Cobra (33 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Cobra
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En la cárcel solo se hablaba de la fuga del maleante gallego y de la incapacidad de las autoridades para encontrarlo. Sin duda sus compañeros del noroeste en Madrid, algunos de los cuales formaban parte del hampa, le darían cobijo y lo llevarían a casa.

Julio Luz pensó en todas las mentiras del guardia civil del pasillo. Por la mañana rehusó marcharse. Su abogado defensor estaba desconcertado. Luz continuó negándose.

—No tiene otra alternativa, señor —manifestó el inspector jefe Ortega—. Al parecer no tenemos ninguna acusación contra usted. Su abogado aquí presente ha sido demasiado listo para mí. Tendrá que volver a Bogotá.

—¿Qué pasa si confieso?

Se hizo el silencio en la celda. El abogado defensor levantó las manos y se marchó furioso. Había hecho todo lo posible. Él había ganado. Pero ni siquiera él podía defender a un tonto. Paco Ortega llevó a Luz a una sala de interrogatorios.

—Ahora —dijo—, hablaremos. Hablaremos de verdad. De muchas cosas. Si de verdad quiere que le protejamos.

Luz habló. Habló y habló. Sabía muchas cosas, no solo del Banco Guzmán sino de otros. Como Eberhardt Milch en Hamburgo, no estaba hecho para ese tipo de cosas.

El tercer golpe de João Mendoza fue un antiguo Noratlas francés, totalmente inconfundible a la luz de la luna debido a sus dos timones y a las puertas de carga traseras. Ni siquiera iba a Guinea-Bissau.

El mar frente a las costas de Dakar, capital de Senegal al norte de Guinea, era rico en pesca y atraía a los deportistas a esa zona. En el mar, a cincuenta millas de Dakar esperaba un gran barco de pesca, un Hatteras. Era una tapadera perfecta, porque la visión de un barco blanco rápido con montones de cañas de pescar a popa no levantaba sospechas.

El
Blue Marlin
se balanceaba suavemente en la marejadilla nocturna como si esperase que los peces comenzasen a picar con el alba. Gracias a la moderna tecnología del GPS, su posición era la que debía ser, con una precisión casi absoluta. La tripulación esperaba con una potente linterna para transmitir el código acordado cuando oyesen el ruido de los motores. Pero no se oía nada.

Los motores habían dejado de funcionar quinientas millas al sudoeste y yacían con los otros restos del Noratlas en el fondo del mar. Al alba, la tripulación del Hatteras, que no tenía ningún interés por la pesca, regresó a Dakar para informar en un e-mail cifrado que no se había producido el encuentro y que no llevaban la esperada tonelada de cocaína en la bodega debajo del motor.

Cuando septiembre dio paso a octubre, don Diego Esteban convocó una reunión de emergencia. Más que para realizar un análisis era para hacer balance.

Había dos ausencias en la junta directiva. Ya se conocía la noticia de la detención en Madrid de Julio Luz, aunque nada se sabía de que se hubiera convertido en un informante.

No había manera de establecer contacto con Roberto Cárdenas. El Don comenzaba a impacientarse con esa costumbre del cartagenero de desaparecer en la selva y no mantenerse en contacto con el móvil. Pero el asunto principal de la reunión eran los números y el hombre sentado en el banquillo era Alfredo Suárez.

Las noticias eran malas y empeoraban. Según los pedidos recibidos, un mínimo de trescientas toneladas de cocaína pura debían llegar a Estados Unidos y a Europa cada año. En esta época del año, doscientas toneladas ya tendrían que haber llegado a salvo. Pero la cifra estaba por debajo de las cien.

Los desastres se sucedían en tres frentes. En los puertos de Estados Unidos y Europa se interceptaban los contenedores y se les sometía a inspecciones repentinas cada vez con mayor frecuencia, y demasiado a menudo la elección al azar era acertada. Desde hacía un tiempo, don Diego tenía muy claro que le estaban atacando. La negra nube de sospechas recayó en el distribuidor, Suárez. Él era el único que sabía qué contenedores llevaban una carga de cocaína escondida.

Su defensa era que de los más de cien puertos en los dos continentes que recibían contenedores, solo en cuatro se habían llevado a cabo inspecciones. Lo que Suárez no podía saber era que ya había otros siete más, desde que Cobra había ido soltando los nombres de los funcionarios corruptos.

El segundo frente se refería a los mercantes en el mar. Había habido un incomprensible aumento en el número de grandes cargueros interceptados y abordados en alta mar. Todos eran barcos grandes. En algunos casos la cocaína se subía a bordo en secreto en el puerto de partida y permanecía en el barco hasta que atracaba en el puerto de llegada.

Pero Suárez había aumentado sustancialmente la práctica de permitir que el carguero saliese limpio del puerto y recibiese a bordo varias toneladas de cocaína de un pesquero o de las planeadoras en alta mar. La mercancía se descargaría de la misma manera antes de que el barco llegase, cuando estuviera aún a unas cien millas del destino. De ese modo llegaba limpio como el
Virgen de Balme
en Seattle.

El inconveniente era que con este procedimiento no se podía impedir que toda la tripulación fuese testigo de ambas transferencias. Algunas veces los cargueros no llevaban cocaína y las autoridades debían disculparse y marcharse. Pero la proporción de descubrimientos de lugares ocultos que hasta entonces nunca se habían detectado era demasiado alta.

En el sector occidental tres armadas, las de Canadá, Estados Unidos y México, estaban colaborando con las aduanas y los guardacostas que se adentraban en el mar. En el este, cuatro de las marinas europeas eran cada vez más activas.

Según la propaganda oficial occidental, los descubrimientos se debían a un nuevo aparato tecnológico, desarrollado a partir de un artefacto que detectaba cadáveres enterrados debajo de cemento y que utilizaban las divisiones de homicidios de todo el mundo. Este invento, decía la explicación oficial, podía atravesar el acero como hacían los rayos X con los tejidos blandos y mostrar paquetes y fardos en los huecos creados por el difunto Juan Cortez. Era una explicación plausible… pero una tontería.

Un barco confiscado era un barco que no daba beneficios, e incluso la pequeña proporción del comercio naval del mundo, que había estado dispuesto a correr el riesgo de transportar contrabando, se estaba volviendo ahora en contra del cártel, a pesar de las sustanciosas recompensas económicas.

Pero el tercer frente era el que más preocupaba al Don. Incluso los fracasos tenían un motivo; incluso los fracasos tenían una explicación. Pero las desapariciones sin dejar rastro eran lo que lo corroía por dentro.

No sabía nada de los dos Global Hawk que realizaban funciones de vigilancia en el Caribe y en el Atlántico. No sabía nada de la identificación de las cubiertas, que
Michelle
y
Sam
podían transmitir en segundos a la base de Creech en Nevada, ni la lista facilitada por Juan Cortez y que ahora se guardaba en un almacén en Washington. No sabía nada de la capacidad de los Hawk para interferir todas las comunicaciones de radio e internet de un barco en un radio de una milla. Tampoco sabía nada de los dos buques Q camuflados como mercantes en el Caribe y el Atlántico.

Pero, por encima de todo, no sabía que las reglas habían cambiado y que sus barcos y tripulaciones eran eliminados, hundidos, detenidos y confiscados sin publicidad ni juicio. Lo único que sabía era que un barco tras otro y un avión tras otro desaparecían sin más. No sabía que a él y al cártel ahora los consideraban terroristas con bases en el extranjero, de acuerdo con la ley.

Y empezaban a notarse los efectos. Cada vez era más difícil encontrar grandes cargueros dispuestos a correr ese riesgo, y los pilotos de las planeadoras, que eran marineros muy expertos y no estibadores de muelles, cada vez estaban menos disponibles. Los pilotos que trabajaban por libre siempre alegaban que sus aviones no estaban en condiciones y no podían volar.

Don Diego era un hombre con una lógica y una paranoia muy desarrolladas. Las dos cosas lo mantenían vivo y rico. Ahora estaba convencido de que había un traidor y que se encontraba en el seno de su cártel, en la Hermandad, su Hermandad. Lo que le haría a aquel traidor cuando lo descubriese era algo que ocupaba sus pensamientos durante toda la noche.

Se oyó una discreta tos a su izquierda. Era José María Largo, el director de comercialización.

—Don Diego, lamento mucho decirlo, pero debo hacerlo. Nuestros clientes en ambos continentes comienzan a inquietarse, sobre todo los mexicanos y en Italia la ‘Ndrangheta, que domina gran parte del territorio europeo. Fue usted quien cerró los acuerdos con La Familia en México y con los calabreses que se quedan con la parte del león de nuestra mercancía en Europa. Ahora se quejan de escasez del producto, de pedidos que no llegan, del aumento de precios debido a los problemas en la entrega.

Don Diego tuvo que contenerse para no pegarle. En cambio asintió con gesto sombrío.

—José María, querido colega, creo que debería hacer una gira. Visite a nuestros diez principales clientes. Dígales que ha habido un problema puntual y localizado, pero que ya estamos resolviéndolo.

Se volvió con suavidad hacia Suárez.

—Porque quedará resuelto, ¿no está de acuerdo, Alfredo?

La amenaza estaba en el aire y se aplicaba a todos. Se aumentaría la producción para solucionar la escasez. Se comprarían o se reclutarían pesqueros y cargueros pequeños que nunca antes se habían utilizado para cruzar el Atlántico. Habría que tentar a los pilotos con cantidades irresistibles, para que se arriesgasen a volar a África y México.

Para sus adentros, el Don se juró que no abandonaría la caza del traidor hasta que se encontrara al renegado. Entonces se ocuparía de él y su desaparición no sería agradable.

A principios de octubre,
Michelle
detectó un punto que salía de la selva de Colombia y se dirigía al norte sobre el mar. Las ampliaciones mostraron que era un Cessna 441 bimotor. Atrajo la atención porque salió de una pequeña pista en medio de la nada donde normalmente no volaban aviones de pasajeros con destinos internacionales; tampoco era un avión cargado de ejecutivos; y con un rumbo de 325 grados estaba claro que iba a México.

Michelle
inició la persecución y rastreó a aquella rareza más allá de las costas de Nicaragua y Honduras donde, si no tenía depósitos de combustible adicionales, se vería obligado a aterrizar y repostar. No lo hizo; voló más allá de Belice y por encima de Yucatán. Fue entonces cuando la base aérea de Creech ofreció la interceptación a la fuerza aérea mexicana, que se mostró encantada. Quienquiera que fuese ese tonto, volaba a la luz del día, sin darse cuenta de que lo vigilaban o que su vigilante se había dado cuenta de que debería haberse quedado sin combustible.

Los dos cazas mexicanos interceptaron el Cessna. Habían intentado establecer contacto por radio, pero no había respondido. Hicieron señas al piloto para que se desviase y aterrizase en Mérida. Delante de ellos había una gran formación de nubes. De pronto, el Cessna se lanzó en picado hacia las nubes e intentó escapar. Debía de ser uno de los nuevos del Don; poco experimentado. Los pilotos de combate tenían radar pero escaso sentido del humor.

El Cessna, envuelto en llamas, cayó en el mar delante de Campeche. Había intentado descargar en una pista ganadera en las afueras de Nuevo Laredo en la frontera con Texas. Nadie sobrevivió. Los pescadores locales recuperaron de los bajíos suficientes fardos para sumar quinientos kilos. Algunos los entregaron a las autoridades, pero no muchos.

En octubre los dos buques Q necesitaron reabastecerse. El
Chesapeake
se encontró con el barco auxiliar para un reaprovisionamiento a mar abierto al sur de Jamaica. Recibió una carga completa de combustible y comida, y también subió un pelotón de reemplazo del SEAL, esta vez el Equipo Tres de Coronado, California. Cuando el barco auxiliar se marchó se llevó a todos los prisioneros.

Los prisioneros, que salieron de la prisión sin ventanas con las capuchas puestas, eran conscientes, por las voces, de que estaban en manos de los norteamericanos, pero no sabían dónde estaban ni en qué barco navegaban. Los llevaban a tierra; luego, encapuchados y en un autobús con las ventanas tapadas, los transportarían a la base aérea de Eglin, donde subirían a bordo de un avión de carga C-5 para un largo vuelo a las islas Chagos. Allí, por fin verían la luz del día y quedarían al margen de la guerra.

El
Balmoral
también repostó en el mar. Los hombres de las SBS permanecieron a bordo; la unidad estaba al límite de recursos, ya que dos escuadrones enteros estaban desplegados en Afganistán. Llevaron a sus prisioneros a Gibraltar, donde el mismo C-5 americano hizo una parada para recogerlos. Las dieciocho toneladas de cocaína decomisada también pasaron a manos de los norteamericanos.

Pero la cocaína recuperada, veintitrés toneladas del
Chesapeake
y dieciocho toneladas del
Balmoral
, se transfirió a otro barco. Era un pequeño carguero al servicio de Cobra.

Las policías nacionales eran las encargadas de destruir la cocaína decomisada en los diferentes puertos de Estados Unidos y Europa. Las armadas o guardacostas responsables se ocupaban de la mercancía capturada en el mar; al llegar a tierra la destruían. Las cargas hundidas en el mar se perdían para siempre. Pero las capturas de Cobra, según las órdenes de Devereaux, se guardaron bajo vigilancia en una pequeña isla de las Bahamas.

Las pequeñas montañas de fardos estaban colocadas en hileras debajo de redes de camuflaje situadas entre las palmeras y un pequeño destacamento de marines norteamericanos, que vivían en unas caravanas aparcadas junto a la playa y el muelle. El único visitante que recibían era un pequeño carguero que llevaba nuevas entregas. Después de las primeras capturas, el carguero pequeño se encontraba con los buques Q, para aliviarlos de los fardos de droga.

A mediados de octubre, el mensaje de Hoogstraten llegó al Don. No se creía que los bancos hubiesen revelado sus más íntimos secretos a las autoridades. Tal vez lo haría uno, pero dos nunca. Había únicamente un hombre que sabía los números de cuenta donde se pagaban los sobornos que aseguraban el libre paso de los cargamentos de cocaína en los puertos de Estados Unidos y Europa. El Don tenía a su traidor.

Roberto Cárdenas estaba mirando el vídeo en el que su hija cruzaba la acera en el aeropuerto Kennedy cuando echaron la puerta abajo. Como siempre, su mini-Uzi estaba al alcance de la mano y sabía cómo usarla.

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