La tecnología es cara, pero la mano de obra sale barata. En lugar de trasvasar el combustible de los depósitos interiores a los depósitos principales con bombas eléctricas conectadas a los alternadores, se empleaba a dos peones. A medida que, en mitad de la noche, se vaciaban los depósitos principales, ellos comenzaban a bombear manualmente.
La ruta era sencilla. El primer tramo se realizaba desde una pista en la selva colombiana, siempre distinta para eludir al coronel Dos Santos. Durante la primera noche, los pilotos recorrían los 2.400 kilómetros a través de Brasil hasta el rancho Boavista. Como volaban a una altitud de 1.600 metros en la oscuridad por encima de la selva del Matto Grosso, eran indetectables.
Al amanecer, la tripulación tomaba un buen desayuno y dormía durante las horas más calurosas del día. Al atardecer, llenaban de nuevo los depósitos del King Air para que recorriese los 2.100 kilómetros que separaban a los dos continentes.
Aquel anochecer, mientras los últimos rayos de luz desaparecían del cielo sobre el Boavista, el piloto del King Air viró para ponerse de cara a la suave brisa, hizo las comprobaciones finales y comenzó a acelerar. El peso total era el máximo autorizado por el fabricante: 7.500 kilos. Necesitaría 1.200 metros para despegar, pero disponía de más de 1.500 de hierba aplastada. El lucero vespertino titilaba cuando despegó de Boavista y la oscuridad tropical cayó como un telón.
Según reza el dicho: hay pilotos viejos y hay pilotos osados, pero no hay pilotos viejos osados. Francisco Pons tenía cincuenta años y se había pasado media vida despegando y aterrizando en pistas que nunca aparecerían en ninguna guía oficial. Había sobrevivido porque era cuidadoso.
Calculaba la ruta hasta el último detalle y se negaba a volar con mal tiempo, aunque aquella noche el pronóstico era de un viento de cola de veinte nudos durante todo el trayecto. Sabía que al otro lado no encontraría un aeródromo moderno, sino otra pista abierta en la selva e iluminada por los faros de seis todoterrenos aparcados en hilera.
Había memorizado la señal de punto-punto-raya que le transmitirían cuando se aproximara para confirmarle que no había ninguna emboscada esperándole abajo en el cálido terciopelo de la noche africana. Volaría como siempre a una altitud entre los 1.600 y los 3.300 metros, muy por debajo de la necesidad del oxígeno, siempre según las nubes. Podía volar todo el camino entre las nubes si era necesario, pero era más agradable volar por encima de la capa de nubes, a la luz de la luna.
Con seis horas en el aire, incluso volando hacia el este y hacia la salida del sol, sumando las tres horas de diferencia horaria y otras dos para repostar de un camión cisterna aparcado en la selva, despegaría y volvería a cruzar la costa africana, una tonelada más ligero de carga, antes de que el amanecer africano fuese algo más que un leve resplandor rosado.
Y estaba la paga. Los dos peones de la cabina cobrarían 5.000 dólares cada uno por tres días con sus noches; para ellos era una fortuna. El capitán Pons, como le gustaba que le llamasen, cobraría diez veces más y muy pronto se retiraría convertido en un hombre muy rico. Claro que transportaba una carga que en las calles de las grandes ciudades europeas alcanzaría un valor de cien millones de dólares. No se consideraba un mal hombre. Solo hacía su trabajo.
Vio las luces de Fortaleza debajo del ala derecha; luego, la negrura del océano dio paso a la oscuridad de la selva. Una hora más tarde, Fernando de Noronha pasó por debajo del ala izquierda y él comprobó el tiempo y el rumbo. A 250 nudos, su mejor velocidad de crucero, iba según el horario previsto y con el rumbo correcto. Entonces aparecieron las nubes. Subió a 3.300 metros y continuó volando. Los dos peones comenzaron a bombear.
Volaba hacia la pista de Cufar, en Guinea-Bissau, abierta en la selva durante la guerra de independencia librada por Amílcar Cabral contra los portugueses hacía ya muchos años. Su reloj marcaba las 23, hora de Brasil. Una hora más. Las estrellas brillaban con fuerza, la capa de nubes disminuía. Perfecto. Los peones continuaban bombeando.
Comprobó de nuevo la posición. Dio gracias a Dios por el Sistema de Posicionamiento Global, los cuatro satélites de ayuda a la navegación, ofrecidos al mundo por los norteamericanos y de uso gratuito. Hacía que encontrar una pista oscura en la selva fuese tan sencillo como encontrar Las Vegas en el desierto de Nevada. Todavía volaba en un rumbo de 040 grados, el mismo desde la costa de Brasil. En esos momentos viró unos pocos grados a estribor, descendió a 1.300 metros y vio el resplandor de la luna en el río Mansoa.
A babor vio unas pocas luces débiles en un país a oscuras. El aeropuerto; debían de estar esperando el vuelo de Lisboa, porque de otro modo no malgastarían el generador. Redujo la velocidad a 150 nudos y buscó Cufar a proa. Sus compatriotas colombianos lo estarían esperando en la oscuridad, atentos al zumbar de los Pratt and Whitney, un sonido que podía oírse desde kilómetros por encima del croar de las ranas y el zumbido de los mosquitos.
Un poco más adelante se alzó un único rayo de luz blanca, una columna vertical de un millón de bujías. El capitán Pons estaba demasiado cerca. Hizo señales con las luces de navegación, dio la vuelta y regresó volando en una amplia curva. Sabía que la pista iba de este a oeste. Sin viento podía aterrizar por cualquiera de las dos cabeceras, pero según lo acordado los jeeps estarían en la del oeste. Tendría que pasar por encima de ellos.
Con el tren y los alerones de aterrizaje bajados, redujo la velocidad y viró para la aproximación final. Delante de él, se encendieron todas las luces. Era como si de pronto se hiciese de día. Pasó por encima de los todoterreno a tres metros de altura y a cien nudos. El King Air se posó a su velocidad habitual de ochenta y cuatro nudos. Antes de que pudiese apagar los motores y cerrar los sistemas, los Wrangler lo escoltaban por ambos lados. Atrás, los dos peones estaban bañados en sudor y apenas podían moverse del cansancio. Habían estado bombeando durante más de tres horas y tan solo quedaban doscientos litros en los depósitos interiores.
Francisco Pons prohibía que se fumara a bordo en sus vuelos. Otros lo permitían, aunque se arriesgaban a que sus aparatos se convirtiesen en una bola de fuego si una sola chispa encendía los vapores de gasolina. Una vez en tierra, los cuatro hombres encendieron sus cigarrillos.
Había cuatro colombianos, encabezados por su jefe, Ignacio Romero, el encargado de todas las operaciones del cártel en Guinea-Bissau. El volumen del cargamento merecía su presencia. Los peones nativos se ocuparon de bajar los veinte fardos de cincuenta kilos cada uno. Los cargaron en una camioneta con neumáticos de tractor y uno de los colombianos se la llevó.
Sentados en los fardos iban seis guineanos, que en realidad eran soldados enviados por el general Jalo Gomes. Gobernaba el país en ausencia de un presidente electo. Al parecer, era un trabajo que nadie deseaba. La duración en el cargo tendía a ser breve. El truco consistía, si era posible, en robar una fortuna lo más rápidamente posible y retirarse a la costa del Algarve portugués con varias jovencitas. El problema radicaba en el «si era posible».
El conductor del camión cisterna conectó las mangueras y comenzó a bombear. Romero ofreció a Pons una taza de café de su termo personal. Pons lo olió. De Colombia, el mejor. Le dio las gracias. A las cuatro menos diez, hora local, habían acabado. Pedro y Pablo, con un fuerte olor a sudor y a tabaco negro, subieron detrás. Tenían otras tres horas para descansar antes de que se vaciaran los depósitos principales. Después, otra vez a bombear hasta Brasil. Pons y su joven copiloto, que aún estaba aprendiendo los entresijos del oficio, se despidieron de Romero y ocuparon sus puestos en los mandos.
Los Wrangler se habían colocado de tal forma que, cuando encendiesen los faros, el capitán Pons solo tuviese que dar la vuelta y despegar hacia el oeste. Despegó a las cuatro menos cinco, con una tonelada menos de peso, y cruzó la costa cuando todavía estaba oscuro.
En algún lugar de la selva que había dejado atrás, se guardaría la tonelada de cocaína en un depósito secreto y se dividiría con mucho cuidado en envíos más reducidos. La mayor parte iría al norte utilizando cualquiera de los veinte métodos diferentes; la llevarían casi cincuenta transportistas. Era este reparto en paquetes pequeños lo que había convencido a Cobra de que era imposible detener el tráfico después de que se hubiera descargado la cocaína.
Pero en África Occidental la ayuda local, incluso el presidente, no cobraba con dinero sino con cocaína. Convertirla en dinero era su problema. Por ello habían organizado un tráfico secundario y paralelo, que también iba al norte, pero que estaba en manos y bajo el control exclusivo de los africanos negros. Ahí era donde entraban los nigerianos. Dominaban el tráfico interior en África y comercializaban su parte casi únicamente a través de los centenares de comunidades nigerianas repartidas por toda Europa.
Ya en 2009 se produjo un problema a escala local que más adelante despertaría en el Don una furia asesina. Algunos de los aliados africanos no se conformaban con recibir comisiones. Querían convertirse en protagonistas, comprar directamente de la fuente y aumentar su presencia en el enorme mercado del hombre blanco. Pero el Don tenía que atender a sus clientes europeos. Así que se negó a ascender a los africanos de sirvientes a socios igualitarios. Era un conflicto latente que Cobra tenía la intención de explotar.
El padre Isidro había luchado con su conciencia y había rezado durante muchas horas. Hubiese consultado con el padre provincial, pero él ya había dado su consejo. La decisión era personal y cada párroco era independiente. Pero el padre Isidro no se sentía independiente. Se sentía atrapado. Tenía un pequeño teléfono móvil seguro. Le bastaba llamar a un número. En dicho número respondería una voz grabada; con acento norteamericano, pero en un correcto español. También podía enviar un mensaje de texto. O podía guardar silencio. Fue un adolescente en el hospital de Cartagena quien finalmente le hizo tomar una decisión.
Había bautizado al chico y también le había confirmado; era uno de tantos jóvenes del humilde barrio de familias trabajadoras junto a los muelles. Cuando lo llamaron para que le diera los últimos sacramentos se sentó junto a la cama y lloró mientras pasaba las cuentas del rosario.
—
Ego te absolvo ab omnibus peccatis tuis
—susurró—.
In nomine Patris, et Filii et Spiritu Sancti
.
Hizo la señal de la cruz en el aire y el adolescente murió, confesado. Una monja que estaba cerca levantó la sábana blanca para cubrir el rostro del muerto. Tenía catorce años y una sobredosis de cocaína se lo había llevado.
«¿Qué pecados había cometido?», preguntó a su silencioso Dios mientras regresaba a casa por las oscuras calles del barrio. Aquella noche hizo la llamada.
No creyó que estuviera traicionando la confianza de la señora Cortez. Ella continuaba siendo una de sus feligresas, nacida y criada en los barrios portuarios, aunque ahora vivía en una bonita casa de una urbanización privada a la sombra del cerro La Popa. Su marido, Juan, era un librepensador que no asistía a misa. Pero su esposa sí iba y llevaba con ella a su hijo, un buen chico, alegre y travieso como deben ser los chicos, pero con un buen corazón y muy devoto. Cuando la señora le habló y le pidió ayuda no lo hizo en el confesonario, así que no creía que estuviera violando el secreto de confesión. Llamó y dejó un breve mensaje.
Cal Dexter escuchó el mensaje veinticuatro horas más tarde. Después fue a ver a Paul Devereaux.
—Hay un hombre en Cartagena, un soldador. Dicen que es un genio con el soplete. Trabaja para el cártel. Crea unos escondites tan bien hechos dentro de los cascos de acero que es imposible descubrirlos. Creo que debería hacer una visita a ese tal Juan Cortez.
—Estoy de acuerdo —asintió Cobra.
Era una casa bonita, bien cuidada, el tipo de casa que da testimonio de que sus ocupantes se sienten orgullosos de haber ascendido de la clase trabajadora a la clase media de los artesanos.
Fue el delegado local de la SOCA británica quien dio con el paradero del soldador. El agente secreto era un neozelandés a quien sus años en Centroamérica y Sudamérica le habían permitido hablar un muy buen español. Tenía una tapadera excelente como profesor de matemáticas en la Academia Naval. El puesto le daba acceso a todos los altos funcionarios de la ciudad de Cartagena; de hecho, fue un amigo en el ayuntamiento quien le buscó la casa en el registro de la propiedad inmobiliaria.
Su respuesta a la pregunta de Cal Dexter fue de una brevedad digna de agradecer. Juan Cortez, soldador, trabajador autónomo, y le dio la dirección. Añadió que no había ningún otro Juan Cortez en las urbanizaciones construidas en las faldas del cerro La Popa.
Cal Dexter llegó a la ciudad tres días más tarde; como un turista modesto, se alojó en un hotel barato. Alquiló una escúter, una de los miles que había en la ciudad. Con un mapa callejero encontró la apartada calle en el barrio de Las Flores, memorizó la dirección y pasó por delante.
A la mañana siguiente estaba en la calle poco antes del amanecer, agachado junto a la moto, con piezas del motor esparcidas por el suelo mientras fingía que la reparaba. A su alrededor comenzaban a encenderse las luces de las casas; incluidas las del número 17. Cartagena es una ciudad turística en el sur del mar Caribe y el tiempo es cálido durante todo el año. A primera hora de esa mañana de marzo el calor era moderado. Más tarde aumentaría. Los primeros en salir fueron algunos empleados que se marchaban al trabajo. Desde donde estaba arrodillado, Dexter veía el Ford Pinto aparcado en la entrada de la casa del objetivo y distinguió las luces a través de las cortinas de la cocina donde desayunaba la familia. El soldador abrió la puerta principal a las siete menos diez.
Dexter no se movió. Tampoco hubiese podido, porque en ese momento su escúter no funcionaba. Además esa no era la mañana destinada al seguimiento; solo le interesaba tomar nota de la hora de salida. Confiaba en que Juan Cortez siguiese el mismo horario la mañana siguiente. Vio cómo el Ford pasaba y giraba para incorporarse a la carretera principal. Estaría en aquella esquina a las seis y media del día siguiente, pero con el casco, la cazadora y montado en la escúter. El Ford dio la vuelta y desapareció. Dexter montó las piezas del motor y volvió al hotel.