Los hombres del Mercedes se llevaron de manera muy amistosa al conductor holandés hasta el café en el área de descanso. Dos de la banda se quedaron con él durante las dos horas que su camión desapareció. Cuando se lo devolvieron recibió un grueso fajo de billetes y se le permitió seguir hacia Midlands para descargar en el supermercado. Aquel procedimiento era una réplica del que se utilizaba para entrar inmigrantes ilegales en el Reino Unido, por eso el grupo de trabajo temía que acabaran con un puñado de desilusionados y asombrados iraquíes.
Mientras el holandés tomaba su café en el bar del área de descanso, los otros dos hombres del Mercedes se habían llevado el camión para descargar su verdadero tesoro: no eran iraquíes que buscaban una nueva vida, sino una tonelada de cocaína colombiana pura.
Siguieron al camión desde el área de descanso de Suffolk en dirección sur hasta Essex. Esta vez el conductor y su compañero estuvieron más alerta, así que los conductores de los coches perseguidores tuvieron que recurrir a toda su habilidad para cambiar y adelantarse los unos a los otros y permanecer ocultos. Cuando cruzó la línea del condado, la policía de Essex aportó otros dos vehículos de vigilancia como ayuda.
Por fin llegó al lugar de destino; parecía un viejo hangar abandonado en los pantanos de agua salada que flanqueaban el estuario del Blackwater. El paisaje era tan llano y solitario que los Vigilantes no se atrevieron a seguir, pero un helicóptero de la división de tráfico de Essex vio cómo se cerraban las puertas del hangar. El camión permaneció en el hangar durante cuarenta minutos antes de salir y ser devuelto al conductor holandés que esperaba en el café.
Cuando se marchó, el camión dejó de tener interés, pero un equipo de cuatro expertos de vigilancia rural se quedaron ocultos entre los juncos con potentes prismáticos. Entonces se hizo una llamada desde el hangar; en el cuartel general de la SOCA y en el cuartel general de Comunicaciones Gubernamentales en Cheltenham la grabaron. Respondió alguien en la mansión de Benny Daniels, a treinta kilómetros de distancia. Se habló de retirar los productos a la mañana siguiente, así que el comandante Reynolds no tuvo más alternativa que montar la operación para aquella noche.
De acuerdo con la solicitud desde Washington, se decidió que la operación tendría repercusión pública; para ello se invitó a un equipo del programa
Crimewatch
a que asistiera al operativo.
Don Diego también tenía un problema de relaciones públicas y era grave. Pero su público se limitaba a sus veinte clientes mayoritarios; diez en Estados Unidos y diez en Europa. Ordenó a José María Largo que viajara a Estados Unidos para tranquilizar a los diez principales compradores del cártel; debía asegurarles que los problemas que habían afectado a todas sus operaciones desde el verano se solucionarían y las entregas volverían a la normalidad. Pero los clientes estaban realmente furiosos.
Por ser los diez grandes, estaban entre los privilegiados a los que solo se les pedía un pago anticipado del cincuenta por ciento. Aunque en su caso equivalía a decenas de millones de dólares por banda. Únicamente debían pagar el cincuenta por ciento restante cuando se entregaba el envío.
Cada interceptación, pérdida o desaparición entre Colombia y el lugar de entrega era una pérdida para el cártel. Sin embargo, no era este el problema. Como consecuencia de la desastrosa lista de ratas, la Aduana de Estados Unidos, al igual que las policías estatales y urbanas, habían llevado a cabo centenares de operaciones con éxito en depósitos tierra adentro y las pérdidas estaban causando graves daños.
Pero eso no era todo. Cada gigantesca banda importadora tenía una enorme red de clientes más pequeños a los que debía abastecer. No había lealtad en este negocio. Si un proveedor habitual no podía suministrar y otro sí, el pequeño cambiaba de proveedor y asunto resuelto.
Con las llegadas seguras reducidas a un cincuenta por ciento de las esperadas, empezaba a aparecer la escasez. Los precios subían de acuerdo con las leyes de mercado. Los importadores estaban cortando la cocaína pura no seis o siete veces, sino hasta diez, en un intento por aumentar el suministro y mantener a los clientes. Algunos consumidores estaban esnifando solo un siete por ciento de mezcla. El corte era cada vez peor; los químicos añadían cantidades de otras drogas, como la ketamina, en un intento de engañar al usuario para que creyera que estaba recibiendo una sensación agradable en lugar de una fuerte dosis de tranquilizante para caballos, que casualmente tenía el mismo aspecto y olor de la coca.
Había otra peligrosa consecuencia de la escasez. La paranoia, que estaba siempre rondando en el mundo de la delincuencia, estaba saliendo a la superficie. Entre las grandes bandas crecían las sospechas de que otros estaban recibiendo un trato preferente. El riesgo de que alguna banda asaltara un depósito secreto aumentaba las posibilidades de una guerra extremadamente violenta en el mundo de la droga.
La tarea de Largo era intentar calmar a los tiburones y garantizarles que pronto se reanudaría el servicio normal. Tuvo que comenzar por México.
Aunque a Estados Unidos llegan constantemente avionetas, planeadoras, yates privados, aviones de pasajeros y mulas con el estómago lleno de cocaína de contrabando, el mayor problema son los cuatro mil ochocientos kilómetros de la sinuosa frontera con México. Parte del Pacífico, al sur de San Diego, hasta el golfo de México; y limita con California, Arizona, Nuevo México y Texas.
Al sur de la frontera, el norte de México ha sido desde hace años una zona de guerra donde las bandas rivales luchan por la supremacía o al menos para hacerse un hueco. Miles de cuerpos torturados y ejecutados han sido arrojados a las calles o al desierto mientras los líderes de los cárteles y los jefes de las bandas han empleado a ejecutores psicópatas para exterminar a los rivales; miles de personas inocentes han muerto en el fuego cruzado.
La tarea de Largo era hablar con los jefes de los cárteles conocidos como Sinaloa, Golfo y La Familia; todos estaban furiosos porque sus pedidos no llegaban. Comenzaría con los Sinaloa, que cubrían la mayor parte de la costa del Pacífico. Tuvo mala fortuna porque, aunque el
María Linda
había pasado sin problemas, el día que voló al norte el siguiente carguero había desaparecido sin dejar rastro.
Esa misma tarea en Europa correspondió al segundo de Largo, el inteligente universitario Jorge Calzado que hablaba inglés fluidamente, aparte del español nativo, y se manejaba bien con el italiano. Llegó a Madrid la noche en que la SOCA asaltó el viejo hangar en los pantanos de Essex.
La operación fue un éxito, aunque hubiese sido incluso mejor si hubiese estado allí toda la banda de Essex, o incluso el propio Benny Daniels, para detenerlos a todos. Pero el gángster era demasiado listo para estar cerca de la droga que importaba al sur de Inglaterra. Para eso utilizaba subalternos.
En la llamada de teléfono interceptada habían mencionado una camioneta y que se recogería el contenido del hangar por la mañana. La fuerza operativa se colocó en posición con todo sigilo, con las luces apagadas, negro sobre negro, poco antes de la medianoche y esperó. Estaba totalmente prohibido hablar, encender linternas e incluso utilizar los termos de café, por si se producía algún pequeño choque de metal contra metal. Poco antes de las cuatro aparecieron las luces de un vehículo que se acercaba por la pista al edificio oscuro.
Los Vigilantes oyeron el rumor de las puertas que se abrían y vieron una débil luz en el interior. Como no aparecía un segundo vehículo, entraron en acción. Los agentes armados de la CO19 se ocuparon de asegurar el depósito. Detrás de ellos llegaron los altavoces que transmitían órdenes, los perros, los francotiradores por si se defendían con armas, y los faros que iluminaban el objetivo con una dura luz blanca.
La sorpresa fue total, teniendo en cuenta que había cincuenta hombres y mujeres acurrucados entre los juncos con su equipo. El botín de droga fue satisfactorio, aunque lo fue menos el de delincuentes detenidos.
Solo fueron tres. Dos habían llegado con el camión. Se veía a simple vista que eran tipos poco importantes, pertenecían a la banda de Midlands a la que iba destinada parte de la carga. La otra parte la hubiese distribuido Benny Daniels.
El vigilante nocturno fue el único miembro de la banda de Essex atrapado en la red. Resultó ser Justin Coker, de veintitantos años, un joven que tenía mucho éxito con las mujeres y con un largo historial delictivo. Pero no era un pez gordo.
La mercancía que el camión había ido a recoger estaba apilada en el suelo de cemento donde en otro tiempo se hacía el mantenimiento de las avionetas de un club de vuelo desaparecido hacía mucho. Había alrededor de una tonelada y aún estaba con las redes de yute y atada con las cuerdas entrecruzadas.
Se permitió la entrada de las cámaras, una de la televisión y otra de un fotógrafo de prensa de una agencia importante. Tomaron imágenes de la pila de fardos y enfocaron a un jefe de aduanas, enmascarado para preservar su anonimato, mientras cortaba alguna de las cuerdas para quitar la tela de yute y dejar a la vista los paquetes de cocaína envueltos en polietileno. En uno de los paquetes había incluso una etiqueta de papel con un número. Se hicieron fotos de todo, incluidos los tres detenidos con mantas sobre las cabezas y de los que solo se veían las muñecas esposadas. Pero era más que suficiente para aparecer a la hora de mayor audiencia de la televisión y en varias primeras planas. Un alba rosada de mediados de invierno comenzó a clarear en los pantanos de Essex. Para los jefes de policía y los agentes de aduana iba a ser un día muy largo.
Otro avión fue abatido en algún lugar al este del meridiano 35. Siguiendo las instrucciones recibidas, el desesperado joven piloto, que había desafiado el consejo de hombres mayores de que no volase, había estado transmitiendo mensajes cortos y sin sentido en su radio para dar «señales de vida». Lo hizo cada quince minutos después de sobrevolar la costa de Brasil. Luego dejó de hacerlo. Volaba hacia una pista en el norte de Liberia, pero nunca llegó.
Con una indicación aproximada de dónde debía de haber caído, el cártel envió un avión de reconocimiento a plena luz del día, para que volase por la misma ruta a poca altura sobre el agua en busca de restos. No encontró nada.
Cuando un avión cae al mar de una pieza, o incluso en pedazos, siempre hay trozos que flotan hasta que, empapados de agua, se hunden. Pueden ser cojines de asiento, ropa, libros, cortinas, cualquier cosa más liviana que el agua, pero cuando un avión se convierte en una enorme bola de fuego de combustible a tres mil metros de altitud, todo lo inflamable se consume. Solo el metal cae al mar, y el metal se hunde. El observador renunció a la búsqueda y emprendió el regreso. Fue el último intento de cruzar volando el Atlántico.
José María Largo voló de México a Estados Unidos en un avión privado; solo era un breve trayecto desde Monterrey a Corpus Christi en Texas. Su pasaporte era español, y completamente auténtico; lo había obtenido a través de los buenos oficios del ya desaparecido Banco Guzmán. Tendría que haberle servido, pero el banco lo había abandonado.
Aquel pasaporte había pertenecido a un español que se parecía razonablemente a Largo. Una comparación facial superficial hubiese engañado al agente de inmigración en el aeropuerto texano. Pero el antiguo poseedor del pasaporte había visitado una vez Estados Unidos y había mirado a la lente de la cámara de reconocimiento de iris. Largo hizo lo mismo. El iris del ojo humano es como una muestra de ADN. No miente.
En el rostro del agente de inmigración no se movió ni un músculo. Miró la pantalla, tomó nota de lo que decía y pidió al empresario extranjero que pasara a una habitación. El procedimiento llevó media hora. Después, Largo recibió mil y una disculpas y se le permitió marcharse. Su terror inicial se convirtió en alivio. Después de todo, había pasado sin ser detectado. Pero se equivocaba.
Con la actual velocidad de comunicación sus datos habían pasado a la ICE, el FBI, la CIA y, teniendo en cuenta de dónde procedía, a la DEA. Lo habían fotografiado de forma encubierta y ahora aparecía en una pantalla en Army Navy Drive, en Arlington, Virginia.
El siempre bien dispuesto coronel Dos Santos de Bogotá había facilitado fotos de los principales miembros del cártel que había identificado, y José María Largo era uno de ellos. Incluso a pesar de que el hombre que constaba en el archivo de Arlington era más joven y delgado que el visitante que esperaba en el sur de Texas, la tecnología de reconocimiento de facciones lo identificó en medio segundo.
El sur de Texas, de lejos la mayor zona en la lucha de Estados Unidos contra el tráfico de cocaína, está abarrotada de hombres de la DEA. Cuando Largo salió de la terminal, recogió su coche de alquiler y salió del aparcamiento, un coche sin identificar con dos hombres de la DEA a bordo se colocó detrás de él. Nunca los vería, pero sus perseguidores lo seguirían a todas sus entrevistas con los clientes.
Largo había recibido la orden de ponerse en contacto y tranquilizar a las tres grandes bandas de moteros blancos que importaban cocaína a Estados Unidos: los Ángeles del Infierno, los Outlaws y los Bandidos. Aunque sabía que todos ellos eran unos psicópatas violentos y se odiaban los unos a los otros, ninguno sería tan estúpido como para hacer daño a un emisario del cártel colombiano, porque no volverían a ver un gramo de la cocaína del Don.
También tenía que contactar con las dos bandas principales negras: los Blood y los Crips. Los otros cinco de la lista eran hispanos: los Latin King, los cubanos, sus compatriotas colombianos, los puertorriqueños y, de lejos los más peligrosos de todos, los salvadoreños, conocidos como los MS-13, que tenían su cuartel general en California.
Pasó dos semanas hablando, discutiendo, tranquilizando y sudando a mares antes de que se le permitiera escapar de San Diego y regresar a su Colombia natal. Allí también había hombres extremadamente violentos, pero al menos le consolaba pensar que estaban en su mismo bando. El mensaje que había recibido de los clientes del cártel en Estados Unidos era claro: los beneficios se desmoronaban y los colombianos eran los responsables.
Su opinión personal, que transmitió a don Diego, era que, a menos que satisficieran a los lobos entregándoles los pedidos en las fechas señaladas, se libraría una guerra entre bandas que haría que el norte de México pareciese una fiesta infantil. Se alegró de no ser Alfredo Suárez.