo; un trabajo nuevo, un nuevo hogar, nuevos amigos. Todo nuevo.
—¡Pero yo no quiero nada nuevo! —gritó Cortez, desesperado—. Quiero mi vida anterior.
—No puedes volver atrás, Juan. Tu vida anterior se acabó.
—¿Qué pasa con mi esposa y mi hijo?
—¿Por qué no puedes tenerlos contigo en tu nueva vida? Hay muchos lugares en este país donde brilla el sol como en Cartagena. Aquí hay centenares de miles de colombianos, inmigrantes legales que están instalados y son felices.
—Pero ¿cómo podrían ellos…?
—Podemos traerles. Criarías a Pedro aquí. En Cartagena ¿qué sería? ¿Un soldador como tú? ¿Iría a sudar cada día a los astilleros? Aquí, en veinte años podría ser lo que quisiese. Médico, abogado, incluso senador.
El soldador colombiano lo miró boquiabierto.
—¿Mi hijo Pedro un senador?
—¿Por qué no? Aquí cualquier chico puede convertirse en cualquier cosa. Lo llamamos el sueño americano. Pero para hacerte este favor necesitaremos tu ayuda.
—Pero, si yo no tengo nada que ofrecer…
—Oh, sí que lo tienes, Juan, amigo mío. Aquí, en mi país, el polvo blanco está destruyendo las vidas de jóvenes como tu Pedro. Llega en barcos, oculto en lugares que nunca conseguimos descubrir. Juan, recuerda aquellos barcos en los que trabajaste. Ahora tengo que marcharme. —Cal Dexter se levantó y dio una palmada en el hombro de Cortez—. Piénsalo. Mira otra vez el vídeo. Irina llora por ti. Pedro llora a su padre muerto. Sería muy bueno para ti si los trajéramos, para que se reúnan contigo. Solo necesito unos pocos nombres. Volveré dentro de veinticuatro horas. Me temo que no podrás marcharte. Por tu propio bien. Por si alguien te viese. Es difícil, pero posible. Así que quédate aquí y piensa. Mi gente cuidará de ti.
El carguero
Sidi Abbas
nunca ganaría un premio al barco más bonito y su valor como pequeño mercante era una miseria comparado con los ocho fardos que llevaba en su bodega.
Salió del golfo de Sirta, en la costa de Libia, y se dirigía a la provincia italiana de Calabria. Al contrario de lo que creen los turistas, el Mediterráneo puede ser un mar muy peligroso. Las fuertes olas castigaban el oxidado carguero mientras se abría paso con un jadeo asmático al este de Malta hacia la punta de la península italiana.